Son las nueve menos diez de la mañana. La Gran Vía madrileña se pone en marcha bajo un cielo nuboso y sin atributos. Hace rato que el periodista Manuel Jabois (Sanxenxo, Pontevedra, 1978) lee la prensa sentado en el lobby desierto de un hotel. La que está por conceder puede que sea la entrevista número quince o dieciséis para la promoción de Nos vemos en esta vida o en la otra (Planeta, 2016), un reportaje en el que narra la historia de Gabriel Montoya, el Gitanillo, único menor implicado en los atentados del 11M y el primer condenado por la muerte de más de 192 personas luego de que varias bombas estallaran en los trenes de cercanías de Madrid en 2004.
Jabois viste vaqueros, botas gastadas y la piel lustrosa de quienes han dormido sus horas completas. Apoltronado en uno de los sillones del vestíbulo, parece un cíclope atascado en las sillitas de un jardín de infancias. Al sonreír para las fotos, Jabois descubre unos incisivos separados con los que podría abrir una caja entera de botellines. El gallego pregunta al fotógrafo por el aspecto de su cabello. ¿Está bien? Él tiene la impresión de que se ha hecho un desastre en las greñas al quitarse los auriculares en la radio –viene de La Ser, la cadena que forma parte de Prisa y en la que interviene todas las mañanas desde su fichaje por el diario El País.
Excepto por unos cuantos pliegues en la piel y el repujado de unas ojeras ganadas en sus años canallas, nada en Manuel Jabois se corresponde con los excesos que tanto glosó en las crónicas de su época de Pontevedra, las que lo llevaron a convertirse en la estrella debutante del diario El Mundo y ahora parecen lejanas, nostálgicas como una camiseta encogida en la lavadora, de esas que llevan los personajes de Miqui Otero en sus novelas. Y no es de extrañar, Jabois lleva poco más de un año como plumilla en la cabecera de referencia de Prisa, El País. En esas páginas mantiene una columna de opinión en la que puede hablar de Pedro Sánchez, el Real Madrid de Zidane o la prosa de Josep Pla, y donde también firma reportajes, perfiles y crónicas futboleras de cierta factura literaria. Lo hace día, tras día, tras día, tras día.
–Genera algún desconcierto quedar con Jabois tan pronto en la mañana, ¿será que hemos terminado por creernos al personaje canalla que nos vendió?
–Suelo vivir de noche pero desde hace ya un tiempo tengo unos horarios muy exigentes que me obligan a levantarme pronto. Todos los días tengo que entrar en La Ser a partir de las ocho de la mañana. Lo que ocurre con ese personaje mío de Irse a Madrid, que es un veinteañero que existió y que todavía da coletazos, es que cuando envejeces resulta muy caricaturesco, casi ridículo. ¿Qué pasa, que mis resacas son más prestigiosas que las de los demás? Lo de presentarme como canalla desbocado no tienen ningún sentido, si todos los días a las siete tengo que levantarme para pensar qué voy a decir en la radio. Es imposible tener un trabajo como el mío con una vida noctámbula. Desde luego, no me he convertido en un monje, pero ya no tengo 23 años. Ya no soy ese personaje. No puedo ni quiero mantenerlo.
–¿Terminó por aburrirlo tanto a usted como a nosotros?
–Es que ya no soy esa persona. Es verdad que se ha fomentado un personaje, pero cuando más creces y más exigencias profesionales adquieres, como es mi caso, se va difuminando.
–Leyó con intensidad a la Generación Perdida. ¿Le atraía la estampa excesiva que tanto cultivaron sus integrantes? ¿O acaso por la propensión a la demolición?
–Hay un rasgo en mí que he aprendido a detectar muy tarde: cuando las cosas van más o menos bien en mi vida, procedo a dinamitarlo todo. En una etapa en la que era muy feliz, que fueron los años en El Mundo, me fui a El País. ¡Hombre claro, era El País! –dice con el tono exagerado y pectoral de quien se siente liberado de explicar lo obvio-. Lo mismo me ocurre en la vida personal. Puedo estar tres semanas escribiendo en mi casa, con una rutina feliz. De pronto desaparezco y al cabo de dos días encuentro el móvil lleno de llamadas perdidas y mensajes sin contestar. Entonces viene un periodo de tortura interior, catarsis y expiación. Paso dos semanas con la cabeza baja, diciéndome a mí mismo: ‘Nunca más, nunca más, nunca más’, hasta que por fin vuelvo a establecer esa rutina más o menos feliz y procedo a destruirla desde los cimientos, otra vez. Esto no viene de mi lectura de esta gente, pero sí puede que haya un nexo, por aquello de estar continuamente torturado.
