Suelen decir los gringos, cuando el caos se vuelve incontrolable, que la mierda llegó al ventilador. O sea que las cosas se han puesto en tal medida peliagudas (es decir, peliagudas sin medida) que nadie puede ya reducir, diferir o esconder la catástrofe y lo único seguro es que todos saldremos salpicados. ¿Pero cómo se explica que la mierda, cuyo práctico hedor insoportable nos permite advertirla a ojos cerrados, se acumule hasta el punto de llegar poco menos que al techo sin que alguien se moleste en recogerla?
No hay de qué sorprenderse si el negligente encuentra la manera de negligir cualquier explicación. La indolencia se aprende a edad temprana, cuando tienes la excusa de medir 1.20 y cuentas con que algún adulto responsable se hará cargo de cualquier contingencia. Estiras esos años cuanto puedes, pues por más que los grandes te exijan sensatez y compromiso seguramente entienden los extravíos propios de la adolescencia, durante cuyo tempestuoso transcurso la formalidad luce no sólo inalcanzable sino odiosa. Después de eso sería hora de crecer, aunque ya para entonces muchos se han hecho expertos en disimular. Si cualquier día de estos la mierda se amontona en sus dominios, encontrarán la forma de alzar los hombros y levantar las palmas recién lavadas.
Aprendí esto a lo largo de cinco semestres cursando la carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública, donde en un tris podía uno enseñarse a engarzar vaguedades domingueras, mismas que le evitaban el engorro de tener que aprender a administrar lo que de cualquier forma no era suyo. Se entendía, por cierto, la administración pública como una mera rama de la ordeña privada. Una vez entrenado en eufemismos, entelequias y subterfugios varios, podría el indolente profesional hacer los malabares suficientes para ascender por el organigrama sin tener que ocuparse de quehaceres vulgares y anodinos. Valga decir, sin bajarse del podio.
Todo esto iba muy bien —en realidad muy mal, aunque no se notaba— hasta el día en que la mierda llegó al ventilador y no hubo forma de disimularlo. No es que sepa uno bien lo que sucede, cuantimenos lo que sucederá, pero tendría que estar fuera de sus cabales —o en su defecto dentro del presupuesto— para creerse las mentiras de niño que despliegan las estrellas del podio a la hora de explicar lo inexplicable. ¿Cómo iban a prever una eventualidad de este tamaño quienes nunca pensaron en más cálculo que el de la promoción de sus talentos?
Uno puede negar o relativizar que lo que tiene enfrente es un cerro de mierda, hasta que se entromete el ventilador y la inmundicia se hace omnipresente. A partir de ese punto, cualquier intento de negar lo palpable transforma al mentiroso en hazmerreír, justo cuando la risa es menos pertinente y el cinismo no escapa al reflector.
Los miro a veces en la televisión y me da por jugar a imaginarme licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública. ¿Quién me dice que yo no la habría cagado igual o peor que tantos embusteros? Solamente de verlos esforzarse por hacer ver humanas sus jetas de estreñidos terminales, siento que envejecí un cuarto de siglo. ¿Cómo es que alguien puede perder el sueño por el miedo a salirse de esa pesadilla? Nunca pude entenderlo, por eso preferí escribir novelas. Antes lidiar con molinos de viento que con ventiladores.
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