Todo pasa en un segundo, en un ajetreado mercado brasileño: un niño desaparece sin dejar rastro. La vida despreocupada de su madre, de viaje por América del Sur con su amante y su hijo, se detiene brutalmente. El amor, la traición, la esperanza, la búsqueda de la felicidad en los lugares equivocados y la fe ciega surcan las páginas de A la deriva, de la escritora irlandesa Karen Gillece. Zenda ofrece el comienzo de esta novela publicada por Ático de los Libros y ganadora del premio de Literatura de la Unión Europea.
Capítulo 1
A veces, pensaba que lo veía. Su rostro se me aparecía por las esquinas, donde perdía el tiempo, arañaba las sandalias con el bordillo y balanceaba su cuerpecito de lado a lado mientras movía los pulgares por debajo de la banda elástica de sus pantalones cortos. Lo veía junto a las puertas abiertas de los coches, alzando los brazos para agarrarse al tapizado y trepar por él hasta sentarse en la parte trasera. Estos coches siempre eran modernos y cómodos, de diseño familiar, para las madres que llevaban a sus hijos al colegio… lo cual era una idea descabellada por sí sola, ya que los únicos vehículos en los que habíamos viajado eran una serie de furgonetas destartaladas y abolladas con arcoíris, flores o el sol y la luna pintados en uno de los laterales con una paleta de colores vivos muy variada. Eran trampas mortales psicodélicas. Lo veía correteando por la calle. Su pelo oscuro se levantaba con cada movimiento y la mochila le rebotaba en la espalda, aunque nunca había ido al colegio ni había tenido una cartera. Pero estas alucinaciones no seguían unas normas, y me había acostumbrado a lo absurdas que eran. En ocasiones, veía una mano que lo agarraba, le ayudaba a levantarse, tiraba de él hacia delante y me lo arrebataba de nuevo.
Sufría estos delirios desde hacía un tiempo, aunque no recordaba exactamente cuándo habían empezado. Quizá estuviesen ahí desde el principio. Y era consciente de que las altas dosis de marihuana que consumía no mejoraban la situación. Puede que pensara que, si venía a Irlanda, me libraría de ellas, que sería como sacudir un paraguas para deshacerse de las gotas de lluvia. Pero aquel día, en el tren procedente de Dublín, cuando el sueño empezaba a apoderarse de mí y mi aliento empañaba el cristal de la ventana contra la que me había apoyado, soñé que oía el delicado batir de las olas contra la orilla y que lo veía de pie sobre un banco. Tenía el cabello despeinado, la piel de la parte superior del brazo erizada y una postura orgullosa y feroz. La barriga le sobresalía hacia delante, al igual que la barbilla, y mantenía la vista fija en el mar, cuyas olas bañaban la orilla a un ritmo constante. Hacía mucho tiempo que tenía el mismo sueño, así que, de algún modo, estaba preparada. Ya había ensayado mi papel de espectadora y soñadora; seguía sus lentos pero decididos movimientos y sus pies descalzos, que caminaban con dificultad sobre la arena suave mientras pensaba que los fragmentos de conchas se le debían de clavar en sus delicadas plantas. Nunca hablaba con él ni lo tocaba en esos sueños. Mantenía las manos inmóviles y pegadas a ambos costados del cuerpo al tiempo que caminaba hacia la orilla, como si el mar lo llamara. Al verlo, recordaba sus primeros pasos, la manera en que levantaba las manos a ambos lados del pecho, con los codos flexionados mientras avanzaba balanceándose, preparado para aterrizar en el suelo. Noté la misma sensación en el pecho que entonces, la ligera expectación que se apodera de ti antes de una caída.
Quizá era porque ya lo había soñado antes, o puede que fuese debido a la repentina sacudida del tren cuando se detuvo, pero logré despertarme justo antes de que el agua le salpicara las espinillas y me libré de aquel golpe a traición directo al corazón. A través de la confusión difusa propia del final de un sueño, una voz anunció el nombre de la estación y me percaté de que había llegado. Efectivamente, ya me esperaban en el andén; uno con una sonrisa atenta y ansiosa, y, el otro, el más joven, con una mirada solemne y lúgubre. Me sentí presionada, débil y un poco mareada mientras recogía mis pertenencias. Poco después, bajé al andén y Sorcha estaba delante de mí.
—Lara —dijo.
Me observaba de una forma particular.
Sus ojos eran un reflejo de su alma y en ellos veía mi vida entera y lo que ella pensaba al respecto, la imprudencia de mis viajes, la despreocupación de mis relaciones, mi caprichosa existencia y el hecho de que para ella no era ninguna sorpresa que hubiese regresado como lo había hecho. Pero también vi comprensión en ellos y, cuando me abrazó, me sorprendí al notar que se me acumulaban lágrimas en la base de la garganta. Tragué saliva para desterrarlas a las profundidades de mi estómago. Cuando Sorcha me soltó y dio un paso atrás, vi un brillo en sus ojos mientras me escudriñaba. A pesar de mi férrea voluntad, percibí un antiguo sentimiento de ira mientras me observaba con una mirada triste y melancólica.
