Muchos años después, frente al muro infranqueable de su domicilio, el autor del presente cuarentenario había de recordar aquella tarde mágica en que compró su primera computadora… Una vez roto el hielo, vayamos a los hechos. Era el final de los años ochenta, la mera idea de meter en tu casa una noria electrónica parecía más manía que necesidad, excepto para aquellos que ya habíamos caído en la adicción al cut-and-paste y otros atajos raudos hacia el siglo XXI.
Trabajaba yo entonces de editor en una triste revista católica —esas que se publican cuando Dios quiere— y el administrador había resuelto que, mientras había fondos para enviar a la imprenta el número siguiente, podía yo prescindir de La Computadora, pues en la empresa había sólo una y hacía mucha falta en el departamento de contabilidad. Para colmo de males, mis escritos ajenos a la empresa estaban asimismo almacenados en ciertos adefesios cuadriformes de plástico flexible, conocidos entonces como floppies. ¿Qué más podía hacer, sino comprar a crédito la prótesis?
No tenía disco duro, sólo un par de ranuras para floppies. Era en teoría portátil: pesaba poco menos de catorce kilos y ostentaba una sólida agarradera de hule. Su pequeña pantalla en verde-y-negro se alimentaba de retina humana. ¿Cómo podía esperar que ese cacharro nuevo y ya obsoleto me condujera hacia futuro alguno? Agobiado en principio por la deuda, no imaginaba cuánta libertad podía esconderse en los adentros de esa caja anodina, y ocurrió que al tercer día de poseerla ya tenía un nuevo horario de trabajo. Me veían llegar a la oficina por ahí de la una de la tarde, con la satisfacción del deber cumplido en calzoncillos.
—¿Por qué no traes aquí tu computadora? —deslizó astutamente el administrador.
—Claro que sí —accedí de inmediato. —Deposita en mi cuenta lo que pagué por ella, te endoso la factura y al día siguiente la verás por acá. Mientras tanto, trabajaré en mi casa, que es donde cuento con infraestructura.
Esperé mucho tiempo en la comodidad de mi hogar a que me despidieran, mientras abría puertas alternativas y sacaba provecho de todo aquel botín de horas recuperadas. Vendería a partir de entonces mi trabajo, pero ya no mi tiempo, y menos todavía el tiempo muerto: ese tributo sordo al conformismo que cada día se paga en tantas oficinas donde la faramalla se cotiza mejor que el resultado.
No fue, pues, la bonanza, sino la crisis el resorte que abrió la oficina en mi casa. Pocos meses más tarde, gracias a un incremento reciente en los ingresos, ya me había equipado con otros dos aliados de la insurgencia díscola: el fax y la impresora. ¿Cómo no iba a acabar ganando más, si ya perdía tanto tiempo menos? Muchos años después, la ecuación sigue igual. Ni para qué insistir: en este hogar no se venden las horas.
Una vez que sucede lo que uno más temía, deja de custodiar lo que creía tener para pelear por la supervivencia. Es pura biología, nada del otro mundo. Los animales lo hacen ciertamente mejor. Cuando suene la hora de volver a las calles, varios entre nosotros ya no pasarán lista en la oficina. Serán los nuevos dueños de su tiempo, puede que nunca más quieran malbaratarlo.
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