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Mato tiempo a domicilio (Arresto domiciliario 25)

Mato tiempo a domicilio (Arresto domiciliario 25)

La aburrición, a veces, nos empuja a tomar medidas drásticas. Hay personas que llegan al extremo de casarse, preñarse o suicidarse con tal de no tener que soportarla. Nunca creí, por ejemplo, que alguna vez el tedio me orillaría a comprar un 3D puzzle, menos desde que en una Navidad le regalé a mi padre un rompecabezas de dos mil piezas que hizo de él un esclavo monomaníaco hasta la madrugada del día de Reyes. Antes que victorioso, el autor de mis días parecía recién salido del sarcófago, luego de sacudirse el desafío que durante tantas noches le arrinconara el ego.

—Te voy a agradecer que nunca más vuelvas a regalarme una porquería de éstas —suplicó, no sin sorna, el autor de mis días, tras devolver las piezas a la caja y vaciar los pulmones de un tirón.

"Parecía muy simple acomodar las 216 piezas de nuestra torre Eiffel de pacotilla, y ocurrió que en seis horas de perfecta abstracción sincronizada mi correclusa y yo no llegamos siquiera al restaurante"

Algunos se envanecen tanto de completarlos que terminan pegándolos y enmarcándolos, a modo de diplomas que visten las paredes de méritos cumplidos y brillosos. ¿Y no son los diplomas, al final, premios a la paciencia? Vamos, que yo tendría mi buena colección si no fuera por tan latoso requisito. Cuando vemos el consultorio de un doctor tapizado de títulos, certificados y reconocimientos, debemos colegir que en el peor de los casos nos tendrá la paciencia de un querubín.

Un rompecabezas a medio llenar funciona entre varones como espina clavada entre esófago, corazón y próstata. No porque las mujeres no puedan resolverlo de mejor manera, sino porque hasta el reto más idiota se transforma en afrenta al honor por obra y gracia de la testosterona. “¡Ya verán ahora todos de lo que estoy yo hecho!”, parecería advertirnos el guerrero a quien ni el alba misma levanta de la mesa. No es que le dé ilusión llegar hasta el final, sino que no soporta la degradante idea de capitular. ¡Delante de los suyos, para perpetuo inri!

Nuestro rompecabezas tridimensional es una réplica de la torre Eiffel, cuyos 324 metros de altura se reducen a menos de medio metro, dato que hasta el momento no logro confirmar porque hace dos semanas que nos atoramos en el final de la primera parte. Parecía muy simple acomodar las 216 piezas de nuestra torre Eiffel de pacotilla, y ocurrió que en seis horas de perfecta abstracción sincronizada mi correclusa y yo no llegamos siquiera al restaurante.

No sabría decir qué clase de placer obtiene uno de los rompecabezas, ni acabo de creer que las terapias de ensimismamiento grupal sean de gran ayuda para la comunicación familiar. Bulle en el aire una tensión latente, multiplicada por los largos y afligidos silencios que cada quien aporta a la diversión. Cargamos entre todos una losa, de la que lenta y esforzadamente desprendemos piedritas insignificantes, por eso en vez del triunfo buscamos el consuelo.

"En términos de contra-aburrimiento, resolver un rompecabezas tridimensional equivale a vivir en la cabeza ocho, diez, veinte largometrajes de agilidad soviética"

En términos de contra-aburrimiento, resolver un rompecabezas tridimensional equivale a vivir en la cabeza ocho, diez, veinte largometrajes de agilidad soviética. Sólo de recordar cuán cerca estuve de comprar el de Camelot, con sus más de ochocientas desquiciantes piezas, siento el peso de Excalibur caer sobre mi testa. Tengo ya suficiente con la humillación de pasar cada día al lado de la torre todavía inconclusa, como en cualquier república bananera, para cargar con un nuevo complejo intrincado, tortuoso y medieval.

Si al fin nos resignamos a terminarla, podremos encender el circuito de luces en miniatura incluidas en la caja, de manera que ilumine la noche a la manera de la original. Más que un simple diploma, sería un trofeo chispeante a la paciencia. Para que las visitas supieran de una vez que es oficial: aquí nadie se aburre.

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