En un estupendo ensayo de seiscientas páginas llamado Mis héroes, el filósofo Tomás Abraham relee a Tulio Halperín Donghi y sintetiza astutamente lo que pensaba el gran historiador acerca del peronismo: un autoritarismo plebiscitario que si bien no era fascismo —decía— no dejaba de ser “una tentativa de reforma fascista de la vida argentina”, un régimen basado en la intimidación. También es cierto que Halperín detectaba en el movimiento creado por Perón raíces del humanismo paternalista y del socialcristianismo, y le reconocía un “proceso de democratización que nuestro país desconocía hasta ese momento”. Pero consideraba que se había espiralizado en el “encuadramiento de los humildes”, haciendo del “soborno una estrategia eficiente”, y que por lo tanto había sido una oportunidad perdida. Agrego de mi cosecha que los nacionalismos corporativos del siglo XX, específicamente el sistema del Duce que tanto admiraba el General, consideraban el trabajo, el orden y la educación como pilares esenciales de su praxis. Los cuadros políticos del peronismo original convergían en torno del proletariado industrial; los actuales se aferran a las cajas del Estado. Los primigenios se consideraban herederos del laborismo; los contemporáneos califican como “neoliberales” a quienes dan trabajo y sospechan de quienes pretenden progresar en la actividad privada. El justicialismo de Perón amaba a la policía; el camporismo de Cristina idolatra a los delincuentes. Y todo comenzó cuando el peronismo post mortem, atravesado por las ideas de los escritores setentistas, confundió el durazno con la pelusa y los ministerios de Trabajo y Economía con la Fundación Evita, haciendo así no una opción por los pobres y los obreros, sino por la dádiva y al final por el lumpen. Todas esas metamorfosis decadentes se llevaron a cabo a lo largo de décadas en el gran laboratorio del conurbano bonaerense, y un breve vistazo al gran bastión del PJ, pasado por el tamiz de una pandemia mal gestionada, muestra tres problemas candentes: el catastrófico resultado de aquel descomunal malentendido histórico, la actual situación explosiva que experimenta el territorio y el terror de la arquitecta egipcia a que todo vuele por el aire. Ese miedo profundo no es zonzo sino lúcido, aunque la terapia para conjurarlo resulte tardía y carezca de realismo y sentido común. Más aún: las “soluciones” que se le ocurren agravan el problema. La administración de su Rasputín —para escándalo de Perón— desdeñó la seguridad, militó con enjundia el cierre de las escuelas y detonó el trabajo en negro, que es el principal sustento no solo de una clase media que se vino abajo en pocos meses sino de muchos beneficiarios de los planes sociales que figuran falsamente como “desocupados”. El conurbano se encuentra en un punto crítico absolutamente desconocido, incluso para los más baquianos: allí un nuevo y desesperante 2001 ya tuvo lugar, la inflación lastima más que en cualquier otra latitud, regresó el trueque a los barrios y la gente saca los muebles y la ropa a la calle para canjearlos por cualquier cosa, y los hombres y mujeres con oficio venden sus herramientas para comer. El analgésico —en forma de subsidio— mantuvo al enfermo medianamente compensado, pero la infección fue avanzando en silencio, ya provoca dolores insoportables y amenaza con una septicemia.
El gobernador, un cheto sabelotodo y encapsulado, es detestado por los propios intendentes e ignorado por los vecinos: no transmite calidez ni produce la menor empatía frente al sufrimiento popular, y sus ideologizados anatemas son escuchados en sordina y como si fueran proferidos en esperanto. Los algodones que sindicalistas y piqueteros suelen ponerle a cualquier cacique peronista están empapados en alcohol profiláctico, y los barones del palo no logran ser oídos (habitualmente tienen que llamar a la gente de Massa o a los legisladores de Vidal para que medien o ayuden a destrabar temas elementales) y tampoco consiguen que Nación y Provincia coordinen acciones contra la inseguridad (los equipos de Frederic y Berni no se hablan). Sigue creyendo el kirchnerismo que esa es una preocupación de “la derecha” y que la policía es la “represión”. La brusca y extrema pobreza no convirtió a casi ninguna persona en ladrón o secuestrador exprés; la inmensa mayoría de los delitos son perpetrados por reincidentes que fueron excarcelados, y los delitos arrecian, principalmente el femicidio y los atracos en casas, que los marginales glorificados por Zaffaroni y el Vatayón Militante ahora roban con la mismísima gente adentro, y con gran predilección por los ancianos indefensos, que son intrusados y torturados hasta quitarles el mínimo ahorro. El 90% de los bonaerenses, gente laburante que es presa habitual de estos “mártires” del ultragarantismo de Palermo Hollywood, se está radicalizando de manera peligrosa. En nombre de un presunto humanismo la única ley que promueve el “Estado presente” es la ley de la selva. Y todos juegan con fuego.
A la destrucción de las changas y el empleo formal e informal, y el jubileo para narcos y asaltantes y la indefensión de los ciudadanos de a pie, se sumó el drama de las escuelas cerradas, que no es únicamente una tragedia educativa y una calamidad cognitiva a largo plazo, sino una pesadilla inmediata de desorganización y desamparo para los padres, que no pueden sostener en el tiempo esa irregularidad doméstica. Los chicos más vulnerables, que son millones, permanecen día y noche en la calle: los que provienen de la clase media deben ir a buscar la droga; los carenciados tienen que esquivarla porque los rodea. El negocio de los “transas” avanza con más contundencia que cualquier política asistencialista. Que por cierto ya solo beneficia a los aparatos: allí los punteros de las organizaciones tienen un poder absoluto, y reparten premios y castigos; hay dos categorías que equivalen al cielo y al infierno en las escalas bajas: amparados y desamparados. Los primeros son incluidos si se portan bien; los segundos son borrados de los beneficios. El poder de quienes manejan la nómina es arbitrario e inmenso. Y aquellos cientos de miles que viven al día —cuentapropistas, feriantes, pequeños comerciantes— debieron recurrir en estos largos meses a usureros de la falopa para mantenerse a flote, con las consecuencias del caso. Todo esto se combina con los vacunatorios clientelares de La Cámpora y sus sindicatos y asociaciones afines, y municipios con zonas de miseria desesperante que “ahorran” presupuesto para regalar billetes a granel recién diez días antes de los comicios. Prácticas abominables que se hacen a la vista de todos, y que están mellando la imagen de la Pasionaria del Calafate, a quien acusan por esta suma de pecados y desgracias. Para evitar una foto lacerante —pacientes del covid que no tienen cama en los hospitales— han generado todo un álbum de fotos espantosas, y en consecuencia, un caos creciente, una bronca general y un conjunto de demandas anárquicas cruzadas. También un conurbano blue, donde no se guardan los protocolos ni se acatan las leyes de imposible cumplimiento, y que es una enorme turbina de contagios. Éste es el escenario que la vicepresidenta contempla con el alma en vilo, y la razón de esta suerte de cisma en cámara lenta que mantiene con quienes impulsan medidas “fiscalistas” y un arreglo con el Fondo. La prioridad es calmar a los indignados, diferir la bomba y ganar las elecciones. La fisura interna ya es más grave que la grieta.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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