Cuando éramos jóvenes teníamos sueños. También creíamos cosas. Hoy no creemos ni en la solidez de los puentes y nos tentamos la ropa cada vez que tenemos que cruzar uno. Hoy no profesamos otra fe que la de que nunca estaremos mejor que ahora mismo. Hoy no profesamos otra fe que la de la inexistencia de futuro, fe que adquirimos el día que la carretera (o el cáncer) se llevaron a alguien cercano y aún más joven que nosotros.
A los científicos que examinan el espacio exterior parece guiarles la convicción de que hay por ahí “algo” (y, puestos a pedir, “algo” que ha de ser “similar” a “nosotros”), aunque la incapacidad que demuestran a la hora de definirlo (más allá de la vaga identificación con “nosotros”) es aterradora. Si les preguntas, dudan aturdidos para terminar exclamando muy alterados “¡pues entes conscientes!” O sea, conscientes de sí, igual que los independentistas catalanes, por ejemplo, encantados de proclamar cada dos por tres que “nosaltres, els catalans”, patatín, patatán. Como si “nosaltres, els catalans” significara “algo” y, sobre todo, “algo” distinto de “nosotros, los españoles” o “nosotros, los cultivadores de naranja valenciana con D.O. controlada”.
Un ser vivo es un logro, pero si es capaz de decir “yo” o “nosotros” ya es la pera limonera. Y eso que una de las cosas más tontas que nos pasan (y que más a mano tenemos) es la “identidad”. Yo no sé si tendrá algo que ver con la “entidad”, o sea, con la sustancia o meollo de las cosas. En todo caso, con lo “idéntico”, eso seguro. La identidad, aunque sea sin carnet, identifica. Es decir, que equipara.
Y es que si venimos de algún sitio es de una idea, todos de la misma, seamos blancos, verdes, azules, extremeños, béticos o cantautores. Luego van y quitan a Platón porque dicen que no es útil. Y así andan los niños, agilipollardaos violando niñas y sin una sola idea en la cabeza. Vamos, que no se enteran.
Para evitar tanta gilipuertez, más Filosofía.
Uno, que tiene más ideas que achaques, tiene también más identidades que cromos y en consecuencia cruza fronteras como quien cruza la calle. Las fronteras en realidad no existen, bueno sí, pero en la cabeza, donde andan a empujones con las pulsiones, las frustraciones, las creencias y la angustia vital, que es una pesadez.
Es curioso que habiendo tantas identidades—, más que lentejas—, cada día aparezcan más. Aparte “cultivadores de naranjas con D.O. controlada” tenemos “centristas”, “comunistas”, “perfumistas”, “feministas”, “impresionistas”, “navarros”, “navajos”, “exploradores”, “escritores”, “recaudadores”, “regidores”, “jefes de sección”, “jefes de negociado”, “jefes de cocina”, “jefes indios”, “indios” a secas, “hindúes”, “elegetebés”, “atléticos”, “atléticos elegetebés” y hasta “amantes del cine de Christopher Nolan”. Será por identidades. Las identidades, como las fronteras, se prodigan más que los virus. Y es que, como los virus, son extraordinariamente contagiosas: un fulano levanta aquí una frontera llena de identidad, la que sea, y a otro le falta tiempo allí para levantar otra más. Como no, llena de identidad también.
Yo, que no soy nada, me sorprendo al comprobar la multiplicación identitaria en la que se regodean mis semejantes porque, con más frecuencia de lo que se suele creer, el entusiasmo identitario conduce al desastre. Y es que empiezas teniendo una identidad y acabas matando gente que tiene otra: gente que cree que es “negra” o “heterosexual” o “vegana” o “miembro de los boy-scouts”. Lo de las identidades no se acaba nunca. No es raro que me eche a temblar cada vez que un periódico proclama que los “científicos” han “descubierto” (a cualquier cosa llaman hoy “descubrir”) un planeta “similar” a la Tierra en la otra punta del Universo. “Bastante mierda tiene ya éste, por ejemplo identidad”, reflexiono, “como para andar por ahí replicado”.
En fin, que en vista de la proliferación de identidades y banderas, me pido la blanca, me rindo y me echo a dormir. Y que me registren.
Buenas noches.
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