Esplendor en la hierba, de Elia Kazan
though nothing can bring back the hour
of splendour in the grass,
of glory in the flower,
we will grieve not, rather find
strength in what remains behind
W. Wordsworth
Esto ya no es otra cosa más que una añadidura de capas, que la duplicación caprichosa de los frentes dialécticos. Escribir sobre Reina, la primera novela de Elizabeth Duval (Alcalá de Henares, 2000), es caprichoso porque el propio dispositivo del libro ya contiene su revisión, su crítica y su contracrítica. La autora interpela al lector desde su biografía, casi lo empuja, le grita. Entonces, ¿qué hago yo ahora, escribiendo desde este lugar que se escapa al libro, aunque lo sujeta con una trenza; a dónde se dirigen estas palabras que yo añado? ¿Es este un acto de devolución, de restauración, de justicia? ¿Es, al contrario, un estallido en direcciones nuevas?
Tengo que organizar todo esto de alguna manera, tengo que encontrar las estructuras que trasladen lo que pienso a la pantalla; tengo que ser práctico. Sé que quiero decir algunas cosas sobre Reina. Ahora tengo que encontrar la manera de decirlas.
1. narrar, narrar, narrar
Sí, a lo mejor «vivir las cosas» se convierte en «preparar las cosas para ser narradas»
Reina, segundo título publicado por el sello Caballo de Troya este año, se articula de base en torno a la narración cronológica del primer año universitario de su protagonista, de la voz que narra, de la propia autora: la autoficción es, pues, el nudo de todo esto. Las primeras páginas del libro están pobladas de anécdotas, salpicadas de rodeos filosóficos y engalanadas con un estilo que las eleva sobre sí mismas: Elizabeth Duval no tiene especial interés en aplicar un enfoque realista a su biografía, ella quiere transformarla en otra cosa, quiere proyectarla en grande sobre paredes inimaginables. La idealización del propio sujeto narrador funciona como foco de aumento para todo lo demás, generándose así la sensación de que los eventos se derriten, de que los amores arden por encima de sus posibilidades.
Como retrato de una educación sentimental, Reina es un aparato abigarrado, un animal que se pasea henchido de versatilidad idiomática y potencial lingüístico. Pero es todo un juego, un malabarismo narrativo, y mientras la vida se sucede a través de sus páginas, Elizabeth incide con violencia: dedica un epígrafe a encontrar vacíos argumentales en la doctrina de Paul B. Preciado, no tanto para derruirla sino para completarla, para extender una sábana por debajo y alargar la representación; en controlados episodios de dolor, describe la inyección trimestral de hormonas que lleva a cabo como parte de su proceso de cambio de sexo; abre el texto con frecuencia para inferir comentarios sobre la actualidad política francesa, estudia el movimiento de los chalecos amarillos y lo utiliza para explorar los límites públicos de la marginalidad… Todo eso explota en Reina mientras la vida sucede, pero a Elizabeth Duval, pese a la gravedad, parece seguir interesándole la vida más que ninguna otra cosa; es una voz teórica y distante la que refiere todas esas cuestiones y las integra en el texto, pero todo se suaviza, todo se ablanda cuando es el turno de hablar del Otro, de los afectos, del amor.
Reina sucede a toda velocidad porque el mundo que presenta la autora está pulsado desde muchos lugares distintos y ella busca sortear esas ansiedades llegando a la siguiente parte de la narración, buscando un espacio libre, un bocado de aire. Así magnifica la narradora la belleza hallada: «Mi vida ve su centro gravitacional modificado y empieza a girar en torno a ese día: en torno a la idea y el concepto de volver a verla».
2. enamorarse, enamorarse, enamorarse
Todavía veo tu cuerpo, grabado en la retina: todavía observo la luz de tu cuerpo que ha quedado escrita en mi retina
No pienso seguir siendo el mismo en este epígrafe de la reseña; no tengo voluntad analítica aquí.
En Reina el amor se escapa con una violencia insólita. Su relación con el tiempo es cruel, como afirmando la imposibilidad de extender el amor a través de los días, al menos cuando uno todavía es lo suficientemente joven como para matarlo sin demasiadas consecuencias a corto plazo.
***
Empezar a quererte es una cosa demasiado sencilla, me digo: esto es demasiado fácil. Al amor, cuando empieza, pareciera que no le hiciese falta diálectica alguna entre sujeto y objeto: sostenido levemente en la mitad, su presencia podría intuirse suficiente. Está ahí, todo eso tan evidente, ¿por qué habríamos de hacer algo al respecto tú y yo, por qué habríamos de manchar con nuestras pobres manos la pureza de una cosa que apenas ha besado al mundo, que está prácticamente al borde de su invención?