—Vamos —dijo con dulzura—. Tengo el coche fuera.
El coche era un viejo Mercedes grande de un tono verde oliva con tapicería de cuero color crema. Era una auténtica joya vintage desvencijada. No le pegaba a Sorcha en absoluto. Al aferrarse al volante, se la veía enana en comparación con la máquina. Estaba sentada en el borde del asiento con la espalda completamente recta y tenía la vista fija en la carretera. Parecía inquietantemente desorientada en un mar de cuero mientras perforaba el ambiente con sus preguntas. Los árboles proyectaban sombras sobre el parabrisas al tiempo que avanzábamos a toda velocidad en dirección al campo y su alegre voz inundaba el espacio que había entre nosotras. Estaba llena de impaciencia y optimismo aunque respaldada por una voz temblorosa que reflejaba sus nervios, que la salpicaban como las gotas de lluvia al caer sobre un tejado.
—¿Qué tal ha ido el viaje? ¿Estás muy cansada? —preguntó alegremente.
—Bien. Ya sabes cómo es, con todas esas escalas. He pasado mucho tiempo en salas de espera.
Avril estaba sentada en la parte trasera del coche sin decir palabra, sumida en sus depresivos pensamientos de adolescente. El tono cantarín de Sorcha me ponía de los nervios. Ya estaba bastante inquieta tras el largo vuelo, y eso por no mencionar las cinco o seis copas de vodka que me habían ayudado a soportar el largo trayecto desde Brasil.
—¿Has dormido en el avión?
—No. Aunque sí he dormido un poco en el tren.
—Bueno, ya es algo. Te llevará un tiempo acostumbrarte —señaló con una ligera vehemencia.
Había ovejas desperdigadas en lo alto de las colinas y las observaba mientras me empapaba de los colores del paisaje del condado de Kerry: la neblina violácea que creaban los árboles en el horizonte y el verde exuberante del césped, incluso a finales de verano. Pensé en el paisaje que había dejado atrás: en las áridas y polvorientas llanuras moteadas de rocas escarpadas y en los cactus que apuntaban hacia el cielo como si fueran dedos espinosos. Me notaba más lúcida ahora que en el tren. De repente, estaba despierta y más alerta de lo que me había sentido en meses. Quizá era por el hecho de haber vuelto, o tal vez fuera porque había escapado de América del Sur y abandonado su búsqueda, pero parecía que tenía los ojos más abiertos, como si estuvieran absorbiendo más cosas. Las vistas, los sonidos y los olores dejaban su huella a través de mis sentidos: el graznido de las gaviotas, el olor ahumado y salado del pasto quemado, pueblos pintados con los colores del arcoíris… Una emoción repentina se apoderó de mí y, cuando empecé a hablar, un torrente de palabras invadió el coche.
—No te imaginas los controles de seguridad que había en los aeropuertos, Sorcha. Y el de Nueva York no fue el peor de todos. En Río me obligaron a coger las maletas y vaciarlas por completo, y ya habéis visto todo lo que traigo. En los demás aeropuertos, revisan el equipaje con una máquina de rayos X o algo así. Pero en Río revisan todo a mano. Y cuando digo «todo», me refiero a todo. Artículos de higiene personal, ropa interior, todo. Un hombre con guantes de látex examinó todas mis pertenencias. Te aseguro que no te gustaría tener que ponerte nerviosa sobre algo que has guardado en la maleta…
Continué explicando más cosas sobre el tema en un esfuerzo por parecer alegre, hasta que oí los nervios que se reflejaban en mi voz. Entonces, vi como Sorcha me observaba discretamente y la consternación que emanaba su mirada. Esa sensación de entusiasmo era nueva para mí. Supongo que se debía a que estaba cerca de casa y a la creciente sensación de que me dirigía hacia una vida diferente, lo cual suponía un descanso del ciclo de días y noches oscuros. Tener tantas posibilidades a mi alcance me aturdía. Pero sabía que debía controlar mi entusiasmo y mis caprichosas emociones.
—Verás cuando lleguemos al pueblo, Lara. Estoy segura de que ni lo reconocerás.
Sorcha se aferraba al volante. La alianza brillaba bajo la luz del sol y me percaté de que sus manos habían envejecido: eran ásperas y la piel que le cubría los nudillos estaba tirante.
