Hay una frase de Karina Sainz Borgo que odio porque retrata con demasiada exactitud mi propia vida: “la sorpresa de los que llegamos tarde a todo”. Pecado capital: cuando descubrí a Karina Sainz Borgo, ya había levantado el acantilado de su propia cólera y también había sido bautizada como la hija de la literatura.
Leí La hija de la española y, apropiándome de una frase de su autora, me hice fuego. El tropo del fuego es común en la prosa sainzborgueana, lo cual no podría ser de otra forma porque sus páginas inflaman. A ellas uno debe acercarse aceptando de entrada quemaduras de tercer grado, quemaduras de las que prenden por dentro. Se viene a jugar con fuego, pero no a quemarse, sino a carbonizarse. Un festín para pirómanos en el que el combustible se hace verbo.
Nada queda que decir de ese libro que se expandió como un incendio forestal: un retrato de una sociedad en descomposición, una construcción alegórica del desmoronamiento de un país a través de la muerte de la madre, la imposibilidad de la tierra, o de algunas tierras, el zarpazo de la zafiedad que arrebata y atiza. Nada queda que decir para quienes siempre llegamos tarde a todo. La impuntualidad se paga con el eco de los tiempos perdidos. Lo único que los impuntuales podemos hacer es volver sobre lo ya dicho.
Hubo para quien La hija de la española fue problemática por la representación que la narradora hacía de las clases bajas. Creían que la novela era, entre otras cosas, clasista.
Hay algo tremendamente injusto hacia quienes enarbolan la bandera de la verdad como principio en la escritura: que se les intente lapidar a maniqueísmos, priorizando lo micro sobre lo macro, que se eche la cortina sobre lo verdaderamente importante, aquello de lo que todavía hoy en según qué círculos, apenas se empieza a hablar.
No es difícil identificar los fragmentos que dieron lugar a estas críticas. Al principio de la novela, Adelaida viaja en taxi justo después de enterrar a su madre. De repente, el taxista se ve obligado a parar porque el camino lo han cortado unos Motorizados de la Patria. Adelaida ve a esos hombres propinar golpes y escupitajos a un ataúd. También cerca ve lo que describe como un aquelarre en el que destaca una mujer de cabello estropeado, vestida con chanclas, pantalón corto y camiseta roja. Esta mujer sube a una niña a un ataúd y le alza la falda mientras le azota el culo para que baile al ritmo de una música que tumba a aquellos que no son dados a turbas ni aquelarres. Otra niña frota su sexo sobre el ataúd.
Más adelante, Adelaida observa a un comando de los Hijos de la Revolución, esta vez compuesto por mujeres obesas a las que se refiere como un gineceo de ninfas amorcilladas. El momento clave es aquel en el que a Adelaida le arrebata su casa un comando de mujeres presidido por la Mariscala, una mujer, en palabras de la narradora, con pies elefantiásicos calzados con chancletas de plástico y con la cabellera recogida en un muñón de pelo tieso. En un encuentro con la Mariscala, cuando Adelaida intenta recuperar su hogar, describe las manazas con las que manosea sus libros y se asombra al ver que la Mariscala sabe leer.
Si de todo esto se concluye que la narradora y, por extensión la autora, tienen un planteamiento estereotipado o clasista, hay que volver a leer por varias razones. En primer lugar, porque estas descripciones, que sí son viscerales y por qué no, violentas, en realidad sólo van dirigidas a los esbirros de un régimen dictatorial, no están aplicadas a la totalidad de ningún grupo. Aquí las generalizaciones corren única y exclusivamente a cuenta nuestra, del lector. De hecho, en varios momentos de la novela, Adelaida se solidariza y describe entrañablemente a personajes que pertenecen a la clase trabajadora. Para un verdadero clasista recalcitrante poca diferencia habría entre una panadera, un zapatero o el hampa. Además, hay una crítica directa al propio clasismo de la sociedad venezolana en la que Adelaida crece cuando no es aceptada en un centro religioso porque su madre no es viuda sino soltera. En segundo lugar, si se le acaba dando más importancia a la descripción de una criminal en chancletas que al clima imperante en la novela, un clima sin libertades políticas esenciales, en el que la democracia se encuentra subvertida en palabras de Enrique Krauze en El poder y el delirio, donde se asesina a periodistas y a oponentes, si el clima de tragedia humanitaria se coloca en segundo plano respecto a las manazas de una criminal, entonces el problema no es sólo el de una lectura paranoica.
Si alguien aun lo ve así, creo que debería pensar en La hija de la española como una vomitona volcada en escritura. La vomitona narrativa de alguien que tragó y calló demasiado tiempo, la vomitona de quien ve licuar un territorio. Es un testimonio de alguien desquiciado en un país desquiciado y a quien sufre no se le puede culpar de su sufrimiento igual que al bulímico no se le puede culpar de su bulimia.
Para la crítica, y también para la autora, El tercer país es mejor novela que La hija de la española. No seré yo quien le enmiende la plana a nadie, mucho menos a Karina Sainz Borgo. Pero si hay algo que hizo que para mí la primera quedara más tatuada en mi impronta es el tratamiento de los espacios. En un momento como el actual, en el que literatura latinoamericana de altísima calidad nos ayuda a abrir los ojos respecto a los hogares monstruosos, La hija de la española es una oda para quienes siempre hemos sentido el espacio público, y no el privado, como hostil, aunque no vengamos de un lugar en el que hasta las flores depredan. Como en todo, nuestras experiencias nos configuran. Para algunos, afortunadamente, el espacio privado siempre fue el refugio a un leviatán de afuera. A las hermanas las acosan en la calle, a las madres las ningunearon jefes tiránicos y uno experimenta vicariamente las cruces ajenas. Por eso La hija de la española me interpeló, porque nos habla de la cara bonita de la realidad que también existe: la del refugio de lo familiar, del hogar como extensión de la protección materna.
Freud cavilaba sobre la manera en la que nos identificamos como miembros de una sociedad. Decía que el apego libidinoso a un objeto podía darse a escala masiva. Y La hija de la española habla de eso: de lo que sucede cuando entregamos nuestro superego a un líder. Las masas se enamoran, enfebrecen y el resto es conocido por todos. La hija de la española debería entregarse como tratamiento a los contagiados por la neurosis de las promesas fáciles. Un psicoanálisis social en el momento más pertinente porque leer, en palabras de Karina Sainz Borgo, es traicionar a las versiones más precarias de nosotros mismos. Adelaida Falcón hace un diagnóstico acertado de la lucha entre la pulsión de vida y la pulsión de muerte en la civilización. Adelaida Falcón es la hija de Freud.
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