Apenas unos cuantos enervantes superan a la música en aptitudes para mejorar el ambiente, si bien ninguno le gana en ventajas. Es variada, barata, placentera, legal y contagiosa en el mejor sentido. Por otra parte, entre los confinados el toque musical es signo de autodeterminación. No es lo mismo esperar el fin de la pandemia tumbado en un sillón que recostado ahí mismo, sólo que oyendo música. Puede que la postura sea igual, pero uno se recuesta a gozar de la música porque le dio la gana y no porque un jodido virus planetario ha venido a decirle lo que tiene que hacer (en cuyo caso se hallaría tumbado y muy probablemente boca abajo).
Ayer no resistí la tentación de convertirme en DJ del encierro, aprovechando que en las casas vecinas muy pocos se han repuesto del shock del cautiverio y ninguno se atreve a poner música. “Estarán boca abajo en el sillón”, me dije y proseguí enseguida a confortarlos con una pronta dosis de Jobim, a volumen según yo razonable, no fuera que el ambiente se nos balcanizara. Sucede con frecuencia por aquí, le subes una raya a las Gymnopedies y te echan un obús de reggaeton que en otras latitudes traería a los bomberos en un par de minutos.
Hoy lo pensé dos veces y veo que es demasiada responsabilidad: no seré yo quien desate la guerra. ¿Qué me cuesta, al final, ponerme unos audífonos y gozar hasta el tope de mi arbitrariedad? ¿Quién va a quitarme el díscolo placer de mezclar a Wim Mertens con Alceu Valença?
Sufrimos de ese mal, mis paisanos y yo. Nos jactamos de nuestra autonomía y fácilmente nos tomamos a pecho el más tímido intento de los otros por meterse en aquello que no les pinche importa, ya sea esto la música o nuestra salud. Tenemos un torcido sentido del honor que nos empuja a no parecernos a nadie, cuantimenos seguir su puto ejemplo, aunque literalmente nos cueste la vida. O bueno, eso decimos, como quien pinta una raya en el suelo (no falta quien escupa, por la cuestión del énfasis).
Ante la calma chicha del entorno, poco raro sería que de aquí a mañana nos cayera una plaga de autogestión sonora. ¿Quién no cree que su música es evidentemente preferible a la que los vecinos pretenden promover? ¿Será cuestión de probar ante todos quién llegó con más vatios al palenque? ¿Cómo harán Maria Rita y María Gadú para contrarrestar la artillería sonora de sabrá el diablo cuántos reclusos exaltados?
Todo esto nos remite a Rumble Fish, esa joyita de Francis Coppola donde el Chico de la motocicleta, interpretado por Micky Rourke, observa que los peces de pelea solamente riñen en cautiverio, situación en la cual todos los seres vivos tendemos a hacer trizas aun el mejor ambiente.
Nada más deshacerme de los audífonos, advierto que un vecino impertinente se ha soltado tocando la batería. Lo cual, aquí y ahora, equivale a un siniestro toque de clarín. Bien lo dice mi padre: “Si tienes un enemigo, cómprale a su hijo un tambor”.
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