Las formas del querer, (Premio Nadal, 2022. Edit. Destino), de Inés Martín Rodrigo, es una historia que explora las distintas formas del querer a partir de los recuerdos de una familia a lo largo de toda una vida.
Zenda publica el segundo capítulo.
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2
Habían pasado ya varias semanas desde el funeral de Tomás y Carmen. El calor estaba justificado, a punto de que terminara julio, pero la atmósfera era irrespirable. Y no se trataba solo de un fenómeno meteorológico. Aparentemente, la vida había vuelto a su imposible normalidad. Olivia, a sus escarceos amorosos, con Alberto todavía, pese a los muchos años transcurridos, como pertinente testigo. Clara, a matar el tiempo en Edimburgo mientras Carlos se pasaba el día trabajando. Antonia y Juana, las hermanas de Carmen, a sus esperas en casa, sin desesperar, pendientes de que la comida no se les quedara fría a sus maridos, que siempre se entretenían tomando chatos más de lo debido. Ismael, a su vida de casado, yendo y viniendo cada fin de semana a casa de sus suegros en Jaén, donde Estrella se había instalado hasta que terminara el verano. Y los vecinos del pueblo, a sus rutinas de mestresiestas y, llegada la noche, charlas al fresco en sillas plegables con asientos raídos por el uso estival.
Insomne impenitente, cuando ya no aguantaba más delante de la pantalla del ordenador, Noray se arrastraba medio sonámbula por los cuartos que durante tantos años habían habitado Tomás y Carmen. Las mismas habitaciones en las que su hermana Clara y ella habían crecido, donde habían apurado su infancia hasta el último momento. Noray podía pasarse horas escuchando los relatos de su abuela, cuya memoria familiar hacía las delicias de su nieta mayor, y Clara no paraba quieta en casa, hasta el punto de que Tomás bromeaba diciendo que le iba a poner un puesto de pipas en la plaza del pueblo. Las dos, cada una a su manera, eran felices siempre que pasaban tiempo con sus abuelos, experimentaban el dulce regocijo de regresar a eso que algunos llaman hogar, sobre todo desde el instante en el que el suyo se desmoronó. Por eso Noray había decidido instalarse allí durante la última etapa de su tumultuosa vida, buscando su amparo, el alivio de sus palabras.
Ante su ausencia física, perseguía su rastro, lo que de él quedaba, por toda la casa. Abría sus armarios de par en par y olía su ropa, se la llevaba directamente a la nariz y aspiraba con ansia. Imaginaba su última conversación, el instante exacto en el que su abuelo apagó la luz de la mesilla presidida por su fotografía de recién casados… Cuando Noray no estaba escribiendo sentía molestias en todo el cuerpo, como si el dolor físico fuera un reflejo cruel de su aflicción. Su abuela, siempre previsora, tenía un buen acopio de pastillas en la caja de alpargatas que usaba como botiquín y Noray fue haciendo uso de ellas. Allí hasta encontró una caja de Optalidón, pese a que hacía tiempo que no se vendía en farmacias. Gracias a aquellas píldoras rosas que llevaban décadas alegrando el día a día de las amas de casa de medio país, Noray consiguió atenuar las jaquecas, cada vez más frecuentes, y la dismenorrea que padeció también esos días. Pero lo que no podía parar, lo que le resultaba imposible detener, era aquel diálogo mudo, aunque atronador en su mente, con los fantasmas de sus abuelos.
