Los otros dioses y los mortales, criaturas efímeras, lo llamaban Πλούτων, Plutón, el Rico. El Rico… ¿Para qué quería las inmensas riquezas que se escondían en sus dominios, bajo tierra, en forma de vetas de los más preciados metales, si se encontraba miserablemente solo? Únicamente las almas de los hombres que habían muerto, así como las innúmeras criaturas infernales que cobijaba su reino, el Hades, rompían su soledad. Bastarda compañía la de muertos y monstruos.
Cuando sucumbía a los ardores venéreos, solía enjaezar a sus brunos corceles y ascender a los dominios de su hermano Zeus en busca de alguna ninfa o mortal con la que satisfacer su concupiscencia. No le bastaba, ¡por Hécate, diosa de la hechicería y de las encrucijadas!; con la que, por cierto, había cenado ayer, y… ¡por las aguas de la Estigia! Su triple cabeza lo desquiciaba en sus pretendidos momentos de intimidad.
Recuerda con rabia la última vez que coincidieron todos los dioses en un banquete al que los invitó Zeus en sus moradas del Olimpo. Todo empezó por una disputa absurda sobre cuál de los dioses tenía una función más importante según su área de influencia. Afrodita, esa golfa descarriada, se puso muy pesada con que sin el amor y la pasión con los que ella y su hijo Eros inflamaban los pechos de todas las criaturas vivientes el orbe colapsaría. Tuvo que callar a esa fresca: sin su supervisión el mundo sí que se derrumbaría. Si dejara de recibir a los muertos en su reino, si permitiera escapar a las almas y monstruos allí confinados, llegaría el verdadero apocalipsis para todas las razas. Afrodita osó rebatirlo lanzándole varias pullas. El lelo de su marido, su tullido sobrino Hefesto, no le calló su impertinente boca, sino que se entretuvo con uno de los estúpidos juguetes que inventaba en su fragua del Etna. Hubo de ser Zeus quien pusiera paz. Como no podía ser de otra forma, le dio la razón. La pelandusca se retiró mohína y cuchicheando cosas con el niñato de Eros.
Un fuerte seísmo interrumpe sus pensamientos. ¡Están temblando los cimientos de Gea, la Tierra Madre! En seguida se hace cargo de la situación: ha de ser Tifeo, ese monstruo alado, capaz de alcanzar las estrellas con su cabeza cuando está erguido, quien se revuelve en su prisión del Tártaro.
Siente escalofríos al pensar en el prisionero que ha de custodiar. Para poder confinarlo hubieron de colocar sobre él la isla de Sicilia, Trinacria, la de los tres cabos: el Cabo Pelorus sujeta la mano derecha, el Cabo Pachynus (Passero) la siniestra y el Lilybeus las piernas. El Etna le aprisiona la cabeza. Por él sigue vomitando su rabia en forma de lava y otros materiales incandescentes, cuando se irrita.
Hades está preocupado. Si el coloso sigue removiéndose, se abrirá la tierra y la luz irrumpirá en las profundidades, aterrando a las sombras que las habitan y liberando a los seres infernales que allí se custodian.
Ordena que a sus cuatro corceles, negros como las pesadillas de Caronte y con ojos de tizones ardientes, los enganchen a su cuadriga. Empuña el bidente, la lanza de dos puntas con la que combate, llama a sus mastines luciferinos y se sube a su carruaje. Con mano firme se dirige hacia la superficie. Ha de supervisar los daños antes de aherrojar mejor al prisionero.
Vuela más que corre sobre las fértiles llanuras de la Trinacria, admirado de lo ubérrimos que son sus campos. Sicilia es territorio bendecido por su hermana Deméter, protectora de campos y cosechas. El agro está preñado de frutos y el hombre ha de esforzarse muy poco para sacar el máximo provecho de su parcela.
Comprueba que los cimientos de Gea han resistido el terremoto, que no se han abierto grietas que permitan la entrada de la luz a su reino. Se dirige al Etna, bajo el que yace la monstruosa testa de Tifeo.
Se detiene a abrevar sus caballos en las aguas del lago Pergusa. Hace una mañana espléndida. Las miríadas de aves que pueblan aquel paraje compiten entre sí por alegrar la vista y los oídos del señor del Hades.