Más que comenzar, la entrevista descerraja. No se completan todavía los primeros diez minutos de conversación cuando ya queda claro que el 11M tendrá que esperar. Dueño de un discurso a veces desquiciado, Manuel Jabois derrama al hablar una ternura inesperada. No sabe quien lo escucha si está ante un impostor o tan solo ante los fogonazos de lucidez que suelen tener aquellos que pierden el juicio momentáneamente. Así, con su voz aguda y su aspecto gigantón, Jabois se mete en la entrevista incluso antes de que empiece a parecer tal cosa. Algo en el fraseo del de Pontevedra recuerda más a la Molly Bloom de Joyce que al gesto cauto de quien responde sin mojarse a las preguntas de tanteo. Así va Jabois, sin puntos ni comas.
“Tú no eres feliz nunca”, le dijo una persona, en ocasión de los días de promoción del libro. Y algo de eso habrá, al menos si se atiene quien lo escucha a la lista de detalles con los que Jabois adorna el asunto. “En esos días salí de las entrevistas diciendo: ‘Dios mío, qué he dicho’. Lo decía víctima de una profunda inseguridad. Quería cambiarlo y corregirlo todo. Estaba totalmente atormentado –Jabois gira la cabeza en todas direcciones; reparte la mirada caóticamente, como si persiguiera algo. Pocas veces sus ojos tropiezan con la mirada de su interlocutor–. Tengo muy poquita capacidad para disfrutar los instantes felices. En momentos en los que debía de estar más feliz, me hallo en un equilibrio muy precario, casi a punto de derrumbamiento… –Manuel Jabois carraspea. Habla cada vez más, y cada vez más rápido–. Empiezo a pensar que todo puede ir mal. Me pongo alerta. Sospecho y me pregunto cuándo se va a joder todo. Las cosas me parecen un espejismo –el periodista no para de aclararse la garganta, como si la hubiese cubierto una repentina herrumbre–.
–Pero… ¿qué es exactamente lo que le genera tanta desconfianza y aprensión?
–Creo que tiene que ver con la imagen bastante autocrítica y hostil que tengo acerca de mí y que consiste en la impostura. Cuando me piden que recomiende libros, digo siempre El adversario, de Carrère, la historia de ese chico que suspende una asignatura, le miente a sus padres y termina haciendo una vida falsa. Me pasa hasta en mi aspecto profesional. Yo no soy un intelectual. Nunca me he visto como un señor de muchas lecturas ni como alguien que tenga una opinión sentada sobre algo. De pronto me encuentro con una columna en el periódico de más tirada nacional y en una editorial tan grande como Planeta, que ahora publica mi libro. Lo que hago es intentar parecerme a lo que los lectores y la gente espera de mí. Cumplir unas expectativas. Se supone que si he citado a Proust, es porque he leído En busca del tiempo perdido. Así que, después de citarlo, voy a leerlo desesperadamente, para estar a la altura de lo que la gente cree que soy. Eso me ocurre con los libros, con la escritura, con las charlas.
–¿Cree que esa angustia…?
–Yo sé hacer mi oficio porque la gente piensa que sé hacerlo –Jabois responde sin responder. Habla en un bloque continuo que no admite interrupción. Habla con urgencia. Incluso como si quien lo escucha no estuviera ahí–. Entré en un periódico a los 19 años, sin saber escribir. Pero el caso es que ya estaba dentro. Tocaba entonces aprender a escribir. Me convertí en un corresponsal de provincias, muy digno, vale, pero el caso es que siempre me pasa lo mismo: hago las cosas al revés. Cuando empecé a escribir columnas en El Mundo, dije: ya tengo la columna en un diario nacional, ahora me toca convertirme en un columnista de un diario nacional. Y leí y trabajé para que así fuera. Tú lees mis buenas columnas en El Mundo y no me reconoces… ¿La gente piensa que escribo bien? Pues no me queda más cojones que escribir bien.
–No dirá eso en serio. Tiene conciencia de su propia voz. Y lo sabe muy bien.
–Claro que tengo conciencia de mi propia voz. Me refiero a la idea de que si alguien dice pasa esto, pasa lo otro, yo tengo que ponerme a cumplir o intentar cumplirlo hasta que yo mismo esté satisfecho de lo que hago. Eso al escribir, pero en ese sentido que se me quiere dar a veces, con preguntas acerca de determinados temas como si yo fuera un experto o una voz intelectual autorizada, esa expectativa jamás la cumpliré y trato de disfrazarla de algún modo.
–El asunto es que vive de opinar. Y hay tantas opiniones como asuntos de los que hacerlo.
