Belén – Betania – Cruzamos la frontera de vuelta a Israel – y final del viaje, Jerusalén.
Belén y Betania son las dos ciudades santas que visitaremos en territorio palestino. Luego volveremos a cruzar la frontera por última vez en este viaje y pondremos rumbo a Jerusalén, donde nos espera el final del camino, como al mismo Jesús.
Nacer en Belén era muy importante para la tarea encomendada al Ungido, porque de esta manera se cumplía lo escrito, y a pesar de que el mensaje de Jesús era precisamente el contrario —que el ser humano es libre de elegir su camino, libre de odiar o amar, de abandonar o quedarse, de no morir jamás o vivir limitado por lo terrenal— él cargó con el peor peso de ser hombre: aceptar, aun sabiendo que es falso, que el destino está escrito y que nada lo puede cambiar. Y fue consecuente con esta contradicción desde su nacimiento; por eso Nazaret le otorgó el sobrenombre, y esta ciudad de Belén donde entramos al anochecer su destino. Recordemos que Belén o Bethelén, la ciudad del rey David, es Beit Lahm, la casa de la carne, en árabe; y es también Beit Lehem, la casa del pan, en hebreo. Para unos y otros, el alimento y la vida. Para la tradición de la cristiandad occidental, el lugar donde Dios se hizo carne y se consagró en pan para salvarnos.
El guía nos advierte que, en la medida de lo posible, evitemos la noche y la soledad de las calles. “Belén no es la ciudad de hace tres mil años. Seamos prudentes”. Por suerte, junto al céntrico hotel hay una cafetería regentada por franciscanos, donde milagrosamente venden cervezas, y el grupo se reúne allí de forma espontánea a saborear lo prohibido. Alcohol en Palestina. No es mal plan. El morbo, la sed y el cansancio facilitan las confidencias y las risas. Nadie quiere irse a la cama, y algunos irresponsables decidimos adentrarnos en la oscuridad helada. La noche es hermosa y prometedora y singular; con la cabeza cubierta con una kufiya saharaui color arena y el cuello del abrigo subido hasta los ojos, me cruzo con algunos hombres que fuman en silencio, bultos inmóviles en la ciudad desierta. Encogida bajo el frío de la oscuridad, pienso en aquella lejana noche y aquella muchacha asustada sintiendo los primeros dolores del parto sin tener dónde ir; desconcertada, como todas las mujeres que hemos dado a luz por primera vez, pero, sobre todo, aterrada por no saber si serás capaz de conseguir que aquel dolor que revienta tus entrañas te convierta en la puerta y no en la tumba de tu propio hijo.
Son casi las doce, hora de regresar, y a punto de doblar la esquina de una calle estrecha, me tropiezo con una sombra veloz que se pierde en la noche. Apenas he podido distinguir el bulto de una mochila y unos ojos brillantes, casi divertidos, bajo la capucha negra. Un olor fuerte, familiar, me conduce hasta el final de un muro lateral donde, todavía fresco, brilla el grafiti de una paloma con chaleco antibalas. Río con ferocidad, y mi voz resuena en los callejones sucios de Belén. Me fascina comprobar que el hombre, tres mil años después del nacimiento de Jesús, es capaz de reproducir el misterio sencillo de sus parábolas.
Rayando el alba, el grupo se reúne en la plaza desierta. La iglesia de la Natividad alza su elegante belleza bizantina en uno de los ángulos. La necesaria restauración a la que fue sometida hace unos años le ha devuelto su viejo resplandor blanquecino. Estamos ante el templo más antiguo de Tierra Santa, que sigue milagrosamente en pie para recordarnos un nacimiento y miles de muertes; para que no olvidemos el mensaje, para que seamos humildes ante la grandeza. Tal vez por eso la pequeña puerta de entrada, construida por los cruzados para evitar el acceso del infiel a caballo, se ha mantenido así desde entonces, y así debe seguir, entre otras cosas porque resulta una interesante lección para el hombre moderno: postrarse; humillarse; humiliare procede del latín humus, que significa tierra. De nuevo en la palabra reside la clave, pues claramente nos indica que para descubrir a Dios no es necesario levantar los ojos a un cielo casi siempre demasiado lejano.
