¿Por qué será que una de las esculturas más heroicas del mundo luce en una posición… tan poco heroica?
En efecto, la obra maestra de Miguel Ángel, el David, la hermosa escultura tallada en mármol de Carrara (al igual que la Pietà), iniciada en 1501 cuando el artista tenía 25 años de edad y terminada en 1504, hoy se encuentra en la Galería de la Academia, en Florencia, y tiene una postura que no se asocia, por lo general, con el heroísmo.
Más aún: las esculturas que sí identificamos con la temática del héroe no dejan dudas al respecto. Por ejemplo, el Perseo de Benvenutto Cellini, discípulo de Miguel Ángel, la famosa pieza en bronce terminada en 1554 y ubicada en la Loggia dei Lanzi en la Plaza de la Signoria, es una figura que impacta por su grandeza y su aspecto heroico. Allí presenciamos al joven dios victorioso, erguido de pie sobre el cadáver de la temible Medusa, sosteniendo su espada en una mano y la cabeza del monstruo con sus cabellos de serpientes en la otra. Y así suelen ser las obras que encarnan al héroe vencedor.
Sin embargo, ése no es el caso del David. Aquí tenemos al futuro rey de Israel, imponente en su tamaño monumental, detenido en un momento electrizante y singular: el hombre desnudo y poderoso, vulnerable y solitario, en los segundos previos al combate con el gigante filisteo, Goliat. Tiene la honda sujeta en la mano izquierda y terciada sobre la espalda; la piedra mortal en la mano derecha, y la mirada alerta y serena, increíblemente serena, que parece contemplar a lo lejos al enemigo colosal. El coraje del joven, que ante semejante desafío asume esa posición reposada y tranquila, con la inteligencia de su expresión y las arrugas en la frente que delatan la actividad de su mente, más la lisura de la piel como si fluyese la sangre bajo el mármol, contribuyen a generar una abrumadora sensación de majestad y nobleza. No obstante, lo más admirable de parte del creador fue haber vislumbrado la importancia de aquel segundo decisivo, cuando el muchacho gira la cabeza sin miedo, apoyando todo el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha, mientras la otra luce relajada, apenas doblada, y así admiramos al personaje digno y valiente, decidido a enfrentar a un rival de fuerzas claramente superiores.
En otras palabras, para Miguel Ángel el momento de mayor gloria y honor de aquel episodio bíblico no era durante la pelea o al cabo de la misma (como se representó tantas veces), cuando ya no quedaban dudas acerca de su carácter, porque entonces el vencedor podía agarrar la cabeza cortada del gigante, chorreando sangre (como lo haría Cellini), o erguirse triunfante sobre la cabeza cercenada, como lo tallaron otros grandes artistas, entre ellos Verrocchio y Donatello. Era durante los breves segundos anteriores a la batalla, cuando el hombre aún es libre de escoger su camino y puede optar entre huir o encarar al enemigo, y por lo tanto es completamente responsable de su elección. La figura de Miguel Ángel acaba de hacer su admirable decisión. Ha aceptado el reto sin temer las consecuencias, y en aquella libre voluntad está la esencia de su grandeza como ser humano. El David, en suma, no es sólo la figura de un hombre fuerte y admirable. Es la expresión tangible de una decisión, libre y soberana: la valiente opción entre actuar y no actuar (el dilema de Hamlet), enfrentado a un peligro inmenso y real, y cuando morir por una causa es un desenlace poco menos que inevitable.
Por eso, cuando la escultura salió del taller del artista y se instaló en la Plaza de la Signoria, cuatro días después (lo que tardó el amigo de Miguel Ángel, Giuliano da Sangallo, en transportar la majestuosa obra esas pocas cuadras de distancia), y la muchedumbre por fin contempló la figura gigantesca en todo su esplendor, de inmediato se convirtió en el mayor símbolo del valeroso pueblo de Florencia. Y también en el mayor símbolo del heroísmo humano.
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Artículo publicado en El Espectador.
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