La crisis que actualmente vive Europa tiene raíces profundas que no cabe atribuir únicamente a crisis económicas o al resurgir de los nacionalismos que las inmigraciones derivadas de los conflictos bélicos están despertando. Si queremos salir de la coyuntura y del regateo político (que por desgracia es siempre de pase corto) hemos de plantearnos como cruda realidad el hecho de que Europa no es una cultura que los europeos tengamos ganada, ni mucho menos. Incluso está ahora más amenazada que nunca. Europa está comenzando a ser un contenido bastante ajeno a los europeos, todavía prendidos a la dinámica cultural que crearon las naciones-Estado en nuestro siglo XIX, con sus consecuentes guerras de afirmación y defensa. Francia, Alemania, España, Italia es para cada uno de los franceses, alemanes, españoles o italianos un contenido mayor que el de Europa, al menos en el imaginario que nutre sus vivencias culturales. Haría bien la Comisión Europea y en concreto los Ministros encargados de asuntos educativos y Culturales en plantearse si no habría que invertir en la formación de una cultura europea tantas cantidades como se invierten en estructuras ferroviarias, bancarias, fondos de desarrollo o cualesquiera otros de los capítulos vinculados a las políticas de cohesión económica. El reto es también la cohesión cultural que la literatura ha propiciado desde siglos y que se está resquebrajando.
¿Qué es una cohesión? Claro está que es una moneda, claro que un mercado, pero lamentablemente no se han planteado el Parlamento europeo, la Comisión y los Gobiernos que por muchas que sean las vías monetarias, de comunicación o mercantiles, Europa solamente será una realidad cuando se cumpla el ejercicio de una identidad cultural de amplios contenidos que acerque a los ciudadanos de cada nación lo que son los otros ciudadanos de las otras naciones que forman eso que llamamos espacio común. Desmantelando como hemos ido haciendo la cultura greco-latina y los contenidos a ella prendidos, desatendiendo progresivamente la lectura literaria y la Historia europea común, nos hemos ido quedando con una estructura económica que no encuentra apoyo en una identidad cultural, en el sentimiento de una empresa y unas referencias compartidas que nos identifique con otros europeos.
Cuando ese gran humanista europeo que fue G.W Goethe, en su conversación con Eckerman de 31 de Marzo de 1827 hablaba de una Weltliteratur (Literatura Universal) como el horizonte al que debían dirigirse los estudios del futuro, estaba precisamente conjugando la defensa de ese ideal de cultura europea, que él mismo había aprendido en los clásicos grecolatinos y en los italianos del Renacimiento y que tanto influyeron en el giro dado a su obra. Frente a las literaturas nacionales, atrincheradas en los espacios de sus propias singularidades, tan a menudo sobreestimadas, Goethe soñaba con un espacio de literatura, llamada universal (mundial) por él, que uniera a todos los hombres de Europa, en una empresa que ayudara a sostener el edificio de la cultura humanista, cosmopolita y abierta, para que tal edificio no fuese arrastrado por la barbarie de los nacionalismos entonces emergentes, a menudo cerrados sobre sí mismos. Por desgracia la coincidencia del nacionalismo con el desarrollo como género de la Historiografía Literaria hizo que Europa se poblara sobre todo de Historias de Literatura nacionales, olvidando ese proyecto de una Weltliteratur anunciado por Goethe y desarrollado solamente por ese tronco de los estudios literarios que se llamó la Literatura Comparada.
Sería el momento, ahora que se está desarrollando el Espacio Europeo de Educación Superior, de repensar los estudios humanísticos y entre ellos los literarios, dentro de un marco europeo. Un espacio Europeo de Educación debe ser algo más que definir estructuras de Grado, Posgrado, y una vertebración de equivalencias en unidades de créditos. Ese burocratismo en que se ha convertido el plan de Bolonia es una broma pesada que camina en contra de la verdadera vertebración que ha de ser cultural, literaria filosófica, histórica en suma. Hay que pensar en que Europa debe ser estimulada en cuanto contenido común en artes, en historia, en pensamiento. Y la Literatura, el conocimiento de lo mucho que nos une, puede ser un elemento excelente de cohesión, del mismo modo que lo es la cultura básica grecolatina y el conocimiento de la Historia y la Filosofía, durante tantos siglos comunicadas. Saber que Kafka es para un español, en tanto hijo de la misma cultura europea, tan suyo como puede serlo Eça de Queiroz o el propio Machado. Caminar hacia esto no es el desideratum de una utopía, sería recuperar un aliento que ya tuvo la cultura europea anterior. Pensar que Shakespeare leyó muy pronto el Quijote, hasta el punto de escribir una comedia sobre tema cervantino, hoy perdida, conocer que Erasmo de Rotterdam además de flamenco era leído por italianos, por españoles e ingleses. O que Marcel Bataillon, un francés, ha dado el mejor libro sobre la influencia de ese humanista flamenco en la cultura de los españoles. Todo eso ha sido, es Europa, como contenido de identificación y orgullo europeos que los ciudadanos deben recuperar en el propio sistema de sus enseñanzas, si queremos que Europa sea sentida como un proyecto de todos.
No puede pretenderse que los ciudadanos amen aquello que no conocen, porque resulta extraño a su vivencia, a su imaginario, a su tradición. Durante el siglo XIX y buena parte del XX, los estudios de Literatura Comparada trabajaron en la dirección de una cultura europea definida por unas tradiciones literarias comunes (el Petrarquismo, el Romanticismo no tuvieron Estado-Nación que los pudiera agotar, se proyectaron más allá de su origen, el primero por ejemplo sobre el francés Ronsard, el segundo sobre le inglés Byron. Toda Europa vivió el spleen de Baudelaire, con la misma fuerza que antes recibió la impronta de la Edad Media Latina, como mostró ese gran libro de Curtius, que acuñó el concepto de gran tópica europea para una serie de motivos recurrentes que proporcionaban unidad a esa cultura. Auerbach pudo escribir un libro como Mímesis pensándolo desde una Cultura europea común a muchas literaturas, precisamente en el momento en que la barbarie nazi le obligó a marchar a Turquía. Pero allí pensó qué debía a los grandes libros de la Literatura de Occidente (Flaubert seguido de Joyce, Rabelais junto a Cervantes, y todos ellos en la estela de Homero y de la Biblia).
Se trataría de volver al espíritu que ha producido esos grandes monumentos de la Cultura Europea que son los libros de Bataillon, de Auerbach, de Curtius, de Ortega y Gasset, tan alemán como español, y lector a la vez de Proust. En una entrevista a ese gran humanista vivo que es G. Steiner, catedrático precisamente de Literatura Comparada, decía que Europa eran sus cafés y esa cultura común de lectores capaces de entender y apreciar a escritores de otras lenguas y otras literaturas que se sienten sin embargo nuestras, de todos los europeos.
El Espacio Europeo de Educación Superior debe plantearse una profunda renovación del sentido de los estudios de Historia y de Literatura, poniendo esos estudios al servicio de ese tronco común de experiencias y vivencias compartidas, que la literatura, la Historia, el Arte y la Filosofía de los europeos han construido como uno de los legados de mayor calado que la Humanidad ha recibido y que, siendo nuestro, nos define, y nos une. Europa es un contenido superior incluso a su Constitución. La Constitución no hace contenido, sino que en todo caso lo refleja o lo consagra. Antes está el vino que los odres. Hay que formar lectores europeos; luego serán votantes, pero antes deben sentirse europeos.
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