Postal sonora de Asunción
«Debés de ser la primera persona del mundo que viene a descubrir América y empieza por el Paraguay.» Me lo dijo un publicista argentino en el atardecer de mi llegada a Asunción. Llevaba ya unas cuantas horas allí —el avión había aterrizado en el Silvio Petirossi con la primera luz de la mañana— y mis impresiones no podían ser más desoladoras. En mis paseos iniciáticos de aquel día, Asunción me había parecido una ciudad fea, destartalada, inhóspita, y las cuatro o cinco jornadas que aún tenía que pasar en ella antes de poner rumbo a la Argentina se me antojaban un inmenso erial que tendría que atravesar con más resignación que interés. «Entiendo perfectamente lo que decís», me consoló el publicista, «pero también te digo que en Asunción se llora dos veces: una al llegar y otra al dejarla.» Me lo tomé en aquel momento como una exageración, pero cuando unas pocas noches después me vi cenando en una terraza con vistas al Palacio de López, consciente de que aquéllas eran ya mis últimas horas en la ciudad, un premonitorio ataque de nostalgia me obligó a darle una razón que no se ha desvanecido con el tiempo. Por mucho que me deslumbrara el fervor cosmopolita de Buenos Aires, por grata que me resultase la melancolía lluviosa de Montevideo, siempre que recuerdo mi primera incursión en tierras americanas termina primando el especial cariño que me inspiró la maltratada capital paraguaya. Por eso me gusta recibir de cuando en cuando noticias de Fernando Fajardo, que dirige allí el Centro Cultural Juan de Salazar, erigido tras una encomiable trayectoria en referente cultural de una ciudad ansiosa de expectativas; de Silvia Villalba, que me hizo de cicerone en los primeros días y me brindó una clase magistral sobre la historia del Paraguay y sus ecos en el presente; o de la poeta Shirley Villalba y sus compañeros de la tertulia Literaity, que me regalaron una velada inolvidable en una balaustrada de la calle Chile la misma noche en que por aquellas latitudes quedaba inaugurada la primavera. También disfruto mucho siempre que sé algo de mi tocayo Miguel Jiménez Buendía, que es con quien más he venido hablando desde entonces y que me escribe para contarme que acaba de tomar cuerpo la primera edición de Remezcla tu ciudad, un proyecto en el que diez artistas asuncenos —más dos invitados, la española Le Parody y el argentino Villa Diamante— se han dedicado a captar atmósferas sonoras para alumbrar otras tantas composiciones que aúnan todos los sonidos que a diario rompen el silencio en la urbe y proponen un itinerario inesperado y gozoso en el que el folclore dialoga con la música electrónica y ésta se entremezcla con las cadencias del hip-hop. Atendiendo a los sonidos que el proyecto pone a disposición de todos aquellos que los quieran emplear en sus composiciones, me he dejado extraviar en un mosaico de recuerdos que abarcan desde aquellos amaneceres con el sol elevándose desde la otra orilla del río Paraguay hasta el bullicio jovial de las músicas indígenas que se dejaban oír por los recovecos ajardinados de la Plaza Uruguaya, pasando por el trajín humano y automovilístico que a ciertas horas inundaba la calle Palma o el trajín de los artesanos y vendedores que instalaban sus casetas en la Plaza de la Libertad. Entregado a esas reminiscencias que se me iban dibujando en la memoria mientras los oídos se centraban en los registros de ese discurrir auditivo de la vida, pensé lo que pensé en aquella última cena solitaria, con la silueta iluminada del Palacio de López perfilándose ante mis ojos en una noche hermosa y cálida, como esos sueños que terminan bien: que me gustaría volver por Asunción alguna vez a reencontrarme con sus paisajes y su gente, que a veces los lugares que uno visita sin la menor expectativa terminan siendo los que con más fuerza arraigan en el corazón, y que hay ciudades que merecen mucha mejor suerte que la que la historia ha querido depararles.