–Yo tengo talento para ver las cosas y contarlas. Alguna vez entre semana puedo tener una o dos ideas originales y las exploto muy bien –después de una larguísima retahíla, Jabois ha dejado de aclararse la garganta–. Me he convertido en un gran explotador de mis pocos recursos, como esos futbolistas que hacen sólo dos cosas pero con esas dos únicas cosas pasan a primera división y luego se convierten en pichichis.
–Ha dicho que no se considera un gran lector. ¿Cuál es la experiencia más temprana de lectura que guarda en la memoria?
–Tuve dos momentos, dos puntos de inflexión. Uno, cuando era niño. Tenía que pasar los veranos en la recepción del hotel familiar, un hostalito que tenemos en el pueblo. Comencé a trabajar creo que a los nueve. Aburrido, haciendo guardia toda la mañana mientras esperaba a que llegara alguien para darle la llave, leía a los Dayton, a Roald Dahl, luego Stevenson y La isla del tesoro, también Salgari. Esa etapa lectora la recuerdo perfectamente. Acababa un libro y empezaba otro, como ahora veo las series. En eso soy muy obsesivo. No tengo freno y aquella época la recuerdo así: sin freno con la lectura. Las mellizas en Santa Clara, los Hollister, todo aquello lo leí a conciencia y con mucha felicidad.
–¿Y el segundo momento importante como lector?
–Eso fue ya mayor. Y otra vez volvemos a la impostura. Yo fingí que iba a la universidad. Salía de casa, me despedía, iba a la parada de autobús y en cuanto desaparecían mis padres, me dirigía a la biblioteca pública de Pontevedra. Ahí recuerdo lecturas más adultas: Hemingway, Dos Passos, Fitzgerald, Javier Marías. No tengo un tronco ni una familia literaria a la que me deba. Es verdad que a los que más leía era la Generación Perdida. Tenía 21 o 22 años. Quería ir a París. Atesoraba el sueño de convertirme en un exilado americano con vocación literaria. Leí cuatro o cinco veces la biografía de Hemingway de Fernanda Pivano. Me sabía párrafos enteros. Leía mucho, para hacer tiempo. Tenía cinco horas para volver a casa. Al llegar, contaba no sé qué chorradas: ‘Sí, hoy hemos dado clase. Muy bien, sí’. La verdad es que no me atrevía a salir a la calle por si me encontraba a mi padre que salía del trabajo a tomar un vino. Y aquello me daba pánico, porque además era muy miedoso, muy cobarde.
–¿La primera carrera en la que se matriculó fue filología?
–Derecho. Luego hice filología hispánica. Me pasó después como a los asesinos que empiezan despacio y luego entran en una espiral de locura. Me matriculé en filosofía, después en historia. La última carrera nunca consigo recordarla. Empezaba en septiembre, compraba todos los libros, me marcaba un horario y al llegar junio los libros seguían envueltos en el plástico. Eran unos libros carísimos. Al principio los pagaban mis padres, ya después los pagaba yo. Mientras estaba en el Diario de Pontevedra, pensaba: ‘Tengo que tener una carrera’. Trabajaba sin contrato en un periódico de provincias, no tenía formación. Y aquello me aterraba. Ese miedo lo tuve hasta hace muy poquito. Esa etapa de los estudios la corté dramáticamente, de una forma tan salvaje como lo hice con el tenis.
–¿Me está hablando en serio? ¿Jugó al tenis? ¿A lo Foster Wallace?
–Entrenaba muchas horas al día. Estaba en el circuito gallego. Pero de un día para otro lo dejé de golpe, de la misma forma en que dejé de estudiar. Por eso me ocurre, bastante a menudo, que sueño que estoy en un examen para el que no he estudiado o en un partido de tenis. Como si esa parte de mí amputada en la vida real cobrara vida en los sueños. Esas pesadillas me generan una angustia terrible.
No nació en una familia lectora, dice, pero en su casa había libros. Muchos libros. Todos ellos organizados en una biblioteca que él evoca como si hubiese estado hecha de roble. Habla del asunto con cierto orgullo de clase, como si se hubiese agarrado a ese mueble con la fuerza de quien se agarra a una certeza. Manuel Jabois es el mayor de dos hermanos: él y una chica con la que se lleva seis años. Llegó al mundo cuando su madre tenía 18 y su padre 20. Nada más conocerse que el crío venía en camino, se casaron.
Jabois creció en aquel entorno en el que –a sus ojos– todo parecía cobrar una existencia exagerada. Acaso por eso describe con tal respeto y fascinación el peso que aquella biblioteca parecía tener en la humilde casa de una familia de clase media gallega. “Mis padres no eran muy de leer, pero se atiborraron de libros pensando en mí y en mi hermana. Recuerdo la colección del Círculo de Lectores. Teníamos a Tolstoi y Dostoievski. También otros libros: Los renglones torcidos de Dios, una novela que me gusta mucho, o Lo que el viento se llevó”. Si su padre lo introdujo en Ibáñez y su madre reforzaba la estampa lectora, lo cierto es que el niño que comenzó con Dahl escarbó algo más. Leyó a Pablo Neruda y Gabriela Mistral. También ficción. Novelas. Relatos. Aquellos libros, dice, lo enseñaron a escribir.
Hay algo curioso detrás de las muchas y precoces incursiones literarias de Manuel Jabois: en cada una se intuye la pulsión no del que desea escribir, sino de aquel que desea inventarse de otra manera. Alguien que escribe para crear una versión más respetable, acaso algo mejor, de sí mismo. Su primer relato en condiciones lo hizo en el colegio. Dibujó un comic de varias entregas. Y aunque él le quita hierro, como si fuera solo una ocurrencia, aquella pequeña ficción parecía servirle para confeccionar una variante embellecida. Un personaje tocado por los atributos de lo que un niño como él podía considerar admirable. Jabois llegó incluso a inventarse un álter ego, un modelo a escala de lo que para él tendría que haber sido un héroe. Era un futbolista al que llamó Imanol. “Yo echaba a lo mejor seis horas al día con Imanol. Veía lo que él veía: el partido contra el Borussia en el Bernabéu; su vida; sus ruedas de prensa; sus problemas familiares; su rivalidad con una estrella italiana. Recuerdo que yo era moreno y él era rubio”.
A los 17, aquel niño que creció en Sanxenxo ya escribía novelas; al menos eso dice él. Lo hacía a mano sobre las hojas cuadriculadas de un cuaderno. Tenía también un poemario. Se titulaba Con una linterna apuntando al sol. Eran, asegura, poemas de amor. El libro llegó a publicarse. Queda un único ejemplar que Manuel Jabois no ha conseguido destruir: el que regaló a su madre. “Yo quería hacer mis Veinte poemas de amor y mi canción desesperada. Lo publiqué con una editorial de Vigo, hasta donde viajé en tren con un amigo para firmar el contrato. Tenía 16 o 17 años, estaba en el último curso. Nos dieron unos ejemplares y nos fuimos a casa. En el tren de vuelta nos emborrachamos y peleamos con unos militares de la marina. En Pontevedra los llamaban capullos. Así que nos liamos a hostias. Los del tren querían parar y echarnos en la siguiente estación. Yo iba con un abrigo negro muy largo gritando que ya era poeta. En fin, una desgracia”.
–Si a los 17 ya tenía un poemario y escribía novelas, es porque sabía perfectamente que quería escribir.
–Sí, era completamente consciente, no de que tenía un don literario, porque ya tenía un don para hacer el ridículo, pero sí… era consciente de que quería escribir.
–Lo de la vocación por hacer el ridículo viene con el combo.
–Yo no sé cómo alguien con unas inseguridades tan terribles como las mías puede subirse a tantos escenarios y estar bajo tantos focos. Hace poco un amigo me decía: ¿Por qué si eres tan inseguro y lo pasas tan mal, no haces un trabajo discreto y de oficina y sin embargo así sales a que la gente juzgue tu trabajo, para bien o para mal, pero sales cada día a la pista a montar su número?
–Usted nació en 1978, el año de la Constitución Española.
–Yo soy producto del desarrollismo en España –otra vez: no ha acabado la pregunta cuando ya Jabois se desboca a lo Cafú–. Aquello fue un proceso dentro del cual mi familia se reconvirtió y pasó a vivir del turismo. Sanxenxo sufrió un boom en esa década. En aquellos años, mi abuelo montó un bar, luego un garaje y sobre ese garaje un hostal alrededor del cual giró toda mi vida. La mía es una familia modesta que gracias a un padre muy ahorrador, pero muy-muy ahorrador, pudo darse ciertos lujos, y digo lujos entre comillas. En los años ochenta servíamos. Nuestra casa familiar la alquilábamos a los turistas que venían de otras ciudades de España. Yo dormía en distintos lugares, a veces en una pequeña antesala en el pasillo donde de pronto me encontraba con dos señores de Murcia. Eso me permitió tener muchísimos amigos: de unos días, de una semana, de un verano. Así eran los ochenta. Así recuerdo la España de ese entonces.
–A su manera, tanto España como usted se hicieron desde sus carencias.