En el interior, la majestad paleocristiana anuda los dos mundos, Roma y Bizancio; Oriente y Occidente fusionados en fustes, capiteles, mosaicos, mármoles… Pero esto es solo la férula católica. Para encontrar lo que cada uno viene buscando, hay que bajar al vientre de la tierra y entrar agachado en el conjunto de grutas que albergan el recuerdo, la tradición y la fe. En el rincón de una de ellas, la tensa paz del status quo se escribe con luz: seis lámparas de la iglesia griega, cinco de la armenia y cuatro de la católica romana custodian la estrella barroca de siete puntas de plata que señala el lugar en el suelo: Hic de Virgine Maria Jesus Christus natus est. Conectadas por túneles, otras tres grutas guardan el recuerdo del padre carpintero, de los inocentes muertos bajo la espada de Herodes y de San Jerónimo, guardián latino del Libro Sagrado; ciceroniano, viajero, erudito. Un hombre sabio merecedor de una historia poderosa que recuperara y honrara hoy más que nunca, su memoria.
Un cinturón de cuevas circunda Belén. La peregrinación a Tierra Santa desde la alta Edad Media fue salpicando de templos estas colinas que, como faros anacrónicos, conforman un mapa del Nacimiento: la Cueva de la Leche; la Capilla de los Pastores; Ain Karen o Iglesia de la Visitación. La vieja, sabia memoria de Occidente se forjó en ellos; aquí nacieron el Gloria in Excelsis Deo y los Kerigmas; el Magnificat y la Vulgata, el Ichthys y el Crióforo. Una sincrética iconografía de nuestro espíritu.
En el área B del territorio palestino, siguiendo la carretera que conduce de Jericó a Jerusalén, visitamos Al Azariyeh, “el sitio de Lázaro”; la Betania bíblica, un lugar metafísico donde los haya, elegido para la gran victoria sobre la muerte. Aquí Lázaro fue devuelto a la vida y, también en este lugar, en la falda oriental del Monte de los Olivos, Jesús resucitado acudió, en primer lugar, a despedirse de ella:
“Aún huelo a ti; a la mirra y al sándalo que derramaste en mi cuerpo; al aceite suave de acíbar con el que me ungiste, al perfume a nardos, tan familiar, de tus cabellos, con los que me acariciaste. No llores, hermosa Magdalena, porque podría flaquear y no debes retenerme, que todavía no he ido a reunirme con mi Padre.”
El cielo amenaza temporal, y un vientre de nubes negras se clava en las copas de los olivos. Desde la falda occidental del monte nos asomamos por primera vez a la ciudad de David, aunque antes de llegar a esta atalaya privilegiada conocida como Rehavam hemos hecho un breve alto en el camino para visitar la pequeña iglesia del Dominus flevit. Un Dios que llora por Jerusalén como si fuese capaz de ver el Arco de Tito sobre la Vía Flavia, estando él mismo tan próximo a la cruz romana y la muerte es, cuanto menos, una imagen conmovedora, pero, sobre todo, una advertencia para los hombres. “No os dejéis engañar por esta belleza; las piedras caen. Que vuestro reino no solo sea el de este mundo”. A los pies del mirador, las ciento cincuenta mil tumbas de los judíos que descansan ahí desde hace tres mil años confirman en piedra ese mensaje.
“Mirad», nos advierte el guía, el brazo extendido hacia un punto indeterminado del paisaje. «Este es el Valle del Cedrón, el lugar donde habrá de celebrarse, según las escrituras, el Juicio Final”. El tono profundo, singular, de su voz reúne al grupo disperso en selfis y panorámicas. “En este valle sagrado y maldito muere, dormida, la Virgen Miriam y lapidan al primer mártir, san Esteban; un poco más al norte detienen a Jesús y fabrican su cruz, según cuenta la tradición, con las vigas del antiguo puente que cruzaba el río Kidron, y ¿veis allá?», continúa, señalando con su dedo lugares distantes con la solemnidad de un Arcángel del Apocalipsis, «esa colina es el Monte Moria, en cuya cumbre Abraham intentó sacrificar a su hijo Isaac. El Templo de Jerusalén se levantó sobre ese altar parricida y, una vez derribado, los musulmanes, con el derecho que les daba saber que desde ahí ascendió Mahoma a los cielos, construyeron la fulgurante Cúpula de la Roca”.
