Manuscrito encontrado en Barcelona
Ha aparecido entre los papeles de Manuel Vázquez Montalbán el manuscrito de una novela inédita —al parecer, la primera que escribió— de la que nada se sabía y que publicará el próximo otoño la editorial Navona. Se abre un debate interesante siempre que sale a colación este asunto de las obras póstumas, es decir, aquéllas que un escritor nunca llevó a imprenta, bien por inseguridad o bien porque consideraba que aún no estaban cerradas del todo, y que sus herederos sacan a la luz cuando ellos están muertos y no pueden emitir ya dictamen al respecto. Como suele ocurrir en esos casos que no admiten una respuesta contundente o al blanco o al negro, sino que dirimen sus pormenores en una amplia escala de grises, las dos posturas consecuentes resultan tan aceptables que incluso los partidarios de cada una pueden asumir determinados postulados de la opinión contraria. Es aceptable pensar que no debería hacerse público aquello que su responsable quiso mantener en secreto, pero tampoco se puede decir que todos los casos sean similares: Kafka pidió que se destruyeran sus novelas cuando éstas estaban aún inéditas, y Pessoa no vivió lo suficiente para publicarlas en el orden que dictaba su criterio; aun así, si se hubiera cumplido su estricta voluntad —la de no desvelarlos nunca en el primer caso, la de hacerlo según la voluntad del autor en el segundo— no tendríamos noticia hoy de uno y dispondríamos de un conocimiento mínimo sobre el otro, y en ambas hipótesis se habría privado a la literatura de dos nombres que se consideran en nuestro tiempo irrenunciables. En el lado contrario, quienes argumentan la pertinencia de la publicación amparándose en su interés para el conjunto de los lectores y para las instituciones académicas acostumbran a obviar que es posible que su autor optara por mantenerlo en el cajón precisamente porque no estaba seguro de que fuese a complacer a los primeros ni a dejar satisfechas las expectativas de los segundos, y que conservó siempre esos folios —en vez de prenderles fuego o introducirlos en una trituradora de papel— por una cuestión puramente sentimental, si es que no fue su salvaguarda involuntaria y se debió sólo a un simple olvido. Nadie puede negar la relevancia de Manuel Vázquez Montalbán en las letras españolas durante la segunda mitad del siglo pasado. Fue un poeta excepcional, un ensayista lúcido y perspicaz y un novelista que retrató con ironía y tino —aunque a veces incurriera en divertimentos que han soportado bastante mal el paso de los años— los consecutivos estados emocionales de una sociedad en tránsito desde la mediocridad de una dictadura decadente hasta la apoteosis del capitalismo más voraz. Yo, que tengo a Manuel Vázquez Montalbán como uno de los nombres importantes en lo que atañe a la forja de mi educación sentimental y vuelvo a sus libros de vez en cuando con una mezcla de placer y precaución —no siempre envejecen bien las cosas que nos hicieron disfrutar en nuestra juventud—, aguardo ese rescate con unas expectativas que no se fundamentan tanto en la calidad como en su carácter fundacional, y me pregunto si no fue este aspecto el que lo decantó por mantener su primera obra en la sombra: para qué mostrar el germen de algo que ya se fue conociendo en sus versiones más completas o acabadas; de qué sirve mostrar los titubeos iniciales si se conocen ya sus consecuencias más felices. Aun entendiendo esas reticencias —y también a quienes las comparten, o al menos proclaman que deberían respetarse—, no puedo dejar de agradecer que se nos permita ser testigos del alumbramiento. También conocemos el mundo en su versión más evolucionada, es un decir, y sin embargo querríamos tener la posibilidad de presenciar el momento exacto del big bang.
Cualquier tiempo pasado
Una de las refutaciones más rotundas a esa nostalgia presuntamente manriqueña —no dijo Manrique eso en sus Coplas, pero quienes esgrimen el adagio para justificar sus melancolías tienden a omitir el verso que lo antecede— la expuso Félix Grande en un poema memorable que luego reescribió Sabina en una estrofa de «Peces de ciudad»: no son los lugares ni el tiempo lo que añoramos verdaderamente, sino que echamos de menos a aquéllos que nosotros fuimos cuando estábamos en ellos. Me siento a revisar la trilogía de Regreso al futuro, después de muchos años sin verla, y me recuerdo a mí mismo descubriéndola en mi pubertad y caigo en un detalle que se me había pasado hasta ahora y que ilustra bien este extremo. La trama de la película arranca en el año de 1985, que es donde se sitúa el presente de su protagonista, y se fundamenta en el viaje que éste realiza hasta un momento concreto de tres décadas atrás: aquél en el que sus padres se conocieron e iniciaron el noviazgo que terminaría por propiciar su propia existencia. Marty McFly, el personaje que encarna Michael J. Fox, ve así como el presente en el que vive se transforma en pasado —ya no es su tiempo el que habita, sino otro que lo antecedió— mientras lo que fue pasado se torna presente. La ciudad que pisa es la misma en la que ha vivido siempre, pero es a la vez un lugar distinto: no hay apenas centros comerciales y tampoco se ha desencadenado aún la tormenta que destrozará el reloj de la torre; aún son pastos los terrenos donde se construirá la urbanización donde reside —o residió, o residirá— y apenas se ven coches por la calzada, se respira un aire más humano y todo se muestra nuevo o se encuentra por hacer, todavía es porvenir lo que para el atónito Mc Fly fue presente y es pasado en los momentos en que camina por ese otro tiempo y ese otro lugar que fueron pasado para él y que de pronto se ubican en un presente que comparte con los personajes con los que se cruza y con los que ya tuvo trato en su presente-pasado que para ellos es aún desconocido futuro. El regreso a la normalidad, a ese 1985 en el que estuvo y luego dejó de estar y al que ahora vuelve, muestra otra ciudad que es al mismo tiempo idéntica y distinta: hay pintadas en las paredes, suciedad en las aceras, negocios de reputación dudosa en los bajos comerciales, un vagabundo durmiendo en un banco del parque de los juzgados. Pese al deterioro evidente, Marty —satisfecho de encontrarse de nuevo en el espacio y el tiempo en los que le corresponde vivir su plenitud— echa un vistazo alrededor y sentencia: «Qué buen aspecto tiene todo». Luego se dispone a seguir con su vida en ese presente que durante una semana fue pasado y que, a su parecer, era mejor.
La desaparición de Agatha
Hay una gran laguna en la biografía de Agatha Christie, esos once días en los que desapareció y nadie tuvo noticia de ella hasta que la localizaron en un hotel de Harrogate. Ella alegó una amnesia para no tener que rendir cuentas y sus biógrafos jamás han sido capaces de encontrar explicación para esas jornadas en las que consiguió esfumarse, pese a su notoriedad, y pasar inadvertida ante los ojos de quienes se cruzaron con ella. Se dice que la ficción sirve para ordenar la realidad cuando ésta hurta las claves necesarias para su cabal entendimiento, y también aquí se cumple la premisa: hay quienes han tratado de aventurar, en libros y películas, lo que pudo ocurrir en esa semana larga en la que la afamada escritora se convirtió en una suerte de fantasma. Hay hipótesis más o menos imaginativas, más o menos logradas, pero tengo la impresión de que ninguna se aproxima a la verdadera talla del enigma. Viene a ser aquello que dijo Borges: el problema de las novelas de misterio es que, por imaginativa que sea su resolución, nunca logrará estar a la altura del misterio mismo.
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