Año de 1944. Cinco años después de la barbarie, el país ha salido del coma, pero sigue profundamente dormido. Más anestesiado aún se presenta el contexto cultural. Quedan ecos de aquel ambiente previo a la guerra, con Federicos y Ortegas, con Benaventes y sinsombrerismos. Ya nada volverá a ser lo mismo, la Edad de Plata ha muerto enterrada bajo miles de cadáveres. Pero a medida que los años cuarenta avanzan, se mueven, quizá por reflejo, algunos músculos del tejido cultural. Lo percibe con claridad Ignacio Agustí, director del semanario Destino, quien propone crear un premio para que ese pequeño espasmo se convierta en vida. Nace así el premio Nadal, cuya primera edición desembarca con un montante de 5.000 pesetas, una fortuna en una situación tal. Todo parece orquestado para que lo gane un crepuscular González Ruano, quien colaboraba semanalmente con la propia revista Destino. Pero el día que expira el plazo para presentar manuscritos entra un paquete urgente en la redacción. Dentro, un mazo de cuartillas: Nada, reza el título. Lo firma una tal Carmen Laforet, nadie la conoce. Gana el premio que más tarde recibirán otros jóvenes como Delibes, Matute, Sánchez Ferlosio o Martín Gaite. Había vuelto la vida.
España es un país de premios literarios. Tanto lo es que fuera del país se ha llegado a decir que aquí no se escriben libros sino premios. Y no me parece mal. Los premios ayudan a predefinir la columna vertebral de una editorial al uso. De este modo, uno puede hacerse una idea evidente del catálogo que ofrecen los grandes sellos con sólo echar un vistazo a ese historial de galardones. Al lector de turno podrán parecerle justos o no en la medida en que se adapten a sus gustos literarios, pero ante la supuesta injusticia tiene una salida muy fácil: optar por otra corriente editorial. Luego están los premios que concede el ente público, necesarios si tenemos en cuenta que un Premio Nacional pone en el candelero a creadores que quizás no lo estarían si hubiera que ceñirse a las leyes del mercado. Dicho de otro modo: se diría que aquí no se premia lo comercial y sí la pura calidad literaria, sin que esto reste legitimidad a los que sí lo hacen buscando cierta rentabilidad económica. En cualquier caso, échenle un ojo al palmarés del Cervantes, y encontrarán una pléyade de estrellas difícilmente igualable.
Entrando de lleno en el premio EspasaEsPoesía, fuente de la última polémica, ya he dejado claro desde el título que defiendo su existencia. Belén Bermejo, su impulsora, creía en el galardón como forma de fomentar la poesía entre lectores jóvenes. Y vaya si lo consiguió. Porque, aunque algunos no lo crean, vender decenas de miles de ejemplares de un género que años atrás no llegaba a medio millar por obra es sinónimo de fomentar. No veo mal tampoco que se fijen en jóvenes cuyos poemas tienen repercusión en YouTube y TikTok: nos guste o no, las nuevas generaciones tienen formas distintas de expresarse. Frente al debate de si tienen o no calidad estas obras, me encuentro dos grupos: los que piensan que esta poética es una bazofia, y los que lo compran, ya digo, por miles. Para los primeros, tengo un mensaje: ya lo dije renglones atrás, hay otras líneas editoriales, echen un ojo al Hiperión o al Loewe, qué sé yo. Para los segundos, también: sigan comprando poesía, que falta hace. Porque la situación editorial después de esta pandemia, así en perspectiva ancha, no es la de 1944, pero poco le falta.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: