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A mucha honra

Una superviviente

Hace muchos años, no recuerdo dónde ni cómo, tuve noticias de la Fuente de Cabestreros y quise ir a conocerla en cuanto se me presentó la ocasión. No se conoce con exactitud su origen, aunque es seguro que existía ya en el siglo XVII porque aparece documentada en el plano de Teixeira. Recibió ese nombre debido a que por sus alrededores andaban establecidos los trabajadores del cáñamo, que se ocupaban de elaborar los ramales o cabestreros para las caballerías. Sus aguas, que procedían del Bajo Abroñigal, abastecían por entonces tanto al vecindario como a las monjas del convento de Santa Catalina del Sena, que se derribó hace cuatro décadas debido a su mal estado y en cuyo solar se abre hoy la plaza que lleva el nombre de Nelson Mandela. Cuando ocurrió esto, la minúscula fuente ―a la que también se dio el nombre de Fuente de los Machos porque, de acuerdo a una leyenda urbana que no sé si está lo suficientemente contrastada, los hombres que bebían de sus caños veían potenciada su virilidad― ya había mudado su apariencia. El Ayuntamiento de Madrid la remodeló en 1934 y en ese pequeño hito de una dilatada historia radica su excepcionalidad. La reforma incluyó la instalación de un frontispicio con la inscripción República Española que, sorprendentemente, no fue extirpado ni borrado cuando un lustro después las tropas franquistas consiguieron tomar el mando de la capital y se implantó en toda España la dictadura que amedrentó a un país entero durante casi medio siglo. Por razones que nadie me ha explicado y que no veo consignadas en ningún sitio, la placa sobrevivió a las infamias prolongadas del régimen infausto. Podría aducirse que poco tenía que importar a las autoridades lo que pasara o dejase de pasar en Lavapiés, un barrio cuyas gentes bien poco o casi nada podían hacer para derribar el flamante statu quo impuesto por los vencedores, porque es sabido que éstos no se arredraban a la hora de aniquilar todo cuanto remitiera o recordara al enemigo, por inocuo o marginal que fuese. Tiendo a creer, por ello, que fueron los vecinos del lugar los que se ocuparon de esconderla, quizá tras unas tablillas de madera o con cualquier otro subterfugio, bien por simpatía hacia la democracia abolida ―lo que es tanto como decir por rebeldía frente a sus exterminadores― o bien porque rechazaban que ese escenario de su cotidianidad se viera alterado por la vesania de quienes habían llegado para convertirlos en cautivos. Lo importante, con todo, es que la fuente ahí sigue, con su frontispicio intacto, como si diera un corte de mangas a la historia ―«os muestro lo que pudo ser», «no olvido lo que fue durante un tiempo»―, y causa cierto desconcierto entre los desavisados que pasan por allí y tienen la curiosidad de detenerse a leerlo, que tampoco es que sean demasiados. Es por eso por lo que me cae tan bien esa fuentecita y por lo que me acerco a hacerle una visita de cuando en cuando, y más ahora que está conmemorando su aniversario nonagésimo: tiene el descaro, la osadía y la gracia que caracterizan a los mejores supervivientes.

El mito de lo elitista

"Ni Cervantes ni Shakespeare fueron autores considerados complejos o elitistas mientras vivían y estaban en marcha sus obras"

En su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, Javier Cercas se pertrecha de argumentos con los que desmontar el mito de que sólo la buena literatura es aquélla que persigue la aprobación de los lectores elitistas ―entendiendo como tal aquella cuya complejidad textual evita que resulte asimilable por quienes no disponen de una determinada formación o de un bagaje lector que les permitan afrontar sus exigencias― y pone como ejemplo a los que precisamente encabezan el panteón de ilustres más venerados por las instancias académicas ―depositarias, por definición, de las esencias del elitismo― y de quienes se autoproclaman ilustrados o eruditos con el único fin de establecer una frontera entre ellos mismos y aquellos a quienes juzgan integrantes de la plebe. En efecto, ni Cervantes ni Shakespeare fueron autores considerados complejos o elitistas mientras vivían y estaban en marcha sus obras, y ambos gozaron ―el primero con el Quijote, fundamentalmente; el segundo con sus obras teatrales―  una aceptación que podríamos calificar hoy de multitudinaria, pese a que en este tiempo nuestro se los haya encerrado en la vitrina de los clásicos venerables e indiscutibles y poco menos que se recomiende ponerse guantes antes de abrir sus libros, para no contaminarlos. Por el contrario, otros escritores que fueron menos aceptados en su momento o cuyos libros se calificaron de difíciles ―caso del Moby Dick de Melville―, si es que no se ignoraron directamente ―es recurrente el ejemplo de Kafka, aunque fuese por la propia voluntad del autor― se han ido reimprimiendo y vendiendo y leyendo a lo largo de las épocas siguientes, convirtiéndolos en bestsellers o longsellers y destripando así la leyenda de su adscripción irrevocable a los predios de lo minoritario. Hay más ejemplos que abundan en la historia reciente de la literatura ―se podrían mencionar La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson; o Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; o La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; o Pedro Páramo, de Juan Rulfo; o El nombre de la rosa, de Umberto Eco; o El año de la muerte de Ricardo Reis, de José Saramago; o La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza; o El jinete polaco, de Antonio Muñoz Molina; o Corazón tan blanco, de Javier Marías; o El cuento de la criada, de Margaret Atwood; o el Lazarillo de Tormes, por finalizar la enumeración con un retorno a los clásicos― que aunaron su calidad literaria con una excelente recepción por parte de los lectores, quienes demostraron así que no sólo no son reacios a aceptar los buenos textos, sino que los acogen o se dejan interpelar por ellos siempre que sintonicen de alguna forma con sus intereses. Por las mismas, el rechazo a determinados géneros que por sistema gozan de una acogida amplia tampoco obedece a más razones que las del puro prejuicio ―ahí están Raymond Chandler o Dashiel Hammett o Chester Himes en el ámbito del policiaco, sin ir más lejos―, y oponerse a ellos es situarse en contra de unos libros que estimulan la afición por la lectura a mucha gente que quizá no se iniciaría en ella de otro modo y a la que en parte pueden conducir hacia otra clase de obras a las que de ninguna manera habrían llegado si no hubiesen pasado antes por ese punto de partida. Decir que la única lectura digna de tal nombre es aquella que entraña un cierto sufrimiento ―o un placer derivado de aquél, tanto da― no es sólo una falacia fácilmente desmontable, sino que equivale a sostener que no es un hábito que pueda adquirir cualquiera y a clasificarla, por tanto, como un lujo al alcance de unos pocos entendidos, lo cual hace un flaco favor a la literatura y también a ellos mismos, aunque no terminen de entenderlo.

Un epitafio

"Se lo había advertido uno de sus maestros, Fernando Fernán Gómez, tiempo atrás: en España la fama es una cosa muy pequeñita, muy doméstica, muy de mesa camilla"

Enmienda la plana José Sacristán, desde la tarima de la Biblioteca Nacional y en el transcurso de una gratísima conversación con Jesús Marchamalo, a quienes en España se lamentan de cargar sobre sus hombros el peso de la fama. «Marlon Brando nació en Omaha, Nebraska, y yo nací en Chinchón. Si tú vas a Chinchón y dices el nombre de Marlon Brando, el noventa por ciento de los vecinos saben a quién te estás refiriendo, pero si vas a Omaha y mencionas a Pepe Sacristán, nadie tendrá ni puta idea de lo que le estás hablando». Se lo había advertido uno de sus maestros, Fernando Fernán Gómez, tiempo atrás: en España la fama es una cosa muy pequeñita, muy doméstica, muy de mesa camilla, muy de andar por casa. Y tampoco hay por qué lamentarlo. Una noche, en Tarifa, Sacristán salió del teatro en el que acababa de representar la función que lo había llevado hasta allí y se fue a dar un paseo por las calles medio desiertas de la ciudad anochecida. Se cruzó en un momento dado con dos jóvenes que se lo quedaron mirando. Evidentemente, su cara les sonaba de algo, pero no terminaban de identificarlo. De pronto, uno de ellos elevó hacia él su dedo índice y exclamó: «¡Tú eres el que hacía de reír en las películas antiguas!». Sacristán, al escucharlo, pensó: «Coño, ya tengo mi epitafio». Y a mucha honra.

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