“Quien ama la vida, ama el cine”, rezaba un popular eslogan usado en Francia para promocionar la asistencia a las salas de proyección. O al menos, eso es lo que afirma Roberto Lahuerta Melero en su maravilloso libro Barcelona tuvo cines de barrio (Editorial Temporae). Y fue la lectura de ese libro, junto a la tristeza que me provocaba cada vez que una sala de cine cerraba definitivamente, lo que hizo que me formulara una pregunta. ¿Cómo podría devolverle al cine todo lo que me había dado? La respuesta no fue instantánea. Mi formación como guionista no parecía suficiente para sentir que mi deuda estaba condonada, tampoco esa devoción por el séptimo arte que me acompaña desde que hago uso de la memoria. La decisión de escribir la novela explosionó una apacible noche de junio, cuando al término de una cena con mi mujer, envalentonado por el vino y su interés por mi próxima aventura literaria, le anuncié que me gustaría escribir sobre la magia del cine. Dejé transcurrir unos segundos y tras constatar en su expresión que parecía estar esperando algo más, añadí que también sentía la necesidad de hablar sobre las víctimas que se repiten en cada una de las guerras: las mujeres. Tal vez los tres años que viví en la posguerra de Kosovo y Bosnia, como miembro de las naciones Unidas, tengan la culpa de aquel interés que hasta entonces dormitaba en mi subconsciente. Al fin y al cabo fue en los Balcanes donde aprendí que en las guerras, mientras los hombres se dedicaban a destruir, las mujeres se empeñaban en sobrevivir desde el amor. Cine y heroínas silenciadas. Tenía los pilares, solo me faltaba el contexto. ¿Y qué mejor escenario que el de una ciudad azotada por los primeros años del nacionalcatolicismo? Esa misma ciudad que acogía en su ignorancia a una importante comunidad de espías. Los mismos que compartían calles con altos cargos nazis protegidos por el franquismo ante la persecución de los Aliados. Donde la corrupción policial y los abusos eran una losa añadida para los perdedores, un miedo más que añadir a la larga lista de temores. La misma ciudad donde los actores de doblaje —herramienta imprescindible de control para la censura franquista desde 1941— podían ponerle voz al Star System de Hollywood en el majestuoso edificio que la Metro Goldwyn Mayer ocupó durante años el 201 de la calle Mallorca. Todo aquel universo que se había ido formando en mi cabeza tenía el escenario idóneo en la Barcelona de 1945. No había mejor escenario ni mejor época para poder agradecer al cine todo lo que había hecho por nuestras madres o abuelas. Todas las lágrimas que los supervivientes de la guerra dejaron de derramar mientras viajaban de la férrea mano de Tarzán o de un indómito vaquero. Todo el dolor que quedaba mitigado cuando soñaban, con los ojos abiertos, con lugares donde no existían colas para canjear las cartillas de racionamiento, donde no ejecutaban a un padre o a un marido por sus ideas políticas, donde a nadie le habían arrebatado su infancia. Y es que hay novelas que, como una escultura, solo necesitan encontrar un buen cincel, pues la historia, aunque no lo sepamos, ya habita dentro de nosotros.
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Autor: Pere Cervantes. Título: El chico de las bobinas. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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