La historia y la ficción
Ocurrió hace unos meses, cuando Laurent Binet publicó su novela Civilizaciones (Seix Barral) y desde antes de que llegara a las librerías se alzaron en España voces que clamaban contra los desprecios que en sus páginas se hacía al imperio español en general y, especialmente, a las figuras que habían jugado un papel primordial en el descubrimiento de América. Poco importaba que desde el principio el propio autor insistiese en la vocación ucrónica de su artefacto —por lo demás, evidente— y que su anterior obra, La séptima función del lenguaje, basara su andamiaje en un cuestionamiento irónico de, vamos a decir, determinados mitos culturales. No es exactamente el mismo caso, pero el reciente estreno de una serie sobre El Cid ha vuelto a provocar la reacción airada no ya de quienes dudan de la veracidad histórica de ciertas recreaciones —una cuestión ineludible, aunque también bastante estéril, cada vez que se aborda el pasado desde el presente—, sino de quienes cuestionan la visión que en los capítulos se ofrece del personaje que le da título y razón. Este asunto, que casi siempre tiene más que ver con los postulados de partida de quien juzga que con lo que verdaderamente se deja traslucir, resulta curioso al abordar la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, cuyo paso a la posteridad se produjo gracias en buena medida a un poema que se escribió un siglo después de la muerte de su protagonista y que no deja de ser una mistificación cosida y recosida a partir de una serie de composiciones que los juglares iban interpretando y readaptando con el paso de los años. Así, plantear que el rigor histórico de la serie debe evaluarse en función de su fidelidad al contenido del Cantar de mio Cid o de la leyenda de la que emanó el texto resulta, cuando menos, incurrir en la falacia, pero negar a los responsables del guión cualquier competencia para salirse de la norma e inventarse un Cid a su medida implica un recurso a la totalidad de toda la historia de la literatura —y aun me atrevería a decir del arte en general—, cuyos mayores hitos se producen cuando el talento y la osadía aúnan fuerzas para subvertir estereotipos. No otra cosa hizo Garcilaso de la Vega cuando incorporó la métrica italiana a un idioma que a priori no estaba preparado para la musicalidad endecasílaba, ni tuvo una inclinación muy diferente Cervantes cuando su ingenioso hidalgo se puso a cabalgar por la Mancha para burlarse de los tópicos que se encadenaban en los libros de caballerías; el inefable Laurence Sterne urdió su magistral Tristram Shandy como una impugnación a los principios básicos de la novela, y James Joyce, en fin, transformó en su Ulysses al homérico Odiseo en un vulgar individuo que recorre Dublín con sus quehaceres rutinarios. No me gustó Civilizaciones —que considero bastante inferior a las dos novelas anteriores de su autor— ni he visto aún un solo capítulo de la serie sobre El Cid, pero tanto derecho tiene Binet como los responsables de ésta a hacer lo que les venga en gana con la historia, dado que hablamos de ficciones y las ficciones, que carecen de otra norma que no sea la verosimilitud del aparato discursivo que ellas mismas engendran y destruyen —y ni siquiera siempre—, deben juzgarse en función de su propia factura y no a partir de si se atienen o dejan de atenerse al referente que las propicia.
Un cura de aldea
Leo las declaraciones sobreactuadas que vierten algunos obispos y sacerdotes a propósito de la ley de la eutanasia y, como siempre que se desencadena el ruido de sotanas, me acuerdo de aquel cura de los Oscos, una hermosa y lánguida comarca del suroccidente asturiano, que daba unas homilías célebres a las que acudían tanto los feligreses de su parroquia como otros muchos que se desplazaban desde los pueblos vecinos. En una ocasión, se puso a explicar la pasión y muerte de Jesús con tanto arrebato y tanto verismo que dos beatas que se encontraban en la primera fila del templo no pudieron aguantar la emoción y rompieron a llorar con desconsuelo. Él, en cuanto se percató, se acercó a ellas y les dijo: «Pero no lloren, señoras, que esto que les cuento sucedió hace muchos años y a lo mejor ni siquiera pasó de verdad».
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