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Abuela-Tigre

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, LVI: ABUELA-TIGRE

Nunca tuvimos una abuela. Nunca conocimos esa clase de amor, esa devoción que imaginábamos absoluta y arrolladora. Nos habría encantado tener eso en nuestras vidas. Por descontado, no éramos tan ingenuos como para creer que toda abuela es un ser entrañable lleno de cariño y ternura. La inocencia no era algo que pudiéramos permitirnos en nuestro mal llamado hogar. Si nuestros padres representaban lo opuesto a lo que unos abnegados progenitores debieran ser, ¿cómo íbamos a pensar que cualquier abuela, sólo por el hecho de serlo, vendría de serie con el afecto y el fervor instalados en su pecho? Además, habíamos oído infinidad de historias en la escuela. Las suficientes, en cualquier caso, como para saber que la vida está llena de contrastes y extremos. Habíamos visto con nuestros propios ojos realidades muy diversas. La puerta de un colegio conforma un escenario tan válido como cualquier otro a la hora de formarse impresiones sobre la existencia humana.

El mundo, claro, no era diferente en nuestro pequeño y gris edificio. Un bloque cualquiera de viviendas no deja de ser un universo en miniatura. Los patrones se repiten. Es fácil saber de los bailes irreverentes del Cuarto, de los silencios taimados del Segundo, de los amores ilícitos del Primero. De los gritos y golpes del Tercero. Runar y yo nos preguntamos siempre cómo sonaría nuestra infelicidad más allá de las paredes. Solía causarnos vergüenza, hasta que, sencillamente, empezó a causarnos mero hastío. Así es la desesperanza, supongo.

Nuestra casa siempre fue hostil y llena de violencia. Nuestro padre era demasiado viejo, pusilánime en todo aquello que requiriera determinación, pero extremadamente cruel con quienes no pudieran defenderse. Suponemos que estaba enfadado con el mundo y alguien debía pagar por ello. Ese “alguien” éramos nosotros. Mamá disgustó a su familia al casarse con un hombre mayor y sin ambiciones. Todos le dieron la espalda, indignados por su terquedad. Y ella no tardó en descubrir cuánta razón habían tenido al advertirla. Eso la llenó de una rabia sorda y rencorosa, de un egoísmo visceral e inconmovible. Nada que no fuera ella misma importaba. Merecía todo cuanto se le antojara, porque, en sus propias palabras, “ya había sufrido bastante”. La vida, según su opinión, la había tratado de un modo muy injusto. Runar y yo no supimos nunca de dónde se había sacado nuestra madre la estúpida idea de que la vida nos debe algo.

Así pues, ella y papá alternaban las épocas de absoluta indiferencia mutua con otras de arrebato, discusiones y crujidos de loza rota. Las tormentas podían durar horas, o incluso días, y no había mueble, enser, plato, ventana o puerta que estuviera a salvo de su cólera. En alguna ocasión, nuestra propia ropa, o los útiles del colegio, terminaron desgarrados, lanzados escaleras abajo o arrojados a la basura. No hacían distinciones, ni concesiones. Lo mejor era apartarse de su camino, claro. Una vez, Runar intentó intervenir para calmar las aguas. Por supuesto, era demasiado pequeño como para comprender lo insensato de su acción. Nuestro padre le abofeteó con tal saña que mi hermano nunca recuperó la audición en su oído izquierdo. Esa lección la aprendió rápido, y de la peor manera.

El armario era sencillamente perfecto para esconderse. Para empezar, resultaba muy amplio, mucho más que el que teníamos en nuestra primera casa, antes de mudarnos. Para seguir, estaba al final del piso, bien alejado de la cocina y la sala de estar, que es donde solían estallar las trifulcas. Además, había un pequeño cuarto de baño justo al lado, lo que nos facilitaba las cosas si debíamos permanecer ocultos mucho tiempo. Para terminar, estaba encastrado en la pared, y tenía al fondo una especie de rejilla que hacía de respiradero. Además de aire fresco, también nos llegaba a través del enrejado el canturreo de Mariana, la vecina de arriba. Y eso se agradecía.

Por otra parte, también fue el armario quien tuvo la culpa de nuestras fantasías delirantes sobre la Abuela-Tigre. Como la experiencia es un grado, Runar y yo decidimos, durante uno de aquellos breves y raros lapsos de tranquilidad, acondicionar nuestro refugio de cara a futuras estancias. Poco a poco y con paciencia de hormigas, atiborramos el altillo con tesoros: una vieja linterna, algunas latas de conserva, una bolsa llena de nueces y algunas de las chocolatinas rancias que nos obsequiaba Armandina, la portera. Entonces encontramos las fotos y la carta. Eran muy antiguas, eso se notaba por la ausencia de color en las instantáneas, por el estilo de la ropa y los peinados, por el amarilleo del papel de la misiva. No hubieran hecho falta fechas, pero, aun así, descubrimos tras un breve examen que otra familia desgraciada había ocupado aquella casa cerca de un siglo atrás. Solo había tres fotos. En una, aparecía un matrimonio que, a todas luces, no era feliz. No es que hubiera pistas clamorosas, pero nuestros ojos estaban bien entrenados para detectar al vuelo esos detalles. En otra de las fotografías, posaban dos niños de aspecto triste y apocado. Eran un poco como Runar y yo: una niña algo mayor, aunque rubia y bonita (en eso no se parecía a mí); y un varón algo más pequeño, moreno, con la mirada llena de temor y desconfianza. La última imagen mostraba a esos mismos niños, no mucho después, escoltados por una mujer de edad, con un vestido sobrio y negro y un alto moño ligeramente despeinado. El rostro de aquella señora estaba lleno de una determinación indescriptible. Posaba sus manos grandes y huesudas sobre los hombros de los niños, y parecía dispuesta a hacer arder el mundo por ellos. Obviamente, algo no salió según sus planes, cosa que averiguamos al leer la carta. El texto era una larga y angustiosa disculpa, un lamento cargado de dolor y rabia, una petición de perdón a esos dos pequeños que, eso quedaba muy claro, al final no había podido proteger. Armandina, que era como la memoria viva de la finca, no tuvo reparos en llenar las lagunas de tan triste historia, que había oído muchas veces de labios de su propia madre.

