Una amapola con su carne roja encendida, pero con el tallo quebrado. Una flor que vive mientras muere por el centro; tan frágil que es posible ver cómo el pulso se le escapa a cada instante, como si el dolor fuera una piel más, sin que por ello el bermellón que la hace reclamo necesario de cada mirada pierda un ápice de fuerza.
Ese enigma herido, la verdad de la llaga en cada pupila, una sonrisa que no acierta a ser completa; el miedo de otro tiempo, la valentía de haber vencido con palabras desde dentro, desde el tallo, desde la raíz misma del cuerpo.
Mira la amapola. No la toques, pero observa cómo de pronto todo el campo se concentra en su potencia cromática, la manera en la que se erige como símbolo de vida: tan potente y bella, tan entregada al quebranto, eterna ya.
El dolor no existe más allá de mí,
Está encerrado en los límites de mi cuerpo
Un imán que lo ha absorbido del mundo.
He privatizado, diríase, el dolor
Y, ahora, alrededor de mí, hay un vacío luminoso
Como una aureola impermeable que aísla el tumor
Del que sólo sé que soy yo misma.Pero, tampoco sé nada sobre mí.
Ana Blandiana es esa voz amapola, una mujer nacida en “una patria frágil / Que cualquier hoja / Puede apagar al caer”. Una sombra sin protección con ansias de ser raíz y tallo fuerte, de vencer el roto de las pisadas que amasan el cuerpo sin justicia. Porque la biografía marca, porque la vida es, precisamente, la que condiciona la vida. Esta poeta rumana fue hija durante el régimen comunista de Ceaușescu, sombra oculta, vigilada y perseguida por su deseo de libertad, por su oposición a quienes convirtieron a tantos y tantos en presa, en sombras encadenadas a la amenaza y al miedo. Sorprende un poco la calma con la que habla de coches vigilando sus movimientos en el portal, de la reclusión y el miedo que ella ha contado por ella misma, a la vez que se ha convertido en testimonio de otros.
En el pórtico del libro Mi Patria A4, Viorica Patea, una de las traductoras de referencia de Blandiana al castellano, y el poeta Antonio Colinas escriben: “Ana Blandiana encarna el arquetipo del escritor cuya obra y vida asumen el destino colectivo, (…) es un símbolo de una conciencia que no se deja doblegar por el poder totalitario, (…) forma parte de aquellos escritores que concibieron la función del escritor como la de ser testigo de su tiempo y la literatura como una forma de resistencia ante el terror de la historia”.
Por eso, pese a esos huesos ahora canos y fragmentados, la poesía de Blandiana ha sido siempre tomada por el pueblo, asumida como un canto general contra la opresión y el miedo. Así lo reconoce ella con una voz que más bien parece un susurro exótico, palabras que el eco de Viorica Patea transforman al español: “Yo no he hablado en nombre de otros, pero ellos sí que han utilizado mis palabras para expresarse a sí mismos: Considero que cada artista se representa únicamente a sí mismo, pero esa representación puede coincidir con el destino colectivo y, en mi caso, sí que ha coincidido. He atravesado la Historia sin sustraerme de ella, dejando que ella me represente”.
De niña me di cuenta de que las hojas
Temblaban al ritmo de mis pensamientos –
Y cuando me alejaba de los tallos de las plantas,
Casi desprendidos de la tierra al doblarse, me seguían.Luego los pájaros empezaban a volar
En bandadas y bandadas sobre mí,
Interrumpían su canto para escuchar el mío.
Y sólo cuando las fieras empezaron también
Obedientes, a seguir mis huellas,
Me asusté. Pero ya era tarde.Ya no tengo derecho a detenerme.
Cada poema no pronunciado, cada palabra no hallada
Hace peligrar el universo
Suspendido en mis labios.
Una simple cesura del verso
Interrumpiría la magia que disuelve las leyes del odio
Y arrojaría a todos, salvajes y solitarios,
De nuevo a la húmeda gruta de los instintos.
El poema es un regalo: la voz habla al oído de la poeta que sostiene el lápiz
¿Por qué escribes, Blandiana? ¿Por qué tu vida al verso y a la prosa? ¿Por qué el relato y el poema?
“Por la voz que dicta mis versos”.
El pulso de la emoción sobre la mesa. La mirada franca de quien está considerada como una de las mayores poetas vivas de Europa —su nombre resuena muchos años pegado al de Nobel, aunque seguramente a ella eso no le importe— despeja cualquier duda sobre esas palabras que, en boca de otros, suenan a lugar común, a tópico romántico del escritor maldito.
Lo explica con un pudor casi adolescente, con los ojos llenos de sonrisa: “Cuando vuelvo a leer mis manuscritos veo que hay ciertas letras que están mal escritas, puestas a la inversa, así que es como si alguien me hubiera dictado ese texto y yo no lo hubiera escuchado bien y las confundo”.
Hay entonces algo de destino en su vestido encarnado de escritora, de poeta magna, de maestra de la palabra con el don de entroncar con el alma misma. Sus poemas como continuidad del cuerpo, destinados a penetrar en todas las criaturas con la delicadeza de las manos firmes que dan un último abrazo ante las puertas abiertas de un tren que se marcha, ya para siempre, con el ser amado.