–Mi familia tenía un paralelismo con el país. Los dos empezaron a crecer, con sacrificios, pero también con perspectivas de progresar. Mi abuelo paterno vivía del mar. Enseñaba a pescar a los señoritos que venían de Madrid a hacer turismo en el pueblo. Cuando mi abuelo materno montó el bar y se puso de camarero, yo también eché una mano. Cuando él no podía estar, yo ponía los vinos a los que venían. Hablo de una etapa en la que era muy niño. Sé que no servía cafés porque no llegaba a la máquina, pero el vino sí. Me dejaban la botella abajo para que pudiera cogerla, y servía a la gente. Éramos una familia muy humilde pero no íbamos para abajo. Del hostal, pasamos al hotelito, de unas 20 habitaciones. Por eso cuando entré al Diario de Pontevedra, sentí que tenía un oficio de privilegiados.
–Sé que en algo tiene que ver su abuelo, pero… ¿cómo llegó exactamente al Diario de Pontevedra?
–Mi abuelo era el corresponsal en el pueblo del Diario de Pontevedra. Mandaba notas de lo que pasaba. A veces enviaba cosas como: el doctor Quiñones se desplazó a Madrid a visitar a unos familiares; y aquello era una noticia a cuatro columnas. Mi abuelo hacía aquello en su tiempo libre, porque lo que en verdad nos daba de comer eran las ganancias por las piezas de pesca que vendía. De su trabajo como corresponsal solo recibió como pago una suscripción al periódico. En un momento, cuando él era ya demasiado mayor, después de una búsqueda infructuosa y de que otro corresponsal lo dejase, me ofrecieron a mí el puesto. De pronto, a los 19 años, me dediqué a eso. Me pagaban 50.000 pesetas, que era el equivalente a 300 euros. Estaba muy bien para esa época. Me agarré a este oficio porque me gustaba mucho escribir. Cuando digo esa cosa tan cliché y tan manida de que ‘yo no sé hacer otra cosa’, es porque es cierto: no sé.
–Sabe poner vinos.
–Los sigo poniendo. Pero ni poniendo vinos entiendo de vinos.
Después de dos años, el Jabois corresponsal en Sanxenxo había sacado una que otra exclusiva. Tenía fuentes. Era conocido. Se movía cómodo por aquellas calles. Las cosas comenzaron a mejorar. Una empresa más grande compró el Diario de Pontevedra. Comenzó a trabajar, ahora sí, con un contrato de periodista. Todavía entonces seguía con la rutina de matricularse en una carrera distinta cada mes de septiembre, pero al menos ya podía pagarse los libros que jamás abriría. “Fue una etapa en la que viví lo suficiente como para poder escribirlo. En Ir a Madrid están contadas las cosas no delictivas que hice entonces. En esa década de los 20 a los 30 vivimos muchísimo”.
–En aquellos años tuvo un accidente de coche ¿Qué le pasó?
–Tuve dos siniestros totales. Luego conocí a Julián Hernández, que fue mi tercer Siniestro Total… –Jabois suelta una risa floja de los chistes percudidos–. Desde aquel tiempo no he vuelto a coger el coche después de beber. La vida te puede dar una oportunidad, dos oportunidades, pero no tres. Aunque ese no era nuestro mayor problema. El verdadero problema era llevar la noche y el cuerpo al límite. Eran cosas que quizá hoy sean impensables, pero que entonces eran algo natural. Yo trabajaba con una envidiable naturalidad, pese a no haber dormido en días. Hoy no podría… –se detiene, abruptamente–. Ese tema de las drogas no sé cómo enfocarlo.
–Yo no le he preguntado por las drogas.
–Ya, pero yo me voy de la lengua y te cuento.
–¿Sentía temor a la opinión de sus padres?
–Sí, tenía mucho miedo, sobre todo de mi padre. Era un niño muy cobarde, muy disciplinado. De un lado la montaba y me rebelaba en casa pero del otro no me atrevía a muchas cosas. Bueno, hasta que cumplí los 18 años.
–En Manu describe una versión crepuscular del niño que todavía era cuando nació su primer hijo. En esas páginas narra cómo su abuelo murió en esos días, dos plantas más arriba, en el mismo hospital.
–Yo fui nieto siempre. Especialmente de ese abuelo. Y al morir mi abuelo, murió también el nieto que siempre había sido. Eso coincidió con el nacimiento de Manu. En ese momento muere el nieto y termina de nacer el padre.