—Fue un caso terrible, espantoso —nos relató con evidente fruición—. Al parecer, el padre bebía mucho, y la madre no quería ni salir de la cama. No sé qué demonios les pasaba, pero desde luego no se entendían bien. Unos decían que él tenía amantes, otros que ella se había gastado todo en el Casino. Debían tener sus líos, eso seguro, porque al tipo le pegaron un tiro en La Alameda, y luego ella envenenó a los chiquillos y se volvió loca de remate. Vamos, que la tuvieron que encerrar. La madre de la señora, pobre mujer, vivía en el Quinto, donde Rufino. Quería llevarse a los niños con ella, pero era la única que trabajaba y los mantenía a todos, así que se pasaba el día fuera. Nunca se perdonó cómo acabó todo. Cuentan que vendió el piso de arriba y se quedó allí sola, en el Tercero, hasta que murió años después, medio comida por la miseria. ¡Una tragedia!

Incluso en aquella foto descolorida, sus ojos parecían los de una fiera. Supongo que por eso elegimos su extraño apodo. Empezamos a inventar cuentos sobre ella, relatos en los que su alma volvía del Más Allá para librarnos de nuestro tormento. Era como un ángel vengador que no mostraba piedad con el enemigo. Quizá debido a tan obstinada fantasía resulte difícil creer lo que ocurrió tras nuestro hallazgo, pero juro que es tan cierto como que el sol sale cada día. Fue justo después de mi décimo cumpleaños, en medio de una batalla especialmente cruenta. Runar y yo llevábamos varias horas metidos en el armario, y, al principio, nada parecía fuera de lo normal. Oíamos los gritos, los reproches, los estallidos de cristales, las amenazas. Y entonces, de repente, un silencio antinatural cayó sobre nosotros, como si el piso entero hubiera quedado sumergido bajo el agua. Lo único que pudimos escuchar entonces fue una respiración que lo llenaba todo. Era fuerte, pausada pero intensa, como si alguien tratara de contener una furia demoledora. Invadió cada resquicio a nuestro alrededor, hasta el punto de que resultaba imposible calcular su ubicación, entender desde dónde nos llegaba.

Lo siguiente que alcanzamos a oír fueron las súplicas, en las voces distantes y llenas de pavor de nuestros padres. Luego, una vibración que nos retumbó dentro, que sentimos como una explosión muda. Un nuevo silencio, más aterrador que el anterior, interrumpido únicamente por un rítmico golpeteo y un murmullo de arrastre. Un bastón. Pasos deslizándose sobre la madera gastada. La respiración otra vez. El corazón me latía tan fuerte que pensé que también podría oírse más allá de mi piel. Estaba aterrada y, a la vez, expectante. Rodeé a Runar con mis brazos y cerré los ojos. Sé que él hizo lo mismo. No queríamos verla, por mucho que nos emocionara que estuviera allí, que hubiera acudido en nuestro auxilio. Creo que, en el fondo, nos resistíamos a creer que el cosmos nos brindara aquella clase de consuelo. ¿Y si era malvada, en realidad? ¿Y si los detalles de su historia se habían retorcido con el paso de tiempo? ¿Y si el peligro era ella?

De algún modo, conseguimos aferrarnos a la imagen de la Abuela-Tigre, a sus rasgos de amor férreo, al torrente de amor y remordimiento que invadía su carta, aquella que escribiera para unos nietos que nunca llegarían a leerla, pero que había caído en manos de otros niños igualmente devastados. Unos niños de otra sangre que, sin conocerla siquiera, estaban empeñados en quererla. Puede que eso la redimiera.

La puerta del armario no se abrió, porque, seguramente, no era necesario. Ella logró entrar de todas formas. Lo sé porque su aliento se cernió sobre nosotros, que seguíamos abrazados y temblando, incapaces de mirar. Un intenso olor a lavanda impregnó el aire. Los dos nos estremecimos cuando sus manos, grandes, huesudas, sólidas y muy reales se posaron en nuestras cabezas. Fue un instante eterno en el que nos llenó una paz desconocida. Después, nada.

No diré que, desde entonces, nuestra vida se volviera idílica. Se podría afirmar, sin embargo, que el incidente dio paso a una tregua frágil e incómoda, sostenida en el tiempo por unfantasma iracundo que ninguno quiso mencionar jamás. Años más tarde, en su lecho de muerte, nuestro padre nos confesó, en medio de espantosas alucinaciones, que aquella noche fatídica ya había decidido coger la pistola y acabar con todos nosotros.

—Abrí el cajón… —farfulló, mientras su alma mortificada iba dejando este mundo—. Tenía el arma en la mano… y apareció… esa cosa…

Runar y yo nos miramos sin pronunciar palabra. No hizo falta. Los dos supimos en aquel mismo instante que la Abuela-Tigre nos había salvado la vida.

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