Cae, pesada, la tarde y con ella a cuestas, como una sentencia, entramos en el huerto de Getsemaní, el lugar más triste de Tierra Santa. El paisaje es muy bello, con un antiguo jardín de olivos, pero la melancolía es inherente al recuerdo: “Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt). El sufrimiento de imaginar lo que vendrá hiere más profundamente el alma de un hombre lúcido que la resignación del dolor de la carne, que uno sabe que pasará. Jesús se vuelve cada vez más humano a medida que se acerca a su destino. Sus últimos días en Jerusalén son un auténtico tratado de estoicismo, lealtad, valentía y fe: «Abba, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieras Tú» (Mc). Se dirige a Dios llamándolo Abba; el nombre cariñoso que usaban los niños arameos al referirse a sus padres y una de las primeras palabras que un hijo aprendía a decir.
Así comenzaba el pathos; la pasión de Cristo. Su sufrimiento, primero ante la ley en un corredor humillante que lo lleva ante fariseos, saduceos, el Sanedrín, el gobernador romano y el rey de Israel para, finalmente terminar ante el pueblo, el juez más peligroso de todos, que, sediento siempre de autos de fe y venganza aborregada, lo sentencia a gritos, liberando a un ladrón.
La noche helada cristaliza sobre Jerusalén, así que nos acorazamos tras los abrigos y nos dirigimos al muro de las lamentaciones. «¡Shalom Sabbat!», nos saludan los guardias del control de acceso a la explanada. La pared de piedra blanca resiste impávida al lamento milenario de su pueblo, “Orar con los labios y con el cuerpo”, como amar, pienso. Luego miro a las mujeres que leen el Libro, acercan la frente a la piedra y se mueven a un ritmo extático y sombrío, exactamente igual que los hombres tocados con la kipá al otro lado del muro que nos separa. ¡Qué extraños resultamos los seres humanos cuando intentamos acercarnos a Dios! Nos aferramos a imágenes en procesión, iconos de madera, muros, medallas, grutas, templos u oraciones tan desgastadas como estas piedras, olvidando siempre lo más importante. Perdónanos, Abba; papá.
Mi compañera de habitación ha programado la alarma del reloj a las cuatro y media de la mañana, porque hemos planeado asistir a la misa de Laudes en el Santo Sepulcro. El sueño inquieto se adelanta al reloj, y cuando toca ya estamos preparadas, con la ruta memorizada para caminar sin mapa desde el hotel hasta la Basílica. Atravesamos la puerta de Jaffa, cuya mole negra nos observa con recelo de ciudad tomada por el enemigo. Las calles desiertas del barrio musulmán comienzan a despertar tímidamente con algún panadero madrugador bostezando en los desiertos souks. El dédalo negro de callejuelas, escaleras, adarves y esquinas parece que nos guíe a nosotras, y no al revés; llueve con saña bíblica y el frío corta las piedras de Dios, pero, milagrosamente, hemos llegado a la plaza del Santo Sepulcro. Ateridas, entramos en el templo, que nos recibe tan silencioso como la propia ciudad. Un mármol rosado, del tamaño de un cuerpo humano cubierto por decenas de lámparas de latón encendidas, brilla suave con tacto de resina olorosa. Nos arrodillamos ante aquella piedra que emana un dulce aroma a nardos, rozándola con los dedos, con la frente, con los labios. No hay nadie en el templo, solo nosotras, emocionadas, sobre esta piedra de unción, como Myrophorae de la memoria. Pienso en las sagradas escrituras y en los tres evangelios sinópticos que, repetidamente, hacen a las mujeres el sujeto del verbo ver. Ellas, las llamadas «igual a los Apóstoles”, estaban también allí, mirando, amando, llorando y peleando; troyanas de una nueva fe.