No lejos de allí, oculta a la vista del dios aún, su sobrina Perséfone, sola, recoge lirios y violetas para hacerle una guirnalda a su madre Deméter y un centro de flores. La joven está radiante. No para de canturrear una cancioncilla que le escuchó a Euterpe, la musa de la Música.
Ninguno de los dos se ha dado cuenta de que están siendo observados desde las alturas por Afrodita. La diosa del amor mira aviesa al dios del inframundo. No le perdona su afrenta. Llama a su lado a su hijo Eros, que juguetea arrancándole plumas a las palomas que tiran del carro materno. Zalamera, le ruega que hiera con una de sus flechas a Hades. El dios niño se hace de rogar, pero al final hinca la rodilla en tierra, extrae de su carcaj una saeta, curva el flexible mango de cuerno de su arco y hiere en pleno corazón al señor de los muertos. Afrodita, por su parte, espanta a una bandada de garzas que vuelan en medio de gran algarabía y asustan a Perséfone, quien da un grito que la descubre ante su tío.
Hades, aturdido tras sentir un doloroso pinchazo en el pecho, se lo palpa en búsqueda de alguna herida. Ningún rasguño. Algo le pasa. Le hierven las vísceras. Escucha un grito a su siniestra. Se vuelve empuñando el bidente: no ha perdido la prudencia. La divisa: es la hija de su hermana Deméter. La mira embelesado. Brilla como Eos, la diosa de la Aurora, abriéndose paso tras apartar las nubes, anunciando a su hermano Helios, el sol. Se le desboca el corazón, incapaz de articular palabra, siente la lengua pastosa, bajo la piel ardiente fuego, seguido de sudor gélido. Mirada borrosa, zumbido en los oídos. Palidez en el rostro.
El dios no sabe lo que le sucede. Sólo percibe que esa jovencilla le ha arrebatado el ánima. Nada hay en el orbe aparte de ella. Esos ojos en los que se acicala la luna. Ese cabello que debe de oler a violetas abriéndose paso en un campo de azahares. Esos labios hechos para libar en ellos cual liban las abejas en el romero en flor. Ese cuello que eclipsa la belleza del Etna coronado de nieve en una jornada soleada, asomándose al espejo del mar de Poseidón. Esos pechos preñados de ofrendas. Esas caderas que anuncian un elíseo.
Suelta el bidente y de un salto se planta en tierra. Sus canes se sitúan a su vera protegiendo sus flancos. En cuatro zancadas llega ante la doncella, quien al descubrirlo ha dibujado una sonrisa en sus labios crisoelefantinos. Sonrisa que se le congela al ver un incendio en sus ojos.
Plutón la arrebata del suelo como si fuera una pluma. Perséfone, dejando caer las florecillas que llevaba recogidas en un pliegue de su peplo, se retuerce angustiada. Llama, impotente, a su madre. Se revuelve desesperada contra su raptor. Lo araña. Se deshace en lágrimas de impotencia sin dejar de invocar el auxilio materno.
El dios, aunque los arañazos de su presa hacen correr icor por su piel, no la libera. La atenaza más. Hunde sus manos en los muslos de la joven, adivinando las carnes que pronto serán suyas; sus esculturales músculos, todos, en tensión.
Una náyade, ninfa de las aguas, de nombre Ciane, compañera de juegos de la diosa, sale de la fronda e intenta impedir el rapto. Hades la empuja airado y la hace caer al suelo. Salta a la cuadriga sin aflojar la tenaza. Llama por su nombre a sus cuatro corceles y les ordena llevarlos a su palacio. La tierra se abre ante ellos a un golpe de sus pezuñas y vuelve a cerrarse cuando la comitiva infernal se introduce rumbo a sus entrañas.
Ciane, que en un postrer intento de liberar a su amiga se ha quedado con el ceñidor de ésta en su mano, llora sin consuelo. Tal es su amargura que su cuerpo de disuelve y se convierte en riachuelo.
Deméter, extrañada de la tardanza de su hija, con la que solía comer en su palacio de Eennaion, acudió a buscarla, acompañada por sus sirvientes, al lago. Vio las flores caídas al lado de un río que no se había dado cuenta de que estuviera allí antes, pero no a su hija. Al no encontrarla, movilizó a todos los mortales que laboraban los campos que ella se encargaba de fertilizar. Nadie supo dar noticias de la desaparecida.