Del Diario de Pontevedra, Jabois dio el salto que unos años más tarde terminaría por llevarlo a El Mundo. “En 2008 o 2009, después de agotar mi vida, me di cuenta de que no podía acabar con 50 años cerrando todos los bares, o de que si los cerraba, quería al menos que fuesen en otro lado. Ya me había casado. Comencé a pensar que quería ser leído fuera de Pontevedra y luego de Galicia. Fue entonces cuando comencé a cuidar los textos, a leer más”.
Empezó por Julio Camba, que para entonces le resultaba un completo desconocido, a pesar de haber ganado un premio con su nombre en 2003. Quien lo escucha, piensa que el Jabois de aquellos días leía pensando en la voz que quería tener. Él mismo describe su repertorio de influencias como quien levanta un inventario. Copió descaradamente a Juan José Millás. Cuando quería ponerse bronco y dar un golpe sobre la mesa, imitaba a Arturo Pérez-Reverte. Buscándose, comenzó a entender la lectura como parte del acto de escribir. En 2009 comenzó con Alfonso Armada en la revista digital Frontera D, donde escribió muchas historias que fueron a parar a Irse a Madrid y otras columnas (Pepitas de calabaza), una recopilación de artículos que se publicó tres años después de su novela A estación violenta, y en cuyas páginas se reunieron las crónicas del Diario de Pontevedra, El Progreso y Frontera D. Pasó entonces a escribir para El Mundo. Gozaba de una notoriedad ganada en sus textos y en la visión un tanto expansiva y exagerada que daba entonces de sí mismo. Ya colaboraba también en la radio y para varias revistas. Y entonces pasó lo que pasó: dio el paso definitivo y vino a Madrid para trabajar en la cabecera que entonces dirigía Pedro J. Ramírez.
–Hay quienes aseguran que usted era más fresco, más desenfadado en su etapa de Pontevedra. ¿Tanto pesa escribir en El País?
–Escribir en la segunda de El Mundo o en El País pesa. Pero hay que entender que ahí no puedo ponerme a escribir que amanecí en el Toni 2. Quizá hay un lector mío que se identifica con aquel Jabois. Pero lo cierto es que llegó un momento en que estaba escribiendo junto a Arcadi Espada o ahora junto a José Ignacio Torreblanca. En esas páginas choca un relato de borracheras. Vienes de una portada con atentados en el Líbano o un pacto de Estado que no ocurre.
–Perdóneme por el tópico, pero no sé si sube o baja la escalera. En un hipotético retrato de sus posiciones políticas, lo veo borroso.
–Llevo muchísimos años escribiendo en prensa. En mis columnas se puede ver cuáles son las ideas que defiendo: una educación pública y universal, más impuestos para mantener una sanidad gratuita. Creo en el Estado como corrector de desigualdades. A favor del aborto, de la eutanasia y del matrimonio homosexual. De un Estado laico radical, no el conchabeo que existe ahora. Todo está escrito, y lo he hecho sin pedir el voto a nadie y sin alinearme públicamente con ningún partido. No estoy en manifiestos, plataformas sociales ni políticas, ni he reclamado votos ni vetos. Y cuando he tenido que criticar a alguien que defiende cosas parecidas a las que creo, lo he hecho. Que esté de acuerdo con algo no quiere decir que tenga que comprar todo el pack. Pero aquí si le metes una hostia a Pablo Iglesias, pasas a ser un facha y un lacayo del sistema, un tío que escribe a las órdenes de Cebrián y del Ibex 35. Bien, mejor así: más libertad. Creo que en España el adjetivo facha se usa tan alegremente que la primera vez que me lo llamaron dije: ‘Puedo estar tranquilo y seguir escribiendo’. La mayor censura de los medios a veces la ejerce tu lector, tu audiencia.
–Está dentro de la casa de poder por definición. El País es una de las instituciones de la Transición y como ella sufre los embates del tiempo. En estos años, tanto el periódico como Juan Luis Cebrián han sido tremendamente criticados. ¿Qué piensa de eso?
–Estamos todos los medios metidos en una gigantesca transición que no sólo tiene que ver con un cambio de paradigma entre el modelo papel y el modelo Web, sino en una redefinición, un reequilibrio por el que tienen que atravesar todos los medios de influencia. Esos con vocación de informar y formar al lector. El País no es inmune, está en ese proceso.
–El lector tradicional de El País asegura que ha perdido fuste. ¿Qué piensa?
–Yo sigo disfrutando de la lectura de El País. De hecho, leo con la misma voracidad El País, El Mundo y ABC. Son los periódicos de papel que leo cada mañana. También los digitales: el diario.es o Infolibre. Estoy suscrito a La Marea, a Mongolia. Por supuesto Diario de Pontevedra y prensa gallega. Trato de informarme y de tener una visión mucho más amplia. ¿Qué piensa el lector de El País? No los conozco a todos. Una cosa está clara: es el periódico más leído de España. Más que una institución de poder es una institución que me garantiza difusión.
–¿Lo han censurado en El País?
–Nunca. Jamás me han tocado la opinión. Me quitaron una vez el nombre de Pedro J. Ramírez en una columna, pero ya tú ves. La gente comenzó a pedir en las redes mi dimisión. Respetemos a los que de verdad han sido censurados. Que me pidan que elimine el nombre del archienemigo de Prisa no es motivo para colgarme de ninguna parte. Creo que más gente debería trabajar en una redacción para entender qué pasa. Si trabajas en El País no puedes tener a todo el mundo contento. Para muchos ya sólo El País genera prejuicios y para otros es un timbre de orgullo. En eso consiste la libertad de expresión.
–¿Cuál es su estatus como colaborador de la Sexta tras la demanda de Prisa por los Papeles de Panamá? ¿Qué pasó?
–Sí, se nos ha vetado a los periodistas de El País participar en tertulias de La Sexta. Pero cuando aquello ocurrió yo ya no estaba colaborando con ellos.
–¿El País envanece?
–No. Y lo digo sinceramente. Pasé del Diario de Pontevedra, que tenía una difusión de diez mil, a El Mundo. Si aquello no me envaneció, El País no lo hará. Me dijo un amigo que yo no me envanecería en El País, porque ya venía creído de casa.
–¿Es decir, que sí hay algo de egolatría en Jabois?
–No soy una persona con un gran ego. Si ya lo he dicho: estoy siempre pensando en cómo se va a joder todo. La burbuja inmobiliaria al lado de la mía va a ser una broma en el momento que pinche.
–Esa frase apesta a titular, y lo sabe. Así que me siento obligada a preguntarle exactamente qué quiere decir.
–Estoy siendo irónico.
–Ya.
–Lo digo por esta idea de que algo malo va a pasar. Eso es muy de familia. Si te dan una buena noticia o te ganas la lotería, siempre hay que pensar por qué. En 2011 comencé a escuchar aquello del periodista de moda. Cinco años después lo vuelvo a escuchar. No sé si porque he abierto un nuevo nicho de lectores (nuevo porque no me conocían, todos eran mayores), pero mi sensación es… ¿qué querrán estos al decirme eso? Nunca sabes dónde está el truco. Pero bueno, quizá esa es una percepción equivocada…” –lo del periodista de moda queda en el aire como un aroma incómodo. Jabois añade una explicación adicional–. En lo que he dicho hay una especie de auto-parodia, como si dijera: He venido a humillarme. Y tiene sentido, prefiero reírme más de mí mismo que de los demás.
Manuel Jabois esparce largos charcos de silencio en los que arroja palabras. Lo hace con la falta de puntería de quien alimenta peces invisibles. Acaso extenuado por las dos horas y media de charla o porque algo en la tanda final de preguntas no termina de convencerlo, la conversación pierde electricidad, se apaga y se enciende. Un anuncio de neón que comienza a tartamudear. Jabois va de la completa euforia a una creciente y educada languidez. Del puro recuerdo a las frases cerradas en las que parece imposible regatear unas comillas sin marcar los tacos.
La que transcurre no es ya una entrevista, sino los restos de algo como tal. Toda aquella energía del comienzo queda travestida en una repentina distancia que se levanta de forma tan abrupta como se derrumbó a los pocos minutos de comenzar. El periodista repasa la historia detrás del libro que lo ha traído hasta aquí: Nos vemos en esta vida o en la otra (Planeta, 2016), un reportaje en el que narra la historia de Gabriel Montoya, el Gitanillo, único menor implicado en los atentados del 11M y cuya historia consiguió cuando todavía trabajaba en El Mundo.
En las páginas de este libro, Jabois confiere poquísimos atributos al Gitanillo, ni siquiera le concede un espacio para la empatía. El lector queda enfrentado a un personaje que se entrega a la maldad más por aburrimiento que por convicción. Nos vemos en esta vida o en la otra es más una fría relación de hechos. “Fue deliberado”, asegura Jabois. “Lo que intento al contar una historia como esa u otras, es transmitir las cosas solo a través de lo que ha ocurrido. Sin la emoción de las metáforas, pero con la capacidad de conectar con los lectores, sin renunciar a mi estilo”.
