Librería Los editores. Foto: José Ovejero
A continuación publicamos la segunda entrega del reportaje sobre las librerías que ha elaborado el escritor José Ovejero.
Problema 3. Sepultados bajo las novedades
Según Joan Tarrida, los editores literarios no publican ahora más de lo que publicaban hace seis o siete años. Es verdad que las estadísticas reflejan aumentos, pero son muy reducidos. Además, aunque todo el mundo se queja de tanta novedad, es muy difícil detener la tendencia. “Si eres un editor con política de autor, y vas publicando a tus autores, y ellos producen y quieres publicarlos, no puedes reducir tanto: quizá algunos libros extranjeros, ralentizar la contratación… pero poco más”.
Lo que también sucede no es que las editoriales existentes publiquen cada vez más, sino que están surgiendo muchas nuevas editoriales, porque abrir una editorial es relativamente barato.
Por ejemplo, mi hermano, Antonio Lafarga, creó la editorial Sitara hace dos años. Al principio comenzó como hacen tantos, reeditando obras descatalogadas de autores conocidos (Felisberto Hernández) o traduciendo obra de clásicos no publicada o mal publicada en español (Gertrude Stein). Pero pronto descubrió que le interesaba más tratar con vivos que con muertos. Y tenía claro que no podía empezar con una gran cantidad de publicaciones al año. Unas doce calcula que sería lo ideal sin ampliar las estructuras de la editorial. Lo siguiente que tenía claro: necesitaba un buen distribuidor. Hay editores que se distribuyen ellos mismos para evitar la presión de tener que publicar más de lo que desean: como los libreros devuelven buena parte de lo que no venden, esas devoluciones se van descontando de lo facturado por el editor al distribuidor, provocando que a veces el saldo sea negativo; para evitarlo, el editor tiene que publicar nuevos libros y así facturarlos y compensar ese saldo negativo, lo que puede convertirse en una huida hacia adelante y hacer que, si las cosas no funcionan, la deuda se vaya acumulando hasta hacerse insostenible.
La editorial Delirio es una de las que optaron por prescindir del distribuidor, aunque eso signifique que sus libros sólo estarán presentes en una serie de librerías escogidas a las que envían ellos mismos los libros. A Antonio Lafarga no le convencía esa solución: aunque la suya es una pequeña editorial, tener una distribuidora de prestigio le abre puertas de librerías que serían buenas destinatarias de sus publicaciones pero que, ante la avalancha de novedades, quizá no les prestarían suficiente atención si no fuese con ese aval.
De todas formas, según Joan Tarrida, la compensación del negativo con nuevas publicaciones se da sobre todo en las grandes editoriales, con tiradas más elevadas y que pueden tener devoluciones muy altas. Y ahí sí que puede haber una presión tremenda para llenar continuamente de novedades las mesas de las librerías.
Lo cierto es que los libreros apenas dan abasto. No es sólo que tengan que tratar con tantos distribuidores, sino que la avalancha de libros les resulta ingestionable y muy cara, porque necesitan tener mucha variedad en sus estanterías. Hay libreros que no admiten que les presenten novedades los comerciales y piden a la carta lo que les interesa. Más de uno me confiesa que hay cajas que se quedan sin abrir y se devuelven tal cual, sobre todo en ciertas épocas. “No publiques en septiembre, de verdad, evita septiembre”, me dijo una vez Rafael Arias (Letras Corsarias). Lo malo es que ahora casi todos los meses son septiembre.
Problema 4. ¿Abro una librería o pongo un bar? Estrategias de supervivencia
La librería tradicional, en la que un librero espera detrás del mostrador a que llegue el cliente, tiene los días contados. De hecho, algunas de las librerías que han cerrado responden a ese modelo clásico de librería que funciona, salvando las distancias, como una ferretería o una carnicería: el cliente entra buscando un producto, a lo sumo pide consejo, compra y se marcha. Por mucho que el librero conozca a sus clientes y sepa asesorarles, cosa muy valiosa, por agradable que sea la conversación con él o ella, eso ya no basta: se ha vuelto imprescindible abandonar la trinchera. Así que la mayoría de los libreros ha optado en los últimos años por hacer más atractiva la librería, que no se limita a ser el lugar de una transacción económica después de una conversación más o menos larga.
