La primera vez que asistí al fin del mundo tenía ocho años. Fue tan fuerte el impacto emocional que permanecí de pie frente al televisor a lo largo de toda la película, incluso durante los cortes publicitarios, y al final sentí tres cosas: un cierto alivio, una especie de atónita decepción y un intenso dolor de pantorrillas. Todo se había iniciado con un enorme meteorito, que abría un cráter en las afueras de un pequeño pueblo, y que ocultaba en su interior una nave espacial. Tres paisanos intentan enseguida confraternizar con los extraterrestres, pero son pulverizados impiadosamente por un rayo. Los expertos se dan cuenta de que los visitantes provienen de Marte, que cientos de meteoritos similares están cayendo en distintos puntos de la Tierra y que se trata de una campaña de exterminio y dominación. Con los nervios crispados, esperé entonces que los marines los atacaran con granadas y artillería, pero un escudo invisible protegía a los malparidos de cualquier disparo. La devastación del planeta avanzaba, y nadie podía detener esa marcha triunfal: compenetrado en la acción, yo sentía que los invasores estaban a punto de sobrevolar Buenos Aires y arrasar el barrio de Palermo. La última esperanza era la bomba atómica, que la Fuerza Aérea finalmente arroja, aunque sin hacerles mella. Hay pánico masivo y esas máquinas levitantes, con su terrorífico ojo móvil, flotan por las calles detonando edificios y triturando vidas. Cuando están por alcanzar al héroe dentro de una iglesia abarrotada y apocalíptica, resulta que sobreviene la mayor de todas las sorpresas: las máquinas de pronto se detienen y los marcianos van pereciendo uno tras otro. La explicación que se da me reconforta, pero no me satisface, y me quedo días y días pensando en ella; los omnipotentes, los invulnerables, no tenían defensas frente a los seres más ínfimos de la Creación: los virus y las bacterias. Vaya ironía.
La célebre fábula de Wells, en esa insuperable versión de clase B, tuvo toda clase de remakes, en todos los formatos posibles (incluyendo la radiofónica de Orson Welles, la paródica de Tim Burton y la épica de Spielberg). Pero para mí siempre tendrá aquellas caras de magníficos segundones, aquellos precarios efectos especiales de 1953. Luego Borges nos condujo de la mano al libro de marras, que tiene variaciones fascinantes, y sobre todo, una frase significativa: «Es posible que la invasión resulte beneficiosa para nosotros —escribe Wells—. Por lo menos nos ha robado aquella serena confianza en el futuro, que es la más segura fuente de decadencia». Slavoj Žižek también ha creído ver en La guerra de los mundos una irónica alegoría de la crisis actual; un virus consigue lo que ni imperios, ejércitos, terroristas o férreas campañas ideológicas habían logrado: poner de rodillas a un sistema que se consideraba definitivo e indestructible, en un dominó de acontecimientos catastróficos que nos lleva a un nuevo y enigmático diseño universal.
El advenimiento del Covid-19 dejó al desnudo la insolvencia intelectual y operativa de gobiernos supuestamente sofisticados, que desoyeron varias veces las advertencias científicas, que no se prepararon para una pandemia largamente anunciada y que ni siquiera hicieron simulaciones económicas para esta eventualidad. Con la misma negligencia están atendiendo el calentamiento del planeta, que nos llegará con maremotos, ponzoñosas enfermedades tropicales y otras formas del infierno. El drama no nos pisa los talones. Nos espera cómodamente adelante, afilando su guadaña.
A las infames culpabilizaciones sociales y étnicas que toda pandemia trajo a lo largo de la historia se añaden ahora los ataques interesados de ciertos pensadores, a quienes el encierro les ha entumecido las ideas, y los anatemas de pícaros populistas con alma de dictadores populares de ocasión. A río revuelto, ganancia de pescadores, camaradas. La salida autoritaria, como decía Raymond Aron, es el opio de los intelectuales, que mientras promueven conmovedoramente la igualdad de género, la diversidad y otras justas reivindicaciones liberales de Occidente, bregan por regímenes despóticos donde se cancelan los derechos individuales en beneficio de los colectivos, y donde se aplica censura, encarcelamiento a disidentes, y hasta ejecuciones sumarias o legales para desobedientes de cualquier índole o bandería. Allí ven una alternativa real a esta «democracia decadente», por la que deberemos seguir luchando hasta el final de los días: porque estará en juego la libertad, así de simple y así de trágico.
Desde estos devaneos de académicos y «almas bellas» se expande una sórdida complacencia hacia el Partido Comunista chino, que es una máquina oscurantista de esclavismo y que hoy conduce paradójicamente a la tan aborrecida globalización. Nadie conoce en detalle todavía qué ocurrió realmente en China durante esta crisis: solo se sabe con certeza que hubo demasiado silencio (allí la libertad de expresión no existe) y que se les permitió a miles de turistas chinos que visitaran e infectaran alegremente Europa durante un mes. Pero Xi, en este espejismo de la gauche divine, parece que representa al nuevo Mao, y que, por lo tanto, es de «reaccionarios» o de «xenófobos» criticar sus estrategias y secretismos. Además, admiremos lo extraordinario que resultó su remedio, compañeros: el amado líder se pasea por una grande y libre Wuhan mientras el mundo se incendia. No te extrañe que encuentre la vacuna y nos salve a todos.
En la Argentina ciertas voces del kirchnerismo han culpado a la clase media y viajera por contagiarse de los europeos y traer la peste a la patria. Fustigan a los sectores medios y cosmopolitas —los más creativos y dinámicos de la sociedad—, mientras los agobian con impuestos especiales para que sostengan el gasto desbocado y el clientelismo. Toda la oligarquía peronista —integrada por señores feudales millonarios y «nenes bien» de izquierda— está basada en dádivas que se financian con el trabajo de los «chetos», gallinero donde conviven ciertos parásitos estúpidos de la alta sociedad con una mayoría de laburantes incansables y pujantes que heredaron de la inmigración su cultura del trabajo. Para estas voces kirchneristas, los unos y los otros son el mismo estiércol, porque «los de arriba» les lavaron el cerebro a «los de abajo». Pregonan incluso que la fragilidad del sistema sanitario y la descomunal pobreza del conurbano bonaerense tienen un único responsable: el neoliberalismo. Pero resulta que fue precisamente el peronismo el que gobernó allí 28 años ininterrumpidos, y el que creó esos suburbios de prebenda y esos pozos de miseria explosiva. Ahora los peronistas están aterrados con las consecuencias sanitarias y con las rebeliones violentas de un territorio que ellos moldearon a su gusto y criterio. Durante décadas, con una frivolidad indignante, confundieron a los militares profesionales y democráticos con los siniestros genocidas de Videla, y aprovecharon para desmantelar las Fuerzas Armadas y humillarlas; ahora que las papas queman, las llaman para que provean logística, alimentos y hasta seguridad en eventuales revueltas. Destruyeron al Ejército, mientras Chile y Brasil lo robustecían, y en este tenso preludio pretenden que sea el Séptimo de Caballería en un desierto donde las carretas están agujereadas, los víveres escasean, los rifles parecen oxidados y la gloriosa nación Sioux se dispone a convertirnos en un moridero. Aquella película también la vi de pie cuando tenía ocho años.
———————————
Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: