La piel es una superficie: la superficie de las personas, con su color a la vista. Obvio. Y uno puede identificarse mucho con su superficie y el color de su superficie, o no. El protagonista de Escupiré sobre vuestra tumba, de Boris Vian, se identifica poco con el color blanco de su piel, a tenor de la venganza que perpetra sobre algunos blancos por serlo y por haber encarnado el mal contra familiares suyos. Porque en la superficie, superficialmente, él es blanco, pero de familia, de corazón, de genética, de profundidad, es negro. No es raro escuchar a una dominicana negra decir que ella no se ofende si le dicen que es negra, puesto que ella sabe que no, que ella no lo es: los negros son los otros, los haitianos, así que no se identifica con serlo. La superficie dice que sí, que la dominicana negra es negra, pero…
Por otro lado, llamar blanco a lo que en realidad es marrón clarito y negro a lo que en realidad es marrón oscuro —que es como lo ve un niño pequeño—, aún no deja de maravillarme: es decir que algo es de un color cuando, de facto, no lo es. Nadie coge el rotu negro para pintar a su mamá negra ni un rotu blanco para pintar a su papá blanco. Así es poco más o menos como hube yo de explicar el asunto a mi bebé crecido. Lo hice a partir de una anécdota de su madre pidiendo medias en una mercería: ¿Color carne? Sí, color carne. La mercera puso sobre el mostrador unas medias color carne, es decir, marrón clarito, y entonces cayó en la cuenta y se abochornó y pidió disculpas desesperadas por si la había ofendido… Pero ella la tranquilizó, que estaba bien, que no pasaba nada.
El “color carne” de un negro es marrón oscuro. Nótense los tres golpes en esa frase: color carne, negro, marrón oscuro. Qué variedad más objetiva para nombrar un solo color de piel. Es sencillo, mi bebé: color carne es muchos marrones distintos.
Nos identificamos con las personas, no con el color de su piel. Así lo aprendimos. El respeto a los otros consiste, entre otras cosas, en no juzgarlos ni por ser blancos ni por ser negros. Es decir, en no ver su color, porque hay aspectos de las personas que son mucho más importantes. Quienes ufanamente se sentían liberadores raciales, hace unos años, al señalar esa evidencia —esa superficie: que el color de piel no importa—, ahora no cejan en señalar el color de piel de los demás, y el propio, como distintivo identitario. ¿Pero en qué quedábamos? ¿Importaba o no importaba el color de piel? Claro, yo entiendo. El color de piel no importaba cuando el producto ideológico que vender políticamente era la “liberación”, importa ahora que el producto que vender políticamente es la “identidad”.
En 1959, el blanco John Howard Griffin se trató la piel con Oxsoralen para oscurecerla y pasar por negro mientras recorría Luisiana, Mississipi, Alabama y Georgia sintiendo en sus carnes cómo era eso de serlo. El libro que escribió a partir de la experiencia (Black Like Me: Negro como yo) obtuvo un éxito apabullante. Los blancos estaban ávidos por saber cómo se sentía en la piel de un negro; los negros, lo que los blancos comprendían como intolerable en el trato de esos mismos blancos hacia ellos. Algunos blancos se identificaron con los negros y algunos negros tomaron más conciencia si cabía de todo aquello que debía dejar definitivamente de sucederles. La historia ahí atrás está plagada de esa infamia que fue la esclavitud y que propició un presente que en América es mestizo en gran medida. A lo largo del siglo XX mucha gente abrió los ojos respecto de la injusticia racial. Al abrir los ojos, poco a poco, empezaron a poner nombre a toda clase de daños: lo importante era borrar las diferencias, abolir los prejuicios, alcanzar la igualdad de derechos y de trato, el respeto de los unos por los otros, que el color de piel no existiera, y mucho menos el racismo. El racista era el que no veía más allá de esa superficie.
Pero ahora resulta que los supuestos liberadores no se fijan en otra cosa, están todo el día a cuestas con el color de piel de la gente, elaboran teorías relativistas con esa superficie como base, para, finalmente, denominar “persona racializada” al objeto de sus desvelos, como si, además de la superficie y su color debiese clavarse la mirada y hasta una pica en ellos, para señalarlos y hasta señalizarlos todavía mejor, no fuéramos a olvidarnos, no vayamos a seguir hacia dentro sin notar el color de piel. En definitiva: no vaya a dejar de importarnos la “raza”. La denominación “persona racializada” resulta especialmente “racializadora”, sitúa a las personas en el papel de víctimas de racismo o racialización, y a otras en el papel de racistas o racializadoras. Racialización, racializadoras…: es lo malo de este tipo de creatividades lingüisticas, producen efectos indeseados. Con lo eficaces que eran “racismo” y “racista”, ahora tendremos que sustituirlas por “racialización” y “racializador”. Pero es incluso peor y hasta rocambolesco. Ahora hay quien se señala a sí mismo, por ser blanco, como un privilegiado: «Soy lo peor, pertenezco a una especie de persona a bajar de sus privilegios, yo mismo he de luchar para que se me baje de ahí». Vaya, parece que nos estemos “comprometiendo” mucho, si no contra que el color de piel importe, al menos sí en la obtención de la desgracia propia: «¡Quítenme lo que tengo!».
Según esta nueva teoría —woke— el hombre blanco debe sentirse culpable. Hay que culpar al hombre blanco. Pero para los negros no es mucho mejor. Quien dice querer tu libertad te define como “racializado”: te erige en víctima de racialización para sus cosas. Su bondad consiste en encasquetarte una etiqueta que le beneficia a él. Maldito sambenito… Antes era el malintencionado el que señalaba la piel de los otros, ahora es el bienintencionado. Moraliza sobre ti: culpa a los otros, y, virtuosamente, te salva sin necesidad y queda divinamente. Así que ahora racista es tanto el que señala el color de piel negro para acusarlo como el que señala el color de piel negro para salvarlo. Tienen en común que señalan el color de piel negro. Pero, también, ahora racista es tanto el que señala el color blanco identitariamente como el que señala el color blanco culpándolo de toda clase de injusticias. Tienen en común que señalan el color de piel blanco. Tienen en común, todos, que señalan el color de piel, cosa hartamente innecesaria y hasta de mal gusto, de mala educación. Cosa de personas muy tontas. Si lo llamáramos mala educación en vez de racialización acabábamos antes.
A partir del color de piel de las personas solemos producir una diversidad de prejuicios, es cierto, los prejuicios son un producto bien representativo de la superficialidad. Lo ideal es aprender a no ver el color de piel, madurar sobre ello, restarle importancia o, mejor aún, conferirle una importancia justa —importancia de superficie—, que es todo lo contrario que trabajar para ver el color de piel (y verlo mucho, todo el tiempo) pero hacerlo bajo nuevos prejuicios, que es en lo que estamos.
Siempre nos interesó mucho el conflicto fácil que convierte en víctimas a unos y en verdugos a los otros, en este caso bien diferenciados por su color de piel. La religión de Mani, el maniqueísmo (siglo III d.C.), resulta de una retórica tan gratificante, nos hace sentir tan bondadosos… Pero no es difícil comprender que el mundo no funciona así. El cristianismo se encuentra bien entreverado de maniqueísmo; y el marxismo, y el comunismo, y el nacionalsocialismo. Con distintos resultados, ahí hemos visto esas retóricas, la del cielo frente al infierno y el demonio frente a los ángeles; la del proletario bueno y el burgués malo; la del ario extraordinario y el judío nefasto…; y era propio también de la doctrina de Mani la idea de que solo unos pocos elegidos, los hombres fuertes, debían regir el destino de todos, una idea a la altura de Platón, pero, también, por desgracia, a la par de ejemplos político-militares más recientes y en absoluto edificantes, como el fascismo.
Sin embargo, regresando a la superficie que nos ocupa, es tan claro que el mundo no funciona así, maniqueamente, como que ni el blanco de piel es siempre un blanco ni el negro de piel es siempre un negro. Y no sólo debido a la enorme diversidad de posibilidades a la hora de desarrollar afectos, sino literalmente. Hay hijos blancos de padres negros —caso del personaje de Boris Vian— y también hay hijos negros de padres blancos: cosas de la genética. El fotógrafo español Rubén H. Bermúdez, por ejemplo, es negro de padres blancos. Su historia es la de cómo, identificándose como blanco, poco a poco, debido al color de su piel, negro, tuvo que trabajar para construirse la identidad que los demás daban por descontada al verlo, la identidad que transmitía su superficie.