Por ejemplo, algunos han puesto un bar. El modelo librería/cafetería ha crecido con rapidez en los últimos años porque muchos libreros ven en él no sólo la posibilidad de unos ingresos adicionales gracias a la restauración, también con el objetivo de que la librería pueda ser un lugar de encuentro y reunión, y que de esa sociabilización entre libros también surja la compra de alguno de ellos. El modelo ha tenido tanto éxito que casi sorprende que abra una librería sin espacio para tomar un café, un vino o una cerveza artesanal.
No es tanto por los ingresos adicionales, que desde que abrieron se han ido volviendo proporcionalmente menores, me dice Judith Pérez, es porque en Intempestivos necesitaban distinguirse en una ciudad que tiene muchas librerías en proporción al número de habitantes. Así que pusieron un bar a la entrada, pero separado del espacio en el que se encuentran los libros. Querían atraer clientes, hacerlos sentir a gusto en ese espacio de socialización previo a la librería propiamente dicha, también porque ser librero en Segovia no es fácil: muchos posibles clientes van cada día o cada semana a Madrid, y si no encuentran un libro lo buscan en la capital. “Nuestra competencia no es Amazon”, dice Judith, “es Madrid”. Otros, como Ateneo en Palencia, integran el bar en la librería, aunque eso puede significar tener que hacer una inversión considerable para insonorizar el local.
Y también hay librerías que optaron inicialmente por el modelo mixto con bar, pero que han ido abandonando esta segunda actividad. Así lo hicieron en La Puerta de Tannhäuser, cuyos dueños tenían claro desde el principio que en cuanto el negocio de los libros funcionase suficientemente bien irían dejando de servir cervezas. Y Jesús Trueba aprovechó la mudanza que tuvo que hacer de un local a otro con La Buena Vida para reducir las bebidas a la mínima expresión: un pequeño autoservicio con café, cerveza, refrescos… Le parecía que los libros y el bar son dos negocios muy distintos y exigen también habilidades distintas. Él lo que quería era dedicarse a los libros y el bar te exige tiempo, atención y logística aparte. Además, al principio contaba con que parte de la clientela fuese a tomarse un café y luego comprase algún libro, pero descubrió que muchos se tomaban el café en ese ambiente tranquilo pero luego no se interesaban por los libros.
Pero algunas librerías recientes prefieren desde el principio prescindir del bar, como Lectocosmos, porque Gloria no quería renunciar a que su librería fuese un oasis, un lugar en el que sentarse a leer sin ruido.
Por supuesto, hay otras estrategias para hacer más atractiva una librería: tener una sección de regalos o productos de papelería muy seleccionada es una, y otra, por supuesto, especializarse en un cierto tipo de libros. Un ejemplo de especialización es Contrabandos, en realidad una asociación de editores que cuenta con dos librerías en Madrid, una en la Cuesta de Moyano y la otra en Lavapiés, centradas en el libro político, como dicen en su página web “buscando siempre el mismo eje: pensamiento crítico, posicionado para cambiar el mundo”. Porque una librería también puede ser un proyecto político y su especialización no responder a una decisión empresarial sino ideológica; si para muchos —y así me lo han dicho varios libreros— este trabajo tan precario es sobre todo una pasión, algunos lo ven también como un proyecto que va más allá de lo cultural: “El libro no como negocio sino como apuesta, no como dinero, sino como vida”. Algo que también puede decirse de muchas librerías de temática LGTBI, como Cómplices, o las centradas en literatura de mujeres y feminista. Por ejemplo, Ana Rodríguez lleva por lo menos cuatro décadas luchando desde la trinchera cultural por los derechos de las mujeres. Ahora lo hace desde la librería Mujeres & Compañía junto con Miren Elorduy y Sonia Martín, y con la ayuda de otras voluntarias, porque lo suyo es una librería asociativa. En pocos sitios te asesorarán tan amablemente sobre literatura feminista, también para niñas, niños y adolescentes.
En La Puerta de Tannhäuser eligieron una forma de especialización complementaria: la librería tenía un espacio, aunque reducido muy cuidado, dedicado al libro infantil, y entretanto ha abierto una segunda librería dedicada sólo al público infantil y juvenil: desde que lo hicieron hace pocos meses las ventas han aumentado en los dos sectores.
