Cada día más gente joven está queriendo entusiasmarse con su historia. Con la Historia de España. Y no me refiero a aquellos que quieren conocerla y leer, sin complejos pero con criterio, acerca de ella. Aquellos que devoran revistas especializadas, novelas históricas, y se suscriben a cuanto podcast o canal de YouTube sobre el tema pueda encontrarse. Me refiero a quienes, acabadas sus carreras correspondientes, han optado por lanzarse de una u otra manera a divulgar y a crear, bien mediante relatos novelados, bien haciendo la hazaña de recuperar el cómic histórico. Pues pocos recuerdan ya (de esas edades millennials, ninguno), revistas como la mítica Trinca, de donde salieron maravillas como El Cid, o La paga del soldado, del ya legendario Antonio Hernández Palacios.
Pero la generación Boomer sí había conocido ese tipo de cómic, leído las Famosas novelas de Bruguera, o los libros antológicos de aventuras patrióticas de héroes españoles, como los que publicaba Bruño. Algunos se aficionaron a la Historia por otros canales (incluso los documentales televisivos tan habituales pese a sólo existir una rueda lateral para pasar del VHF al UHF), o por lecturas ya más sesudas. Pero eso que tan bien hizo en su momento el llamado folletón francés, con personajes que transitaban en la aventura ante el forillo histórico, con más ánimo de entretener y de despertar la curiosidad y el ánimo por la lectura, aquí desapareció como tantas otras cosas.
Guardo como un tesoro mi ejemplar de El jorobado, de Paul Féval, con un Enrique de Lagardère de protagonista, que era mucho más divertido y menos petulante que otro clásico, como es La Pimpinela Escarlata. En Italia, ese modo de publicar aventuras está representado por Emilio Salgari y su saga del archiconocido Sandokán. En España el folletín había tenido ejemplos donde reflejar o recuperar antiguas leyendas históricas, como la famosa de Los siete infantes de Lara, que fue un éxito en la versión de 1853 del escritor Manuel Fernández y González. Y fue género o forma de publicación usada por autores reconocidos, como Galdós o el padre Coloma, que aparte de ser el autor del Ratoncito Pérez, escribió un interesante Jeromín sobre Juan de Austria.
Reconozcámoslo. Todo esto puede sonar antiguo a algunos. Y aunque en la novela negra sí que se mantuvo ese formato y tuvo éxito entre los lectores de ese género, los amantes de lo histórico se habían quedado más que huérfanos de cosas parecidas. Hasta que llegó un libro cuyo inicio ha quedado ya instalado en la memoria junto a comienzos, mejores o peores literariamente, no me meto en tales jardines, pero desde luego tan popular que marcaría un antes y un después sin acordarse de pueblos de La Mancha o si había que llamarle Ismael. Y ese comienzo es: «No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente».
Acaba de nacer el Capitán Alatriste, un remedo (mutatis mutandis) del personaje real Alonso de Contreras, con todos los componentes que el folletín histórico requería. Y con un héroe protagonista que, queda claro por su coetáneo narrador, ha de estar ya más que muerto, con lo que ya es leyenda, como el Cid, antes de empezar a saber y a vivir sus andanzas y desventuras. Discutir el éxito de esta obra y de todo lo que llegaría después es negar que el vino y las mujeres emborrachan o, al menos, quitan el sentido de quienes así gustan de ambos regalos de los dioses. Y sin perdón por la heteropatriarcal y políticamente incorrecta comparación y comentario.
El caso es que los niños volvieron a jugar a espadachines, y no con espadas láser, sino con toledanas y vizcaínas. Que muchos quisieron saber más de esos comandos que no iban más que con una camisa blanca y sus aceros a tomar un puesto enemigo al asalto, sin ser vistos más que por quienes iban a ser ya víctimas de la furia de esos soldados morenos y cabreados. Que se empezó a mirar de otra manera el manido visualmente cuadro de Las lanzas velazqueño. Que de pronto los más jóvenes querían saber por qué en Flandes se había puesto el sol y qué fue de aquellos que fueron temidos por toda Europa. Y cómo acabó aquel Tercio en Rocroi que, siendo español, agradecía la deferencia, pero no había razón para capitular. Y si alguien quiere saber cuántos eran, ¡que cuenten los muertos!
Pérez-Reverte no pretendía sentar cátedra histórica, como no quiso hacerlo Dumas, ¡y qué bien se lo pasa uno leyéndolo! Como a Stevenson. O a Scott o a Dickens. Y nadie nos preguntamos si tal o cual cosa pasó así como se narra en Los tres mosqueteros, El señor de Ballantrae, en Rob Roy, o en Historia de dos ciudades. De hecho, el narrador de la saga de Alatriste lo deja claro, pues Íñigo Balboa, alférez del Tercio Viejo de Cartagena, deja aviso a navegantes que ésta es la historia que él cuenta y sabe, y que para otras cosas… «para eso están los libros de Historia».
Y esos libros de Historia empezaron a ser devorados gracias a un personaje de ficción, un héroe de folletín clásico, por los que hoy son treinteañeros y aún menores, haciendo que se agoten las ediciones de Julio Albi o Fernando Martínez Láinez sobre los Tercios o el Camino Español. Que hayan querido descubrir más héroes, como Blas de Lezo o Bernardo de Gálvez, máxime cuando se produjo el binomio entre el académico que fuera reportero de guerra y el ahora ya conocido como Pintor de Batallas, Augusto Ferrer-Dalmau. Entre ambos, la simbiosis ha sido un éxito. Y el resultado, una novísima generación de ávidos lectores y curiosos por la Historia de España. Sin complejos. Y con ganas por conocer más. Y todo por algo que presagia en la cita que antecede el comienzo del primer libro de la saga, de Eduardo Marquina, al que ahora también se le empieza a recordar. Pues la obra del Capitán Alatriste no deja de ir, como diría el dramaturgo en su más famosa obra: «Va de cuento: nos regía un capitán que venía mal herido, en el afán de su primera agonía. ¡Señores, qué capitán el capitán de aquel día!»
Y gracias a ese capitán salido del magín de Pérez-Reverte, hoy podemos hablar y congratularnos de la existencia de la que bien podemos denominar como Generación Alatriste. ¡Sólo por eso ya habría que darle las gracias a don Arturo!
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