No paraba de mirarme de reojo. Trataba de asimilar que su prima, a la que no había visto desde hacía más de quince años, había vuelto. Una ligera decepción se apoderó de su rostro. Era evidente que Sorcha esperaba que compartiese mi dolor en mayor medida. Al ver su expresión mientras me esperaba en el andén me había quedado claro que estaba preparada para recibir a una mujer que seguía rota de dolor, desesperada y sumida en la tristeza y el llanto. Y sí, desde luego que pasé una temporada así, pero había aprendido que vivir en esas condiciones te dejaba sin energía y te consumía el alma. Tarde o temprano debes tomar una decisión: sucumbir a la tristeza eterna o recomponerte, armarte de valor y tratar de cambiar la situación. Y, de acuerdo, algunos días ser valiente era más difícil que otros, pero hacía dos años desde que lo había perdido y, en ese tiempo, había aprendido unos cuantos trucos.
Sorcha no era mi persona preferida del mundo, y puede que aquella tarde no fuese justa con ella, dada la historia que había entre nosotras. Pero algunas heridas se infectan. Supongo que todavía me molestaba el modo en que había utilizado su útero para sabotear nuestros planes, los míos y los de él, hacía muchos años. Mientras miraba por el rabillo del ojo a mi prima, que era el familiar vivo más cercano que tenía, observé cuánto había cambiado, de la manera en que lo hacen las mujeres. Solo era dos años mayor que yo, así que tenía treinta y seis. Había ganado un poco de peso, lo cual es inevitable después de tener hijos, pero, aun así, me sorprendió. Aún tenía los ojos del azul más claro que jamás había visto, eran grandes y estaban rodeados por unas pestañas largas cubiertas de una máscara de pestañas pegajosa que le dotaba de una expresión de asombro. Me pregunté si se habría maquillado por mí. Sus rizos rubios se habían convertido en bucles pequeños e hirsutos a lo largo de los años, como si la tensión en su cuerpo hubiese afectado a su cabello. Tuve que aguantarme las ganas de inclinarme hacia ella y estirárselos. Pero sus delicadas facciones, como las de una muñeca, eran lo que más había cambiado. Tenía una expresión seria y cansada en el rostro a pesar de su buen humor resuelto. La repentina sensación de calidez que sentí por ella me sorprendió y el paso del tiempo restó importancia a todos aquellos duros recuerdos. Me planteé un nuevo propósito: dejar que el pasado quedara en el pasado. Casi oí el sonido que hacía el papel al pasar página en mi interior.
—Me alegro de verte —dije de repente.
—Yo también me alegro de verte, Lara —contestó al cabo de unos segundos a causa de su sorpresa inicial—. Estábamos preocupados por ti. Después de todo lo que ha pasado… Me alegro de que hayas vuelto a casa.
«Casa». La palabra resonó en el silencio mientras pasábamos por Killorglan y Glenbeigh. La carretera serpenteaba a través de un valle antes de emerger y revelar la vasta extensión del mar. La luz brillaba sobre la superficie del agua, una gran masa de agua que llegaba desde el Atlántico abrigada por dos penínsulas que adquiría un color azul oscuro cuando el sol vespertino lo bañaba con su esplendor. Había olvidado lo hermoso que era y, de repente, me sentí emocionada mientras observaba por la ventanilla, me mordía una uña y el sol me calentaba la mejilla. La calidez de las posibilidades que se extendían delante de mí me invadió de nuevo, como si estuviese a punto de empezar otra vez, como si ya hubiera pasado lo peor.
—¿Crees que ha cambiado mucho? —preguntó Sorcha.
—No lo sé. Las colinas parecen más pequeñas.
—¡Comparadas con los Andes, seguro que sí!
Su cálida y melódica risa inundó el coche.
—Supongo.
—Espero que tengas fotos. Todos nos morimos de ganas de ver las fotografías de tus viajes, ¿verdad, Avril? —Su hija permaneció en silencio en el asiento de atrás, con el ceño fruncido mientras miraba por la ventanilla—. ¡Seguro que has hecho cientos de fotos! —insistió Sorcha.
—Vale.
No iba a contarle que había tirado todas las fotografías desde lo más alto del Pan de Azúcar, en Río de Janeiro, y que observé cómo las arrastraba el viento por la amplia bahía antes de esparcirlas como si fueran confeti. Fue un acto tan dramático que atrajo público. Me deshice de quince años, los arrojé al viento con un simple movimiento. Fue un impulso que después identifiqué como dramático e indulgente. Recordé que me di la vuelta antes de que cayeran del todo, ya que no quería saber dónde habían aterrizado. Tenía miedo de arrepentirme e ir a buscarlas en el último momento. En su lugar, me marché y me dirigí al teleférico de nuevo con una sensación de entumecimiento que se extendió por todo mi cuerpo.
—Bueno, hemos preparado la casa para tu llegada, ¿verdad, Avril?
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Autor: Karen Gillece. Título: A la deriva. Editorial: Ático de los libros. Venta: Amazon y Casa del libro
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