Llevo ya varios días corriendo tras mi tren de pensamiento, no pocas veces inútilmente. No sé si sea el encierro, la pachorra, el trabajo, las horas desiguales, el trabajo que espera, las noticias del día o las sirenas de las ambulancias, el asunto es que basta el parpadeo de una mosca para quitarme el hilo de lo que digo, pienso o, ¡ay!, iba a escribir. Sólo de imaginar los esfuerzos que harán esos políticos que hoy día se pasean delante de las cámaras como quien no se entera de la hecatombe en marcha, me invade una pereza que sería insoportable si no se fuera con mi tren de pensamiento.
He de reconocer que a la pereza no le hace falta propiamente invadirme, si en cuatro meses no se ha movido de aquí. Y no es que se niegue uno a hacer lo suyo, sino que cada día se resigna a intentarlo remontando una pinche hueva del carajo, por decirlo con cierta sutileza. Un mal que es menos físico que existencial y para el cual no existe descanso concebible. Y al contrario, tirarse a reposar como un gandul es forzarse a correr el maratón del tedio. ¿Verdad, Cuarentenario, que hay vicios deliciosos que en cautiverio no saben igual? Temo que nunca estuve tan ocupado, y al mismo tiempo tan cansado de nada.
Apenas hay lugar, afortunadamente, para martirizarse llevando cuenta de estos desarreglos. Buena parte del día la invierto en ignorarlos, como cuando descubres que el coche hace un ruidillo y encuentras que es más fácil acostumbrarte a oírlo que ir a ver al mecánico. Se está acabando el mundo, eso ya lo sabemos, pero tampoco es para hacer un drama. Comienzo la mañana haciendo acopio de buenas intenciones y saludo con ánimo festivo el ascenso del sol y el tránsito de sombras bajo los árboles, aunque en pocos minutos me apabulla la sensación de estar empujando un tractor con los engranes pútridos de herrumbre.
Pero como te digo, no le hago el menor caso. Espero, como si del clima se tratara, la llegada de un cambio de humor intempestivo, ya sea por efecto de la música, el capuccino con crema irlandesa, los juegos y carreras de los chuchos o cualquiera de los infinitos recursos con que suele contar la naturaleza para modificar los tonos del paisaje. Cuando menos lo espero, ya me desplazo sobre mi armón de pensamiento (se entiende que es temprano para trenes).
Una vez rescatado del marasmo, me queda la impresión de que antes o después el cerebro se cansa de aburrirse, tanto como se harta uno de verse en el espejo de su fragilidad. No niego que me cuesta el doble de trabajo reunir la fuerza para hacer las cosas, tanto como que tengo siempre cerca un papel que me ayude a atrapar mis pensamientos antes de que se esfumen hacie el limbo. ¿Qué tan león es un león condenado a vivir en una jaula? En todo caso, no se ha vuelto gallina, ni habrá olvidado el arte de rugir. O eso quiero pensar, hasta que se me escape otra vez el armón.
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