Leí Rayuela con 23 años y me quedé enganchado a esta novela, o antinovela, que solicitaba la interacción del lector en las múltiples formas de abordar su lectura. Me entusiasmé con el Club de la Serpiente, con Horacio Oliveira -sobre quien escribí un poema que titulé “Horacio Oliveira regresa a Buenos Aires”-, y claro, con la Maga, a quien yo también busqué por los puentes del Sena. Con Julio Cortázar entré en el mundo del jazz y me aficioné a Charlie Parker (inolvidable su Johnny Carter, de El perseguidor) y a Louis Armstrong (“enormísimo cronopio” en La vuelta al día en 80 mundos). Pero descubrí el poder hipnótico de la literatura de Julio Cortázar en 1973, cuando cayó en mis manos una selección de sus cuentos, una edición de tapa dura y blanca, publicada en la editorial catalana Leteradura que alguien me prestó a cambio de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. El primer cuento era “Autopista del sur” y fue la segunda vez, desde Cien años de soledad, que sentí un vértigo que me incitó a partir de entonces a buscar otras formas de contar las cosas.
Este es el poema que escribí. Cuento en él -para los que aún no hayan leído Rayuela- la deprimente salida de París del prota de la novela cuando la policía lo encuentra en una situación poco ortodoxa para los cánones convencionales. Horacio venía de un concierto de una tal Berthe Trépat y de vivir una situación surrealista con la cantante. Traveler es el nombre de su amigo bonaerense, que se llama así, con esa ironía de Cortázar, porque no había viajado nunca en su vida. El último verso es un homenaje al verdadero sentido de la obra, puesto en boca de uno de los personajes, llamado Gregorovius, cuando dice: «En el fondo, París es una enorme metáfora».
HORACIO OLIVEIRA REGRESA A BUENOS AIRES
Veo desde aquí tu figura mojada
apoyarse en una esquina verde
de la rue Tournefot
y ya no sé si son tus lágrimas
o la lluvia de París.
Tal vez lo sepan los provincianos airados
que huían del último concierto de la Trépat
cuando fuiste entonces un gran barco salvador,
el brazo fuerte de alguien perfectamente
débil que no comprende nada
bajo la lluvia.
Cómo vuelves ahora: como un traveler
de ida y vuelta
como una mercancía que se devuelve
en mal estado,
como un último pasajero arcaico que
en las noches de silencio filosofaba sobre
la tristeza.
En el fondo, el mundo es una enorme metáfora.
Pero la historia que quiero recordar hoy es la de su último libro, Los autonautas de la cosmopista, que ahora vuelve a reeditar Alfaguara para alegría de los que seguimos queriendo tanto a Julio, igual que él tituló aquel cuento memorable que da título al libro Queremos tanto a Glenda (1980). Dos años después publicaría Deshoras en el que había un cuento titulado «Botella al mar» y que era una carta para Glenda Jackson, la Glenda Garson de su cuento. Y como alrededor de Julio Cortázar siempre hay magia, en estos mismos años, la actriz Glenda Jackson había filmado una nueva película, la cual menciona Cortázar al final de su cuento-carta: «…tal como ahora en su última película que acabo de ver hace tres días aquí, en San Francisco, alguien ha elegido un título, Hopscotch, alguien que sabe que esa palabra se traduce por Rayuela en español.»
Volviendo a Los autonautas…, en este libro, escrito a cuatro manos con su entonces esposa, la fotógrafa Carol Dunlop, está de nuevo el Cortázar tierno y juguetón que se pone el mundo por montera porque con casi 70 años emprende un viaje por la autopista del sur, París-Marsella, con la obligación de no salir en ningún momento de la autopista, lo cual está terminantemente prohibido por la ley francesa. Pero antes, Cortázar lo solicitan a las autoridades, aunque como veremos después, al no recibir respuesta, una tarde de mayo de 1982 cargan lo necesario en su Wolkswagen, al que llamarán Fafner, como el dragón de El anillo de los nibelungos, de Wagner, (ellos serán El Lobo y La Osita), y escribirán en un diario todo lo que va ocurriendo a su alrededor. Y en su cabeza.
Esta es la carta que Cortázar escribió al Director de la Sociedad de Autopistas de París y que no recibió nunca respuesta, “y de cómo en vista de ello los expedicionarios decidieron ignorar tan inclasificable conducta y llevar a buen término lo que en ella se explicaba de la manera más galana y detallada”:
París, 9 mayo 1982 Sr. Director de la Sociedad de las Autopistas / 41 bis, Avenue Bosquet /75007 París.
Sr. Director: Hace algún tiempo su Sociedad me pidió autorización para publicar en una de sus revistas, uno de los pasajes de mi cuento titulado «La autopista del sur». Por supuesto otorgué con viva satisfacción dicho permiso. Me dirijo ahora a usted para solicitarle a mi vez una autorización de naturaleza muy diferente. Junto con mi esposa, Carol Dunlop, también escritora, estudiamos la posibilidad de una “expedición” un tanto alocada y bastante “surrealista” que consistiría en recorrer la autopista entre París y Marsella a bordo de nuestro Wolkswagen Combi, equipado con todo lo necesario, deteniéndonos en los 65 paraderos de la autopista, a razón de dos por día, es decir empleando algo más de un mes para cumplir el trayecto París-Marsella sin salir jamás de la autopista. Aparte de la pequeña aventura que esto representa, tenemos la intención de escribir paralelamente al viaje un libro que contaría en forma literaria, poética y humorística las etapas, acontecimientos y experiencias diversas que sin duda nos ofrecerá tan extraña expedición. Dicho libro se llamará quizá París-Marsella en pequeñas etapas, y está claro que la autopista será su protagonista principal. Tal es nuestro plan, que llevaría a cabo con el apoyo de algunos amigos encargados de abastecernos cada diez días (aparte de lo que encontraremos en los paraderos de la autopista). El único problema está en que, según creemos saber, un vehículo no puede permanecer más de dos días en la autopista, y por esa razón nos dirigimos a usted para pedirle la autorización que, llegado el momento, nos evitaría tener dificultades en los diferentes peajes. Si piensa usted que nuestra idea de escribir un libro sobre el tema no resulta desagradable para su Sociedad, y que no hay inconveniente en autorizarnos a “vivir” un mes desplazándonos a razón de dos paraderos por día, me agradecería recibir su respuesta lo antes posible, puesto que quisiéramos partir hacia el 23 de este mes. Queda igualmente entendido que de ninguna manera quisiéramos que nuestro proyecto fuera difundido por la prensa pues, siendo conocidos como escritores, podríamos ver perturbada nuestra soledad de expedicionarios. Llegado el día, nuestro libro se encargaría de contar la historia al público en general. Agradeciéndole por adelantado su buena voluntad con respecto a este proyecto, le ruego acepte, señor Director, mis sentimientos más sinceros, así como los de mi esposa. Firmado: Julio Cortázar.
Carol Dunlop no pudo ver publicado el libro. Falleció de leucemia con treinta y seis años. Julio Cortázar moriría dos años después. Escribió para ella estas palabras:
“A ella le debo, como le debo lo mejor de mis últimos años, terminar solo este relato. Bien sé, Osita, que habrías hecho lo mismo si me hubiera tocado precederte en la partida, y que tu mano escribe, junto con la mía, estas últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro dragón, sigue para siempre en nuestra autopista”.
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