De las miles de revoluciones con las que Manuel Jabois daba vueltas alrededor del eje de su infancia ha pasado a un habla lenta, dueña no sólo de lo que quiere decir sino también de lo que conviene no decir. Es como si el hombre con corpachón de armario que ha llegado luciendo vaqueros y botas, se hubiese vestido de pronto con el traje formal del adulto –ese al que se resiste ser–. Uno que ya no duda y parece saber muy bien lo que quien escucha espera de él. Todavía ciclópeo, inmenso entre aquellos muebles, Jabois mira como lo haría quien se sujeta al pasamano que lo mantendrá firme mientras desciende la jabonosa escalera de una entrevista que llega a su fin.
El Madrid, lo único que le queda de la infancia
La primera estampa futbolera que conserva Manuel Jabois en su memoria pertenece a la navidad de 1983: el 12-1 contra Malta de las eliminatorias de la Eurocopa. Lo recuerda más por la alharaca del bar de Sanxenxo en el que su padre celebraba los goles que por el marcador en sí. Entonces Jabois tenía cinco años. Para él, para quien el fútbol es un salvoconducto a la Tierra de Nunca Jamás, la vida no puede ser otra cosa que un balón en juego y los detalles que se imprimen alrededor de eso.
Por eso recuerda la radio Sanyo color gris en la que su padre solía escuchar los partidos. También las eliminatorias del Madrid de los ochenta: el 5-0 del Milan que trituró a la quinta del Buitre o el Nápoles Madrid con el Bernabéu cerrado por las sanciones de la UEFA. Para Jabois el fútbol es el último trozo de su vida que se parece a la infancia.
–No puedo con su madridismo.
–Pero si tú también eres del Madrid. Somos de la misma familia.
–Ya, pero yo soy del ala más crítica. Además usted es mourinhista.
–Es que tú eres de la subfamilia pipera que prefiere que el equipo pierda para que todo se vaya a la mierda y largar a los que no te gustan. Es algo dramático. Si el Madrid estuviese entrenado por Mourinho y estuviese jugando la Copa de Europa y en caso de que la perdiera saliese tanto él como Florentino, ¿querrías que el Madrid perdiese?
–Por defecto no quiero que el Madrid pierda nada.
–Pero si la respuesta es sí o no. ¡Te estás escapando…! –que la risa estalle al mismo tiempo es tan inevitable, como esas discusiones de bar entre hinchas del mismo equipo–.
–¿Cuál es su relación con el fútbol?
–Es el único campo de mi vida en el que me expreso con sentimientos. En el trabajo al que nos dedicamos los sentimientos son peligrosos, incluyendo en la política. El fútbol es distinto.
–¿De dónde vienen, en su caso, esos afectos del fútbol?
–El Madrid es lo que me queda de la infancia. Muertos los abuelos, sólo me queda el Madrid. Nosotros no somos los mismos de cuando teníamos seis años. Pero el Madrid sí. Por eso, cuando empieza un partido, siento la misma emoción que sentía a esa edad.
–¿Cuáles son los recuerdos más nítidos asociados al fútbol que guarda de los ochenta?
–Aquel futbol sin nombres en la camiseta crea una reminiscencia. Aquellos señores de bigotes, los campos embarrados. El puro, los viajes con mi padre por Pontevedra, la radio, García, De la Morena… Pienso que ya puesto a recordar la infancia, lo recuperaría todo. Pero yo ya no tengo seis años y el Madrid no puede seguir fichando dos extranjeros al año ni resistirse a alquilar el nombre del estadio.
–¿Queda alguna historia realmente heroica en el fútbol de hoy?
–Ese es el odio eterno al fútbol moderno. A mí sí me gustan los campos llenos de grandes jugadores. Y sí creo que hay un elemento de heroicidad tremendo, porque ahí solo llega uno de cada diez mil millones. Y lo hacen abriéndose camino a patadas. Cristiano, por ejemplo, teniendo que superar circunstancias familiares durísimas; Ramos, un chaval de un pueblo de Camas, prácticamente sin estudios. A veces no entiendo cómo los delanteros llegan al punto de penalti. No hablo de cobrarlo. Sino de cómo no se derrumban en esa carrerilla que los lleva ahí.
–Se lleva muy bien con Florentino Pérez, ¿cierto?
–Tengo muy buena relación con él. No es estrecha pero sí bastante buena. No sé cómo es en una faceta empresarial. Cuando lo veo prefiero hablar de fútbol, no de ACS. Florentino Pérez es un hombre muy madridista y a veces no sé qué tan bueno es eso, porque él sólo quiere los mejores, le da igual que sean del mismo puesto, y eso determina mucho la forma de jugar.
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Jeosm el autor de las fotos de esta entrevista, mantiene en Zenda el blog #Mibiblioteca, y ha publicado en Alfaguara el libro Guerreros urbanos, con textos de Arturo Pérez-Reverte.
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