Irene Vallejo traza magistralmente la ruta del libro desde que un junco flexible permitiera convertirlo en cosa con cuerpo, y los anhelos humanos, en objeto inmortal.
Son tiempos extraños. Escribo esto mientras arrecia la tormenta de un virus cuya fecha de extinción aún se desconoce. Escribo con los dedos cruzados (entiéndanme) para desear con todas mis fuerzas que esa fecha llegue pronto. Y escribo así porque, aunque por imperativo periodístico este artículo se publique un tiempo después de que yo lo haya escrito, de algo estoy segura: por muy tarde que eso suceda, nadie (y digo bien: nadie) habrá podido olvidar para entonces la pandemia que a día de hoy brama detrás de las ventanas.
Sin embargo, en estos tiempos extraños, se cumple el sentido circular de la vida. El confinamiento nos ha despertado a muchos el placer de la introspección. Hemos aprendido a regresar a nosotros mismos. Y a algunos de quienes no la sintieron antes les ha inoculado la curiosidad de hacerlo a través de otros mundos silenciosos: el de los libros.
Irene Vallejo entiende muy bien ese sentido circular. Escribió antes de que la pandemia nos diera a todos la vuelta como el guante que en realidad somos. Doctora en filología clásica, erudita de vocablo bonito, ha logrado algo para lo que no existe receta milagrosa: éxito. Ella lo ha alcanzado con un libro excepcional y, curiosamente, no de ficción. El infinito en un junco, un ensayo sobre los orígenes del libro como objeto y un recorrido por el nacimiento del misterio que es la palabra transformada en “aire escrito”, se ha convertido ya en un acierto editorial y en una obra de culto. De culto popular, ese es el verdadero mérito. Es decir, no (solo) de consulta de otros estudiosos, ni (solo) de recopilación de datos desconocidos o curiosos. Una obra que ha sabido impregnar la misma epidermis del universo lector, desde quienes buscan distracción hasta los que persiguen la sabiduría.
Son muchas las razones. Quizás la más evidente es el estilo literario de Vallejo. Escribe con lenguaje de seda, con una cadencia suave que encadena hechos de la Historia lejana y desconocida con ejemplos de la actualidad más inmediata. Los versos de Hesíodo y Homero, con ilustrativas evocaciones de tebeos o dibujos animados. Las arengas de Aristocles (más conocido como Platón), con moralejas de los cuentos de hadas. Y todo hilvanado con hilo de plata y engarzado con un vocabulario bello pero sin artificios, claro aunque sin banalidades.
Solo el comienzo ya resulta embriagador, logrado a pesar de que la autora confiesa que siempre le “asusta escribir las primeras líneas, cruzar el umbral de un nuevo libro”.
En este ha elegido una imagen tan cinematográfica como literaria: la de “misteriosos grupos de hombres a caballo” que “recorren los caminos de Grecia”. Junto a ellos, viajamos al siglo III antes de Cristo y nos ponemos en la piel de los campesinos que observan a los jinetes levantando polvaredas a su paso, envolviéndose en sus capas para protegerse de los escorpiones, “cabalgando por inmensas soledades”. Y, también como ellos, nos sorprendemos con incredulidad cuando Vallejo nos cuenta qué perseguían los guerreros extranjeros: “Libros, buscaban libros”, tesoros para nutrir el sueño megalómano pero sublime que fue la Gran Biblioteca de Alejandría.
Fiel al círculo de la Historia, Vallejo cierra con una imagen análoga, la de las amazonas de las letras que comenzaron a recorrer los montes Apalaches con las alforjas cargadas de libros unos años antes de la Segunda Guerra Mundial.
Entre ambos ejércitos de bibliotecarios a caballo, todo es un viaje de ida y vuelta, vuelta e ida, en espirales que nos transportan de ayer a hoy y viceversa en un bamboleo que no marea, del que apenas nos damos cuenta, guiados por la mano de la pluma experta de la autora.
Con ella nos remontamos a los tiempos en que ni los signos ni la palabra visual existían, cuando toda la cultura quedaba confiada a la memoria y a su transmisión oral; después, avanzamos hasta aquellos en que nacieron las primeras grabaciones en soportes de emergencia, piedras y tablas, y también hasta dos momentos mágicos.
El primero, aquel en el que alguien descubrió que en las orillas fértiles del Nilo crecía un junco del que, bien tratado, se obtenía un material de fibras flexibles. Lo llamaron papiro. El segundo, en el siglo VIII antes de Cristo, fue “una revolución apacible” y de una “tecnología aún más revolucionaria que internet”: la creación del alfabeto. La simple combinación de trazos que, al unirse, transformaban el viento en palabras cambió el mundo. “Después del alfabeto, nada volvió a ser igual”. Efectivamente, a partir de entonces, cambiaron las comunicaciones entre los seres humanos, las declaraciones de amor y de guerra, el modo de narrar hechos y también de mentir.
Cita Irene Vallejo a las musas: “Sabemos contar mentiras que parecen verdades, y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad”, en una confesión, señala la autora, que “es una de las reflexiones más antiguas sobre la ficción”.
Del libro y su universo, que es tan infinito como el de las estrellas, plasmado en una corteza de junco. De eso trata el que ha escrito Vallejo.
Trata también de los que los escriben y su justo reconocimiento, algo tan antiguo como la propia literatura, y recuerda que la primera persona que firmó un texto con su nombre, 1.500 años antes de Homero, fue una mujer, la poeta y sacerdotisa sumeria Enheduanna.
Trata de los bibliófilos, a quienes el mundo debe mucho; fueron ellos y “la apasionada y enloquecida competición entre reyes coleccionistas” los que terminaron convirtiendo “Alejandría en el mayor arsenal de libros jamás conocido”.
Trata de quienes los cuidan, los bibliotecarios, un cargo ocupado por ellos hasta comienzos del siglo XX y por ellas a partir de entonces (en 1910, “casi el 80% del total” de las guardianas de los libros eran mujeres), a veces menospreciadas y tachadas de solteronas avinagradas (ninguna estaba casada, porque eran años en los que solo las solteras podían trabajar, pero es dudoso que estuvieran amargadas si vivían rodeadas de libros) o peligrosas revolucionarias, como sucedió en la España de posguerra.
Trata de los libreros, personajes imprescindibles que aparecen entre el siglo V y IV antes de Cristo y que entonces vendían rollos literarios junto a ristras de ajo y frascos de perfume. “Por un dracma, dice Sócrates en un diálogo de Platón, cualquiera puede comprar un tratado de filosofía en el mercadillo”. No se pierdan el capítulo Librero: oficio de riesgo y la conmovedora historia de la relación epistolar que Helene y el librero Frank iniciaron en 1949.
Y trata, cómo no, de los que leen. Un libro sin lector es un tesoro escondido que a nadie hace rico. Con la candidez y al mismo tiempo autoridad con la que se expresa Irene Vallejo, confiesa: “Reconozco que, ante las lecturas ajenas, siento una curiosidad sin freno. En los autobuses, en el tranvía y en el tren, retuerzo el cuello en contorsiones inverosímiles intentando fisgonear qué leen los viajeros a mi alrededor”. Y está más que justificada: “Creo que los libros describen a las personas que los tienen entre las manos”.
El libro, como entidad física, nos define. No solo su contenido, sino el lugar que ocupa en nuestras vidas, en nuestras casas y en nuestra mirada. Los que amamos y cuidamos el libro-objeto somos una familia unida por esa pasión, aunque “una familia muy joven”, si tenemos en cuenta que fue durante el siglo XX cuando “la escritura se convirtió en una habilidad extendida, al alcance de la mayoría de la población”.
Así hemos llegado hasta hoy. Y son tiempos extraños, sí. Como aquellos en los que el libro nació y que tan hermosamente describe Irene Vallejo. Como los futuros sobre los que nadie ha escrito aún.
Pero el libro, el verbo transformado en cosa con cuerpo tangible y material, sobrevivirá a estos y a todos los tiempos extraños, concluye la autora. Incluidos los tiempos de virus y pandemias, añadimos sus lectores hoy. Y lo hará a pesar de que “los libros no saben defenderse” y de que, por desgracia, “arden bien” (“durante el bibliocausto nazi ardieron las obras de más de 5.500 autores”, advierte Vallejo para que tomemos nota de errores pasados que jamás, bajo ninguna circunstancia, por aciaga que sea, deberían repetirse).
Lo hará porque “el libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí”.
Ahí seguirá, sobreviviendo a hitos y a puntos de inflexión.
Sobrevivirá a este, al de ahora mismo. También al de dentro de mil años (ojalá el próximo hito tarde tanto en llegar). Lo dice Umberto Eco, citado con acierto por Irene Vallejo: el libro “pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor”.
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Autora: Irene Vallejo. Título: El infinito en un junco: La invención de los libros en el mundo antiguo. Editorial: Siruela (Biblioteca de Ensayo). Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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