Aparte de lo que pueda aportar el contacto con lectores tan jóvenes, me dice Pablo Bonet, la literatura infantil es muy agradecida: primero porque sabes que estás contribuyendo a formar lectores que pueden acompañarte durante muchos años. Y además, incluso adultos que no leen o leen muy poco regalan libros a los niños. Aunque se hayan descolgado de la lectura son de alguna manera conscientes de la importancia de los libros para los críos. Eso explica que la mayoría de las librerías especializadas se dediquen a la literatura infantil y juvenil.
Los editores, por su parte prefirieron especializarse en vender libros de pequeñas editoriales, como mucho de tamaño mediano, y defenderse así de la avalancha de novedades, del ritmo frenético de los best sellers, e ir formando un catálogo que depende no de las modas sino del gusto personal de las libreras.
De lo que casi ninguna librería puede prescindir hoy en día para atraer clientela es de realizar presentaciones, coloquios y talleres. Y cada vez son más también las librerías que cobran por actividades que antes hacían gratis. En Nollegiu empezaron a cobrar cinco euros por la asistencia a la presentación de un libro, que luego se descontaban a quien compraba el libro. Pero la idea no hacía gracia a muchos editores, porque temían que no fuese casi nadie a las presentaciones, por lo que Xavier Vidal pasó a hacer lo que hacen cada vez más libreros: cobrar al editor una pequeña tarifa por la presentación. Para el librero una presentación supone trabajo (publicitar el acto, montar la sala, encargar los libros, devolver los que no se vendan…) y ya son muchos los que opinan que debe ser remunerado. Pero no todos pueden permitírselo, en particular las librerías que se encuentran en poblaciones pequeñas y no resultan tan atractivas por sus posibles ventas como para que el editor haga una inversión adicional.
En un sector que vive en un equilibrio tan precario, de esos ingresos adicionales puede depender la supervivencia del negocio, porque con ayudas estatales no se puede contar… ¿o sí?
Problema 5. ¿Y el Estado qué hace?
Cuando una actividad que consideramos importante para la sociedad se encuentra en dificultades y necesita apoyo para sobrevivir (tanto da que hablemos de la ganadería extensiva, la siderurgia, la ópera o las librerías) todos los ojos se vuelven hacia el Estado con la pregunta: ¿qué estás haciendo para resolver el problema? Y el Estado responde con una lista de medidas para mostrar su empeño, lista que rara vez parece suficiente a los afectados.
Por supuesto, el Estado, o mejor digamos los sucesivos gobiernos, tanto nacionales como autonómicos, ha intervenido para afrontar diversos problemas que amenazan al sector del libro y a los hábitos de lectura en general. Desde campañas de fomento de la lectura a participación en la concesión del sello de calidad de las librerías a la concesión de subvenciones para la adaptación tecnológica; sin olvidar que financia directa o indirectamente actividades de los escritores en institutos, centros culturales, congresos, ferias del libro…, lo que se supone que también fomenta la lectura.
¿Se quejan entonces sin razón los libreros del poco apoyo que reciben de las instituciones? Creo que no, por un lado porque las administraciones no hacen lo suficiente, pero además porque algunas de sus decisiones son dañinas para el sector, de forma que la ayuda que concede por un lado se ve contrarrestada por decisiones que pueden llevar al borde de la ruina a muchas librerías.