Ascendió a la cima del Etna, aún en erupción, y desde allí oteó toda la Trinacria e incluso el territorio ausonio. Ni rastro de su hija. Arrancó de cuajo dos pinos y los prendió con las llamas del volcán para usarlos como antorchas y rastrear al fruto de su vientre noche y día.
Sin descanso la buscó por todas las tierras del orbe, descuidando la atención de los campos, que comenzaron a dar muestras de agostamiento. Derrotada, volvió al cabo de los meses al lugar donde habían encontrado el ramillete que había recolectado la desaparecida. Se sentó en un tronco caído de abedul y lloró desconsolada al lado del río que no recordaba que estuviera allí. Notó algo raro en sus aguas. Hacían un ruido extraño y formaban remolinos ante ella. Era como si el río quisiera hablarle. Se levantó y se acercó a él. Divisó en un recodo, cubierto de adelfas y zarzas, algo blanco. La corriente formaba remolinos y espirales en torno a ello. Como señalándolo. La diosa se introdujo en las aguas y lo cogió. Lo reconoció enseguida: era el ceñidor con el que se sujetaba el peplo su hija.
Entonces lo vio todo: el rapto de su hija, su desamparo, pero no supo quién fue el culpable ni dónde estaba. Maldijo a la Trinacria por haber consentido el secuestro, partió los arados de los agricultores, condenándolos a abrir los campos con sus uñas para labrar.
Los agros dejaron de dar frutos. Los días se hicieron más cortos. El sol calentaba menos los ateridos huesos de los mortales. Muchos de los pajarillos, como los ruiseñores, que alegraban con sus trinos las vidas de dioses y el resto de criaturas emigraron a tierras más cálidas, dejando aún más desoladas y sin alma esas regiones. Una gran hambruna se extendió cual plaga de langosta por todas las especies mortales.
Deméter se mantuvo insensible al sufrimiento causado por su dejación de funciones hasta que un día se postró suplicante ante ella la ninfa acuática Aretusa. Pidió clemencia para todas las criaturas que habitaban comarcas sicanas y sículas. Le desveló que el curso subterráneo de sus aguas llegaba a los confines de la Estigia, la gran laguna infernal que habían de atravesar las almas de los difuntos en la barca de Caronte. Allí había podido ver a Perséfone, que, aun acongojada y algo aterrorizada, era la soberana de aquellos lares y compartía el trono con su esposo, Hades.
Deméter ascendió en su carro, transida por la furia, en busca de Zeus, señor de los dioses y del resto de seres. Se plantó ante él y exigió que obligara al hermano común a devolverle a Perséfone. Zeus intentó calmarla. Le prometió que permitiría que la joven, que también era hija suya, volviera con ella, sólo si demostraba que no había comido ningún alimento del Hades: las Moiras, a quienes dioses y mortales habían de someterse, prescribieron que quien comiera manjares infernales en el Averno habría de permanecer.
Zeus envió un heraldo ante la corte de Plutón. Perséfone negó haber comido nada en su prisión subterránea, pero un sirviente la delató: la había visto abrir un granada, la fruta del Hades, y comerse siete granos carmesíes de la misma. La diosa, furibunda, convirtió al chivato en búho.
Zeus se devanó los sesos en búsqueda de una solución que satisficiera a sus dos hermanos. Las criaturas de Prometeo morían famélicas y ya no llegaban al Olimpo los aromas de las pingües ofrendas que los hombres quemaban en sus hogueras para deleite de los dioses. Consultó con Metis, su primera esposa, la titánide a la que devoró cuando una profecía predijo que un hijo suyo lo destronaría a él. La tenía alojada en el estómago y consultaba siempre con ella sus cuitas.
Metis le dio la solución: que Perséfone pasara con su esposo el mismo número de meses que granos de granada se comió y que los demás volviera con su madre al mundo de los vivos.
Surgieron así las estaciones: el período en el que Perséfone estaba bajo tierra, Deméter, entristecida, descuidaba los campos, por lo que éstos estaban yertos y el sol lucía débil. Pero, cuando la diosa de los cereales percibía la próxima llegada de su hija, las tierras se llenaban de flores, los tallos brotaban del suelo, fecundados por generosas lluvias, las aves migrantes retornaban de África y los hombres volvían a afanarse en sus cultivos. Con Perséfone arribaba la Primavera.
***
El poeta deja sobre su mesa el pergamino, comprado a precio de oro a un mercader que dijo haberlo adquirido en la biblioteca de Pérgamo. Se sirve una copa de su mejor falerno, sin aguar. Percibe que la musa está a su vera. No quiere perderla. Le fascina la historia de cómo Hades arrebató a su sobrina Perséfone y la convirtió en su esposa. La ha leído en ese manuscrito que tiene ante él. Es de un poeta de Katané que vivió 300 años atrás.
Quiere introducir ese mito en el fabuloso tapiz que está tejiendo con su Metamorphoseon Libri. Sabe que sus Metamorfosis le darán la inmortalidad. Empieza por adaptar los nombres helenos a la nomenclatura romana: Hades será Plutón; Perséfone, Proserpina. Moja el cálamo en el tintero y comienza a escribir:
Vasta giganteis ingesta est insula membris
Trinacris et magnis subiectum molibus urguet
aetherias ausum sperare Typhoea sedes.Ovidio, Metamorfosis, Libro V . Texto en Latín
***
El aprendiz observa estupefacto a su maestro: es 15 años más joven que él, pero tiene aún tanto, tanto que enseñarle. El maestro ha dejado el ajado volumen de las Metamorfosis de Ovidio que estaba hojeando para inspirarse en el remate de la escultura que ahora le absorbe.
Su mentor tiene sólo 24 años, ¡por la Santa Madonna!, y es capaz de convertir el mármol en carne. Si Dios Nuestro Señor le concede larga vida está seguro de que eclipsará al inmortal Michelangelo. Si no lo ha hecho ya. Esas manos de Plutón hundiéndose en la morbidez del muslo de Proserpina. Esa diosa retorciéndose y tensando la piel del rostro de su raptor con su mano. Esos músculos en tensión perpetua del dios. Esa lágrima, perla marmórea, que escapa del ojo de la diosa. ¡Sólo un ser poseído por la divinidad sería capaz de esculpir aquello!
No tiene duda de que el Cardenal Borghese quedará tan prendado de la escultura como él lo está. No tiene duda de que la fama de su maestro Gian Lorenzo Bernini besará las estrellas.
***
Il prete rosso, el cura pelirrojo, apoya sobre sus muslos el libro de Ovidio que estaba leyendo. Agarra la pluma y comienza a escribir en la partitura.
Anna Giró, su discípula y prima donna de sus óperas predilecta, le sirve un ponche caliente. Lo sella con un beso más ardiente, anticipando los ardores que los aguardan más tarde. En la intimidad del hogar no tienen que disimular. Él deja de ser un sacerdote para convertirse en lo que en realidad es: un hombre. Anna se despide de él revolviéndole su roja cabellera.
El cura rememora el paseo que dieron por los campos de Mantua. La primavera había estallado en todo su esplendor. Era un verdadero apoteosis. Los arroyos cantaban. Los pájaros entonaban un coro celestial de trinos. A lo lejos los campesinos canturreaban melodías jocosas. Hasta los perros ladraban alegres y en el zumbido de los mosquitos creía adivinar alguna nota musical.
Embriagado por ese ambiente le contó a su amante el mito sobre cómo explicaban los antiguos el advenimiento de la primavera. Se quedó callado de repente. Su diosa lo asaltó de improviso: ¿por qué no escribía un concierto que recogiera los sonidos, el entorno que estaba viviendo en esa estación? Mejor aún, ¿por qué no le dedicaba un concierto a cada una de las cuatro estaciones? Comenzaría por la primavera, eso estaba claro. Volvieron a casa a toda prisa. La musa era caprichosa. Temía que lo abandonara de nuevo.
Con los recuerdos aún frescos del paseo matinal y la lectura del texto ovidiano en el que se narraba el rapto de Proserpina, Antonio Vivaldi comenzó a llenar pentagramas tarareando en voz baja y pidiendo a Anna que tocara en el clave lo que iba componiendo.
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