Pero hay más. Por alguna razón que no alcanzo a desentrañar, pareciera que la persona mestiza debe identificarse como negra y no como blanca, aunque la tonalidad de la superficie de su ser se encuentre a la misma distancia de lo que consideramos negritud que de lo que consideramos blanquitud. De este modo, los hijos del progenitor blanco son, se diría, menos hijos suyos que del progenitor negro: ¡habrase visto! Castigo para el progenitor blanco y privilegio para el progenitor negro: sus hijos mestizos serán identificados por los demás como negros, no como blancos —y así se identificarán a sí mismos—. Parece absurdo, una desigualdad extraña, las distancias entre la tonalidad de piel de los hijos y la tonalidad de piel de los progenitores blancos y negros pueden ser exactamente las mismas, pero posiblemente haya alguna razón profundísima, de supervivencia, que convierta esa desigualación en lo justo y necesario. Yo, como progenitor blanco, no protestaría por ello. Esa desigualación no es nada. Compárese con la profundidad de lo que importa: el amor a los hijos. No hay posibilidad de superficie ahí. Hay que tener altura.
En la práctica, contra las desigualaciones injustas el antídoto no es la igualdad, sino la unión. El maniqueísmo, la religión de Mani, trata de encontrar hasta la más mínima diferencia entre unos y otros, luego la señala, pone todo el foco sobre ella, la denuncia como “desigualdad”, y, finalmente, consigue su propósito: desunir, separarnos entre buenos y malos. Si nos damos cuenta, a menudo es precisamente ese (el proceso mediante el cual tratamos de obtener la igualdad) el que está perpetrando la intoxicación entre blancos y negros, entre mujeres y hombres y un larguísimo etcétera de polaridades interesadas. ¿La igualdad? Es un valor estupendo cuando no es abrazado absolutamente sino compensado por otros, como el valor libertad y el valor fraternidad. Pero, como decía Antonio Escohotado, la igualdad no existe, la igualdad en el mundo y en la vida y en la naturaleza no se encuentra por ningún lado: se pueden estudiar científicamente las dos gotas de agua que caen de un grifo, decía él, esas dos gotas que, a simple vista, nos parecen idénticas, y descubrir que no, que no lo son. No son iguales. Cómo tratar de llevar la igualdad a la vida. Siempre encontrará el maniqueísmo por dónde generar nuestra insatisfacción. El maniqueísmo es una fuerza de conflicto. Su propósito no es la justicia, sino la desunión. Sin embargo, cuando el maniqueísmo se topa con la unión —en la amistad de un blanco y un negro, en el amor de un negro y una blanca, en la lealtad entre un hombre y una mujer y viceversa, en la fraternidad entre las personas por los valores de una nación o por los derechos humanos…—, el maniqueísmo, con sus denuncias de desigualdad y sus demandas de igualdad que no tienen límite ni final, se siente impotente, no puede desunir para sus propósitos, y pasa de largo. Entre las personas que se unen (se aman) no hay desigualdad que valga.
Por supuesto, luego están esos momentos en los que el racismo se vuelve algo demasiado serio, una infamia, una atrocidad. Alguien entra disparando a los negros en un supermercado, un grupo de descerebrados le da una paliza a una persona por el color de su piel… Qué puedo decir. Como he comentado, mi hija es mestiza, mi ex negra, mis sobrinas más cercanas negras, mis cuñados y cuñadas negros. Y, por desgracia, nada en absoluto puedo hacer para que jamás sobre ellos, los que más quiero, caiga la ignominia del racismo. Solo puedo, si acaso, desearnos suerte. Pero también conservar la calma. Ser firmes en nuestros derechos. Hacer siempre lo correcto. No caer en el maniqueísmo. No victimizarnos. No atacar primero. No pretender disfrutar de más derechos que nadie. Querernos y querer. No presuponer que no nos quieren. Hacer para que nos quieran. Alejarnos, como debe ser siempre, de aquellos que no nos quieren. Hacernos invisibles para los que nos quieren para sus planes. Mantener a raya, también, a los que nos rebajan con su ñoñería hacia nosotros, los que nos incomodan con su conmiseración, los que dicen querernos pero solo quieren una idea bondadosa de sí mismos.
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