La Casa del Dragón, concebida como precuela y a la vez spin-off de Juego de Tronos, cuenta la rivalidad entre dos hermanos muy distintos. Y la propia serie nace marcada por otra rivalidad… también entre hermanos muy distintos. Casi al mismo tiempo que La Casa del Dragón, el streaming rival de HBO Max, Prime Video, estrenaba con todo el despliegue posible su propia precuela / spin-off, Los Anillos del Poder, basada en la literatura de Tolkien y El Señor de los Anillos.
La adaptación de Fuego y Sangre (Plaza & Janés), La Casa del Dragón, lleva a los espectadores de Juego de Tronos varias generaciones y siglos antes de los eventos de su serie matriz. Estamos, en efecto, ante una serie destinada a contar los eventos que marcaron el fin de la dinastía Targaryen y supusieron un antes y un después en la historia de los Siete Reinos. Una dura tarea que ha proporcionado a HBO el mejor estreno de su historia, con 10 millones de espectadores, que no han hecho sino crecer en el transcurso de los dos siguientes capítulos.
Hay algo en La Casa del Dragón que retrotrae a los que, en realidad, fueron los mejores capítulos de Juego de Tronos antes de que la serie se convirtiera en el absoluto fenómeno de masas que fue, en un evento semanal que se obligó a sí mismo a proporcionar un formidable clímax en todos y cada uno de sus ambiciosos capítulos. La serie pilotada por Ryan Condal se repliega a un puñado de personajes, menos subtramas y un juego de poder marcado, a fuego y sangre, por la imposibilidad de designar una heredera mujer.
El Rey Viserys (Paddy Condisine) se debate entre lo que se espera de él y su deseo de dar un paso que desafíe a la tradición. Entre tanto, su primogénita Rhaenyra (a quien veremos dar un estirón muy pronto, tanto que será interpretada por Emma D’Arcy) se enfrenta a ese concepto que nuestros coetáneos han denominado masculinidad tóxica. Que la serie de Condal y George R. R. Martin transmita la idea de la emancipación femenina sin resultar anacrónica, por la finalidad autoimpuesta de resultar culturalmente relevante, es un asunto que aún está por ver.
La serie de Condal se maneja mientras tanto entre importantes elipsis entre capítulos (seis meses entre el primero y el segundo, dos años entre el segundo y el tercero) que motivarán algún cambio de casting y que, al menos, impiden que conflictos demasiado familiares atasquen el devenir de una serie que, en su primer segmento, se ve perjudicada por un tono un tanto letárgico e indefinido. Nadie dijo que retroceder hasta los momentos más sustanciosos de la serie original no conllevase un precio, y La Casa del Dragón no ha podido evitar pagarlo. Sus personajes deambulan un tanto entristecidos sin gozar de la misma vida que los interpretados por Dinklage, Clarke, Harington y compañía; el gore y sentido de la aventura parecen esta vez un tanto aplacados y formulaicos, sin la rabia y labia de ocasiones anteriores, y todo en definitiva aparece un poco lastrado por lo que debía ser su mayor virtud: el regreso ansiado a las tierras de Poniente.
Juzgar La Casa del Dragón, o incluso la primera temporada de La Casa del Dragón, por un puñado de capítulos se nos antoja sin embargo una injusticia. Sus personajes son todavía esbozos en busca de definición, de un peso específico que por ahora solo Paddy Condisine ha logrado –en el personaje más inseguro y menos carismático del evento, y paradójicamente más representativo de todo el contenido por su encrucijada moral–. Todo el saber hacer de una gran producción británica y de HBO sigue ahí (pese a cierta debilidad en sus efectos visuales), y aquí y allí brillan detalles perturbadores “marca de la casa”: el parto del primer episodio, los cangrejos devorando cuerpos del tercero… La serie, no obstante, está a la espera de que el afán sensacionalista y pulp de George R.R. Martin asome sus fauces, y que las asome bien, como seguramente también sus espectadores dentro de escasamente un par de capítulos más.
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