Recordándonos en el sofá, tocando con mi mano su pierna desnuda y con ella acostada sobre mí, me pregunto cómo se puede morir tan rápido, tan levemente.
Dejar de quererte es una cosa demasiado complicada, me digo: esto es demasiado difícil. Mis manos me hacen falta ahora: para desvestirme de todo esto, para arrancarme escama a escama la esperanza construida, para desterrar de mí mismo una larguísima colección de ideas plantadas por la inercia, sedimentadas en las paredes de mi conciencia por el paso de los días compartidos contigo. Si esto tiene que morir, si esto está ya muerto; cómo es posible que yo viva y viva tan rápido, cómo es posible que el mundo sea tan cruel para sujetarme en sus brazos mientras te veo marchar.
***
qué quedaba, en definitiva, de mí misma en aquello
Reina plantea varias cuestiones sustanciales, la primera: en qué medida la escritura es capaz de soportar el peso de la biografía y cuánto tardan las palabras en perder su sentido a medida que uno cambia, que el tiempo avanza, que el mundo se deforma. La segunda: en qué medida la escritura es capaz de acercarse a un instante concreto con la voluntad de representarlo con claridad objetiva, hasta qué punto aquello a lo que regresamos, tiempo después, no es más que una imagen borrosa de algo que apenas recordamos. Cuál es el lugar de la escritura en nuestras vidas, entonces, qué sentido tiene transmitir, qué posibilidad de conocimiento persiste en un contexto de tan salvaje relativismo.
Con Jacques Derrida bajo el brazo, Elizabeth Duval afirma que no existe el extratexto, que todo lo que sucede es concebible en tanto escritura. De esta manera se elimina la tensión dialógica entre el objeto narrado y la propia narración: ambas cosas tienen lugar simultáneamente. Nada existe fuera del control de la palabra. Y de nuevo en sus contradicciones, de nuevo en su crítica y su contracrítica, Reina vuelve a doblarse. Escribe Elizabeth: «Leer mi versión de los días con Laura en nada se asemeja a vivirlos, por más que yo construya tal ilusión». En-nada-se-asemeja. Y una vida liberada de la narración vuelve a latir.
3. vivir, vivir, vivir
una curiosa capacidad —que también es mía— para creerse al mismo tiempo superior e inferior al resto del mundo
Encuentro admirable la capacidad de Elizabeth Duval para retorcer su texto y, en el último suspiro, hacerlo despegar con ligereza, estallar sentenciosamente, decir: «Hay momentos brevísimos en los cuales pareciera posible cambiar las cosas«. Por otra parte, en línea con estos eventuales estallidos, la narración construye una carcasa de ostentosa elegancia mientras, en su contracara, perfila un minucioso diagrama de vulnerabilidades. En una carta a sus amigos, Elizabeth anota: «No os tengo en la cabeza todo el rato. Sé que vosotros a mí tampoco. Y es muy difícil que ser consciente de eso no sea un puñal en el pecho». Acostumbrado el lector al presuntuoso estilismo declamatorio con que la autora describe los eventos de su vida, la cuidadosa aproximación lingüística a sus fragilidades ejerce un bellísimo contraste, supone un inteligente ejercicio de aceptación: «Elizabeth siempre se ha sentido hueca y superior; la vida se lo ha confirmado. Elizabeth siempre ha fracasado. Elizabeth siempre ha tenido éxito».
Reina se presenta, como novela, como una batería léxica inexpugnable, un despliegue formal reluciente, un intento alocado de afirmar que la palabra es, en el siglo que cruzamos, el arma definitiva para desanudar las grandes tensiones del mundo. Y sin embargo, en esta confesión de incapacidad, en esta aceptación de los límites del lenguaje, Elizabeth Duval lleva a cabo un ascenso kantiano a una libertad intuida, que no demostrable, dice: «No puedo envolver absolutamente todo con la palabra, reducir todos y cada uno de los componentes de la existencia a su posición en esta dialéctica vital entre sujeto y predicado: la vida es irreducible.» Están aquí los límites de la razón pura, los techos de lo cognoscible: en el momento en que el amor reduce a la razón y comprime al texto.
En un pasaje de una belleza extraordinaria, Elizabeth relata su encuentro con Hannah, el último de los intereses románticos de la narradora. En todos los demás casos, los acontecimientos son encapsulados, digeridos y racionalizados por ella; sin embargo, aquí el futuro se introduce como una variable tan temblorosa como llena de luz. Escribe Elizabeth, contradiciendo en un hondo suspiro el paradigma de Derrida: «Lo que suceda antes, durante y después de que yo vuelva a ver a Hannah y me tome algo con ella será, en este caso, única y exclusivamente mío.» Vivir y contar, vivir y contar, vivir, vivir, vivir.
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Autora: Elizabeth Duval. Título: Reina. Editorial: Caballo de Troya. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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