Porque eso es la poesía de Blandiana, un armazón que se coloca dentro de la piel, la paradoja de lo externo que nace dentro y tiene destino también en el interior del que la recibe. Y en ese viaje, el pulso de la mujer es travesía, se transfunde, otorga a otros (los otros que somos sus lectores) esa fuerza del verso surgida de una voz que dicta en un idioma desconocido. Y solo Ana es capaz de convertir en palabras legibles con vocación de nacer a cada momento, con cada lectura, aquí o allí y a la vez en ningún sitio, un todo que no es nada, la vida de esa flor salvaje con destino muerte, pero hasta el último suspiro más y más hermosa.
Tú no has nacido,
Sino que naces
A cada momento,
Y no intentas
Estar allí, cuando estás aquí,
O aquí cuando vas allí.
Tú eres la materia audazmente salvada
De una respiración en otra,
Sin la cual no existiríamos.
Y, en realidad, no somos
Más que restos, formas vacías
Panales de los que se ha escurrido
La miel de la Eternidad.
Lo natural está en sus palmas
Ana Blandiana parece sostener lo orgánico en sus manos. En sus libros, las hojas se llenan de hierba, pájaros en vuelo, un mar repleto de peces, mariposas, sol y nieve. Y eso, en cada poema, convive muy íntimamente con la propia alma humana. La poeta utiliza los sentidos y lo natural para dibujar al hombre, a la mujer, y reflexionar sobre su existencia propia desde un lenguaje sugestivo, que calla más de lo que dice, que aspira al silencio como forma de comunicación —aunque eso, en boca de una poeta, sea una paradoja imposible—.
Por ese deseo, en sus poemas hay siempre un sabor invisible conectando directamente dos almas: la de la escritora, abalanzada en un momento pasado sobre la página; y la del lector, descubriendo en el ahora de su lectura un mundo sugerido que es, como ella misma afirma, “esencia y símbolo” en sus versos. Y lo hace casi desde el silencio que rodea al poema, desde el espacio en blanco de lo que no es palabra, eso que arde solo cuando el verso está ya dentro del cuerpo, viajando por la sangre como la propia alma.
Así, cada poema se configura como una postal del tiempo y de la vida en la que una mujer es pompa de jabón elevándose hasta un lugar en el que las formas están dictadas con el objetivo de encender el corazón de los demás, una luz escondida en semillas de piedra: “Se trata [su poesía] de un lirismo metafísico dominado por el motivo del sueño, de las antinomias del alma y del cuerpo, del yo y del otro, de lo inmaculado y lo mancillado”, escriben Patea y Colinas sobre la rumana. Porque “la creación poética es la última forma de definición del ser y las fronteras trazadas por la escritura circunscriben su patria, la única a la que puede pertenecer un poeta”. Ella es Un personaje transparente:
No le he entendido nunca,
Tampoco supe su definición:
Un personaje transparente
O sólo una brisa
Que ni siquiera sientes
Aunque te roza.Sólo después de unos años o decenios
Empiezas a descubrir
Sus huellas
Marcadas
Hondamente en la carne,
Parecida a las marcas de unas garras.
Todo lo que sé acerca de él
Es que se apresura a llegar
Hacia el lugar
En el que deja de existir.
Dedos torcidos, sonrisa a medias, ojos francos que miran de frente
He mirado sus dedos ancianos en una foto que durante mucho tiempo ha sido fondo de pantalla del ordenador en el que he escrito algunos de estos textos. He observado la artrosis de sus índices, las alianzas de un amor ya no físico, reclamando ahora la soledad como fuente de poesía.
Las manos de Blandiana dicen el tiempo con versos danzantes, son como flores al viento que revolotean desde la raíz de la tierra, desde un sustrato de palabras temblorosas que adquieren firmeza gracias al pulso inalterable de quien escribe al dictado de la voz profunda de la poesía.
Blandiana, poeta de lo natural y lo humano: benditas sean las manchas que la edad y la tierra han dejado impresas en tus palmas. Escribe siempre, poeta, aun cuando la amapola se marchite: espera al próximo abril, contempla cómo crece una flor nueva. Escribe, poeta, escribe siempre.
Coronada de amapolas
Casi marchitas
Recogidas por la mañana en el frío,
Cuando el rocío se vuelve neblina
Y al caminar por la hierba
Se aplastan los cadáveres de los grillos,
Coronada de amapolas,
Chocando con mariposas moribundas,
Avanzo
Por el sueño llamado por mí
Noviembre,
Hacia el momento incierto
Que no es ni muerte,
ni pensamiento.
Grandes ríos pasan en el sueño
Hacia océanos
Llevando sus peces adormecidos
En húmedas mortajas provisorias.
Soy rumana y me acuerdo haber leído los poemas de A. Blandiana en la adolescencia, poco después del comunismo. Esa Ana Blandiana tierna, suave y, a la vez, rompedora… ¡Cuánta nostalgia me despiertan sus versos…!