Nos acercamos en silencio al edículo, el pequeño templete que oculta la tumba de Jesús. Aquel viernes 7 de abril del año 30, mientras el sol se ponía, su cuerpo deshecho fue depositado a prisa sobre el banco de piedra de un recinto excavado en la roca de un jardín cercano al Gólgota.
Dentro del angosto lugar pienso que, desde aquel lejano Sabbat, los emperadores Tito y Vespasiano, Adriano y su Elia capitolina, Santa Elena, Constantino, la conquista árabe, el patriarca Sofronio, el califa Omar, el fanático Al Hakim, el emperador Monomaco, los cruzados, el conde Godofredo di Buglione, el rey Baldovino, el ejército de Saladino, los turcos otomanos, el gran terremoto del 27, las dos guerras mundiales, el Mandato Británico, los franciscanos, los jordanos, el incendio de 1947 y las sucesivas restauraciones, después de todo eso, lo que verdaderamente ofrece al peregrino este Santo Sepulcro es una gran prueba de fe.
Oímos que comienza la misa, así que, apresuradas, subimos las estrechas escaleras que conducen al Gólgota. Sobre este monte de dura roca malaki en forma de calavera, clavaron las cruces romanas. Hoy un hueco profundo en el suelo, en el que apenas cabe una mano, indica el lugar. El sacerdote celebra la misa de espaldas a los pocos fieles que estamos allí reunidos, y lo hace en italiano. La dulzura antigua de esta lengua convierte las plegarias en versos virgilianos. No lleva alba ni estola, solo una sencilla casulla verde que le queda un poco corta. Unos vaqueros desgastados, unas cómodas botas de montaña y unos singulares ojos color miel desvelan un aire más de arqueólogo aventurero que de sacerdote. Al finalizar, besa con respeto el altar de los Medici. “Ite in pace”.
Regresamos al hotel envueltas en una extraña paz, aunque sabemos que no durará mucho. Hoy el recorrido es el del tormento y el adiós, y por eso las pocas horas de sueño que nos quedan tienen sabor a hiel.
Saliendo de la ciudad por la puerta de Sión, una calle que dobla bruscamente a la izquierda conduce al Cenáculo. “Ardientemente había deseado que llegara esa Pascua” (Lc 22, 15), la más importante de las fiestas anuales de Israel, en la que se revivía la liberación de la esclavitud en Egipto, pues estaba unida a otra celebración, la de los Ácimos, en recuerdo de los panes sin levadura que el pueblo debió tomar durante su huida precipitada del país del Nilo. “Este es mi cuerpo y esta mi sangre”. En ninguna otra religión se entrega la deidad a sus seguidores de esta manera tan cercana, tan explícita, tan carnal.
Después, todo siguió siendo sangre y carne y oscuridad: la espada de Pedro en Getsemaní, el pozo negro de la torre Antonia, los azotes en la espalda, las espinas en la frente, el peso de la cruz, las piedras de la vía Dolorosa, las siete caídas, el agotamiento, los clavos, el costado abierto, el cielo trémulo y oscurecido, el velo roto sobre la sangre seca del propiciatorio... «Eli, ‘Eli, lĕma’ šĕbaqtani».
Quince siglos más tarde, Lutero se preguntaría lo que muchos hoy seguimos preguntándonos: «¡Dios abandonado por Dios! ¿Quién puede entender eso?».
Sigue lloviendo sobre Jerusalén cuando el autobús pone rumbo a Tel Aviv. Es 19 de enero de 2020, y al aterrizar de vuelta en el aeropuerto de Madrid recuerdo las palabras de Lucas 23: 44 tras la muerte de Jesús como una premonición de lo que en breve ocurrirá: “La oscuridad cayó sobre toda la tierra”. Me duelen los pulmones, ardo de fiebre y tengo las manos heladas. Al meterlas en los bolsillos del abrigo toco la llave cuadrada del hotel de Belén y la suavidad de un pequeño colgante en forma de corazón de malaquita. Es cuanto me traigo de recuerdo. En unas semanas, mi neumonía pasará, pero esta oscuridad de la tierra tardará en disiparse.
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