Un ejemplo: que las bibliotecas y organismos oficiales tengan un presupuesto para libros es una medida útil sobre el papel tanto para editores como para libreros. Pero la suerte va por barrios, mejor dicho, por Comunidades Autónomas, porque cada una aplica las normas a su manera. Fernando Valverde me explica el problema: en 2017 se aprobó una nueva ley de Contratos del Sector Público para mejorar la transparencia y la igualdad entre los agentes económicos, pero eso, que tiene sentido en numerosas licitaciones, lo pierde en un ámbito en el que el precio es fijo. Y al final los libreros tienen que participar en un acto administrativo complejo, que exige mucho trabajo, y a menudo teniendo que satisfacer condiciones que se escapan de sus posibilidades. “El ayuntamiento de Madrid”, me dice, “hizo hace tres años una licitación y ninguno de los ganadores era una librería. Con las condiciones que ponen sólo pueden acceder grandes actores, distribuidoras… Si las compras públicas se hicieran a través de la red librera, eso sí les daría un poco de oxígeno”. La Comunidad estaba comprando de forma repartida en un centenar de librerías, gracias a que dividía el contrato en veintitantos lotes y exigía que los postulantes fuesen libreros, pero eso está ahora en el aire. Llegan elecciones y cada nuevo equipo puede alterar el statu quo. Cuando los contratos no se limitan a los libreros, las grandes empresas, que a menudo son una oficina, ni siquiera una cadena de librerías, me explica Verónica García, ofrecen descuentos encubiertos, no en el precio directo, pero comprometiéndose a forrar los libros, ofreciendo cuentacuentos… y eso un librero pequeño no puede hacerlo. La situación es tan absurda y tan desigual que por ejemplo una biblioteca de Asturias compraba sus libros en la sucursal de Madrid de una gran cadena. Y en Cataluña casi todo el presupuesto de compras de bibliotecas se lo llevó una única distribuidora; sólo el pequeño remanente que les quedaba a las bibliotecas a finales de año se lo gastaban en las librerías de proximidad.
“No estamos pidiendo más subvenciones”, insiste Pablo Bonet, “estamos pidiendo que se tenga a las librerías en cuenta”.
Aunque subvenciones hay, como la que acaba de crear el Ayuntamiento de Madrid para reducir el IBI de las librerías. Pero son pocas, eso es cierto, y a veces demasiado trabajosas de obtener. El ministerio tiene un plan de ayudas de 200.000 euros para toda España, cuando sólo en Madrid hay casi cuatro mil librerías. Y otras ayudas, por ejemplo de Ayuntamientos o Comunidades Autónomas, no siempre tienen en cuenta las condiciones reales de las librerías: “Jarcha se ha quedado fuera de eso, no podíamos demostrar con facturas que un autor viene a la librería y cobra; los autores vienen porque vienen, por hacernos un favor, o porque los trae la editorial, pero si tenemos que gastar en eso estamos perdidos…”, me dice Fernando Valverde. Aparte de que a menudo se exige tanto papeleo que no compensa, por unos pocos cientos de euros, poner una persona a hacer los trámites, sin por supuesto tener la seguridad de que se va a aceptar la solicitud.
Hay más problemas. Muchos y no puedo incluir aquí todos. Pero no quiero cerrar el capítulo sin mencionar la escasa implicación de los medios de comunicación públicos en el fomento de la lectura, medios que relegan el libro a los peores horarios de emisión, y televisiones que incluso en programas con contenido cultural prefieren hablar de gastronomía o moda porque el libro exige mayor esfuerzo para hacerlo visualmente atractivo; compárese con la BBC, que impulsó un sistema para que en todos los programas transversales se hablase de libros. ¿Quieren otro ejemplo de implicación de la administración que parece de ciencia ficción visto desde España? Cuando en Finlandia, el país más lector de Europa, se detectó una caída en la lectura de los adolescentes (eso de lo que nos quejamos tanto aquí), el gobierno destinó un millón de euros anual a combatir el problema, creando un comité que examinase las razones y buscase formas novedosas de llevar la lectura a los jóvenes.
Pero si hay algo fundamental en lo que las administraciones podrían ayudar a las librerías es cumpliendo con sus compromisos, es decir, pagando sus deudas y haciéndolo a tiempo. En un artículo sobre el cierre de Portadores de Sueños, Paco Goyanes (Cálamo) recordaba la irregularidad de los pagos del Gobierno de Aragón, que debía 42.000 euros a algunas librerías aragonesas por la campaña de libros de texto. Puede no parecer tan grave un retraso por esa cantidad, pero recordemos que se trata de negocios casi siempre con el agua al cuello.
Menos mal que les queda la venta de los libros de texto para llegar a fin de mes…, ¿o tampoco?
Problema 6. La pelea por los libros de texto
No he hablado con ningún librero, distribuidor ni editor que ponga en duda la gratuidad de los libros de texto. Cuando los libreros se quejan, y lo hacen mucho, del sistema de compras de los colegios es porque sienten que los han dejado fuera o les han puesto tantas trabas que les resulta imposible competir. Algunos, aunque podrían, ni lo intentan. Gloria Fuertes no ha hecho campaña de libros de texto, porque no tiene intención de entrar en guerra de precios. Si ha abierto una librería es porque el precio del libro es fijo, pero el de texto no lo es. Y resulta imposible competir con las grandes superficies. “Mira el mundo de la moda”, me dice, “con rebajas todo el tiempo”. Lo mismo piensa Xavier Vidal: “Yo no hago la campaña de libros de texto, no puedo competir con las grandes superficies, y mucho menos, en Cataluña, con Abacus, que es una gran cooperativa de maestros. Ellos venden mucho más barato, y si yo no lo hago al mismo precio mis clientes se enfadan”.
Pero para muchos es una cuestión de supervivencia. Fernando Valverde está intentando, como muchos otros libreros, homologarse para surtir de libros de texto a la Comunidad de Madrid. El pliego de condiciones tiene ochenta y cuatro páginas; por eso muchos no quieren entrar, pero Jarcha, Muga, Fábula, de las más periféricas de la ciudad, necesitan el libro de texto para sobrevivir; sin embargo, están convencidos de que, con las condiciones actuales, no lo van a conseguir. Sólo confían en pasar el primer corte y que llegue la sensatez antes de la segunda fase y cambien las condiciones.
Lo que complica aún más las cosas es que cada Comunidad Autónoma tiene sus propias reglas, unas más generosas con los libreros, como las de Andalucía y Murcia, y otras más restrictivas.
Miremos con más detalle cómo funcionan las cosas en Madrid, donde se acaba de acordar una ley con un acuerdo marco para las licitaciones de libros de texto. Es muy sencillo: te das de alta como licitador, participas en una competición con un sistema de puntos y luego los colegios eligen a quién comprar. Todo clarísimo. Los problemas comienzan con las condiciones que hay que cumplir para participar, ésas que Fernando Valverde considera imposibles: para empezar, tienes que tener un mínimo de 23.000 euros de facturación anual, con lo que las más pequeñas quedan fuera, aunque es cierto que se trata de un límite muy bajo: si no facturas eso, es difícil que sobrevivas, salvo gracias a actividades adicionales. Más complicado: tienes que aceptar un precio de referencia máximo que la administración ha decidido con los centros, esto es, sin consultar al sector (distribuidores, libreros, editores). Lo más grave: que el sistema favorece a grandes empresas con mucha capacidad logística, porque para tener más puntos tienes que dar los libros etiquetados y forrados, aceptar un elevado porcentaje de devolución, una declaración de que has destruido los libros devueltos…; hay un número determinado de lotes, y para cada uno te exigen un empleado adicional; para un lote necesitas dos personas, para dos lotes tres. No hay muchas pequeñas librerías que puedan permitírselo, cuando ya hay algunas a las que les cuesta satisfacer el aval bancario que exige el sistema. “Dicen que el sistema está dirigido a las pequeñas librerías pero no es verdad”, se lamenta Pablo Bonet.
Lo mejor para el sector sería volver al precio fijo y que no fuesen los centros de enseñanza los que reciben la ayuda y eligen dónde comprar los libros (una vez establecida la lista de librerías homologadas), sino que los padres recibiesen un bono para comprar donde les parezca. No sólo porque eso aumenta la posibilidad de encargar el libro al librero del barrio, sino también por una razón que podríamos calificar casi de educativa: muchas familias apenas se acercan a una librería y para casi un cincuenta por ciento de la población los únicos libros que entran en su casa son los de texto; que los padres vayan con sus hijos a las librerías es una forma de generar proximidad, hábito, de recordar la presencia del librero y la de ese espacio cuya importancia va mucho más allá que la de ser una mera expendeduría de textos.
Hasta ahora he hablado de algunos de los problemas más importantes que aquejan a los libreros independientes, pero no hemos tocado uno fundamental, ése que me han mencionado casi todos los libreros en nuestras conversaciones, ése que les parece más difícil de sortear que los escollos que han ido apareciendo en estas páginas. Porque las administraciones pueden mejorar sus normas y adaptarlas a las necesidades de los libreros, el diálogo con distribuidores y editores puede resultar fructífero, el Estado comprender la importancia no sólo para la cultura también para la economía del mercado del libro… pero aun así, una amenaza se cierne sobre el librero de barrio, un ser incorpóreo que quiere quedarse incluso con los exiguos beneficios del sector. Ya va siendo hora de hablar del innombrable.
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