A Tomás a veces se lo encontraba sentado en el sillón orejero que había en la cocina chica, como ellos llamaban al comedor, y otras, vagando por el salón al que daban las habitaciones y que nunca tuvo otro uso más que ese, ser un espacio amueblado. Su abuelo sonreía al mirarla. Era lo que siempre hacía cuando tenía algo entre manos con su nieta mayor. Noray era su ojito derecho, y Tomás no intentaba disimularlo. Cuando Olivia se quedó embarazada para sorpresa de todos, hasta de ella misma, temió que su padre se disgustara al saber que no era un niño. Desde que su hija les había presentado oficialmente a Alberto, al que pese a los iniciales recelos terminaron incorporando con entusiasmo contenido a la familia, Tomás no había parado de imaginar la cantidad de cosas que haría con su primer nieto: los partidos del Atleti que le llevaría a ver al Calderón; las mañanas de domingo que se pasarían intercambiando cromos de fútbol en la plaza del pueblo; los paseos por el Corchuelo intentando —en balde, pues allí nunca soplaba el viento, ni a favor ni en contra— que volara la cometa que habrían fabricado juntos; el primer ojo morado tras un rifirrafe con el capitán del equipo contrario en la liga de futbito…
Aunque cuando la cogió en brazos por primera vez en el hospital, al poco de dar a luz Olivia, Tomás no podía saber que acabaría compartiendo todos esos momentos con su nieta, al observarla se le iluminó la mirada. Tan arrobado estaba que Olivia y Alberto no tuvieron más remedio que dejarle que escogiera el nombre. «¿Pero qué nombre es ese, alma de cántaro? », se quejó Carmen cuando su marido llegó del registro. Tomás no se fiaba un pelo de que su hija y su yerno no se echaran atrás, así que se empeñó en ir él mismo, y ningún empleado del ente público puso pega alguna a su voluntad. Como respuesta, Tomás le dio a su mujer el pesado diccionario y le dijo: «Busca la palabra y lo entenderás». Carmen obedeció y, una vez que la encontró, leyó en voz alta su significado: «Poste o cualquier otra cosa que se utiliza para afirmar las amarras de los barcos». «Esta niña va a ser el sostén de ese matrimonio, ya lo verás», continuó Tomás con orgullo, pero sin desvelar el auténtico motivo escondido tras la elección de aquel extraño nombre. Ahora, después de tantos años, mientras deambulaba por esa casa que había sido suya y antes de otro, el espectro de Tomás ya nada podía hacer para evitar que la luz que Noray siempre había desprendido se fuera apagando poco a poco.
Durante esos días, a Carmen su nieta se la encontraba casi siempre leyendo en la biblioteca, forjada gracias al legado de Filomena, una de las grandes amigas de su abuela. Era el lugar favorito de Noray, donde tantas veces se había refugiado, a lo largo de los años, buscando amparo en el mundo de la fantasía. También la veía en la cocina, junto a la lumbre, pelando patatas. «A una persona se la conoce por cómo pela las patatas.» Era lo que Carmen siempre decía, porque era lo que les había oído, desde niña, a su madre y a su abuela. Generaciones enteras de mujeres de la familia Soler repitiendo la misma cantinela, que en realidad era una lección de vida: «El que se lleva mucha carne de la patata es un poco despilfarrador y el que arrastra con el cuchillo solo la piel es más bien tacaño». El equilibrio entre ambos extremos, igual de perniciosos, era el modo ideal de pelar patatas, manzanas, zanahorias y lo que se terciara. Y también el estado adecuado para vivir, pensaba Noray cada vez que veía a su abuela cuchillo en mano después de que su abuelo lo hubiera afilado en la pila que había al lado del pozo, en el patio. Noray solía siempre acercarse a ella pizpireta, tarareando la canción que en ese momento estuviera sonando en el discman que sus padres le habían regalado por haber accedido a dejarse melena para la primera comunión.
Ni Olivia ni Alberto eran creyentes, y mucho menos practicantes, pero dada la vinculación de las niñas con el pueblo y con sus abuelos maternos, consintieron en que participaran de una ceremonia que tenía más que ver con el Carnaval, por la pomposidad de los disfraces de sus protagonistas, que con un oficio religioso. Con lo que el entonces matrimonio no contaba era con la testarudez de su primogénita. «Pues no pienso dejarme el pelo largo», les advirtió Noray en cuanto se lo dijeron. No le importaba tener que pasar por «el rollo de la catequesis» ni aprenderse de memoria la Biblia si hacía falta, ¿pero el pelo largo? Con lo feliz que era ella sin tener que someterse a la tortura diaria de desenredar los tirabuzones que había heredado de su madre, sin llevar coleta en los entrenamientos de baloncesto y sin empezar a sudar como un pollo según arrancaba la primavera… A Alberto los argumentos de su hija le parecieron bastante lógicos y difíciles de refutar. Pero en aquella época, Olivia aún batallaba en su interior con el sometimiento a los dictámenes sociales del pueblo, por lo que no paró hasta dar con la forma de convencerla. Aunque el mérito fue más bien de Carmen, pues fue ella quien le sugirió a su hija que la música, ese gusanillo que empezaba a correrle por el cuerpo a Noray, podía ser el anzuelo perfecto para que picara. Y así fue. «Pero me llevas a la peluquería en cuanto salga por la puerta de la iglesia, aunque sea domingo», dijo Noray, consciente de que había caído en la trampa, pero con el discman ya en su poder. Tajante en su determinación, como demostraría en tantas ocasiones a lo largo de su vida, Noray se cortó la melena, aunque no inmediatamente. Esperó, al menos, a que llegara el lunes.
Absorta en aquellas correrías de su infancia, la memoria, juguetona, condujo a Noray al momento en el que su abuela se puso por primera vez los cascos del discman que obró el milagro de la comunión. Eran muy aparatosos y de los extremos sobresalían dos almohadillas negras que Noray conservaba impolutas, nadie sabía cómo. Carmen estaba en el patio. Sentada en la mecedora que, una tarde del invierno anterior, Tomás había rescatado prácticamente nueva de los contenedores de basura que había frente a la casa de Tere y Manolo y en los que siempre andaban husmeando sus perros, tenía la falda arremangada y las piernas metidas en un barreño.
—¿Qué haces, abuela? —le preguntó Noray con inocente curiosidad.
—Nada, cariño. Es que he pasado muy mala noche, con unos dolores horribles por el dichoso reúma, y estoy a ver si se me calman las piernas.
—¿Con agua?
—No, mujer, he echado un sobrecillo de esos de Espidifren.
—¿De Espidifen?
—Sí, de eso.
—Querrás decir que te lo has tomado.
—No, no, nada de tomarse, que luego se me revuelve el estómago. He vertido los polvitos en el agua para que hagan efecto directamente en las piernas. Es mucho más rápido.
Sin conocer aún las peculiaridades del efecto placebo, Noray se echó a reír mientras Carmen la miraba extrañada; no entendía cómo no podía ver la lógica de su planteamiento. Noray la besó, le colocó los cascos y le dio al play.
—No es esa señora del moño —en alusión a María Dolores Pradera— que tanto te gusta, pero a mí me encanta. A ver qué te parece…
Su abuela asintió divertida. Un rato después, el dolor había desaparecido y Carmen disfrutaba de la música que le había puesto su nieta con el suave vaivén de la mecedora.
—¡Pues no suenan mal estos muchachos modernos!
—No grites, abuela, que te van a oír hasta en el Corchuelo —le dijo Noray tronchándose de risa—. ¿Por qué no me cuentas la historia de cómo conociste a Mari Miura?
—¿Qué dices? —volvió a gritar Carmen.
Noray le dio al stop antes de contestarle.
—Digo que me cuentes la historia de cómo conociste a Mari Miura.
—¿Pero otra vez? Si te la sabes de memoria…
—Es que me hace mucha gracia todo lo que me cuentas de esa mujer.
—No me extraña, hija, no me extraña… —asintió Carmen, y empezó a relatarle el principio de aquella amistad.
Era lo que siempre sucedía. Cuando Noray le pedía a Carmen que hiciera memoria, ella accedía encantada. Lo que comenzó como un juego entre abuela y nieta con el que ambas se divertían por igual acabó siendo, con el paso de los años, una narración continuada, ininterrumpida, mucho más seria, dolorosa por momentos, sobre la historia de toda su familia. Eran tantos los nombres de los protagonistas, de las ciudades y los pueblos, las anécdotas, los detalles y los acontecimientos vividos, que Noray acabó apuntándolo todo con sumo cuidado para que nada de aquello cayera nunca en el olvido, ni en el suyo ni en el de los demás.
Las lágrimas sorprendieron a Noray sentada a la mesa de la cocina. El café que se había preparado nada más levantarse, solo y cargado, buscando la lucidez que había perdido tras un sinfín de horas en vela escribiendo, se había quedado frío y el trago le supo a rayos. Llevaba varios días sin salir de casa, refugiada en la oscuridad que le aseguraban las contraventanas, cerradas con la excusa de combatir el calor, tecleando y charlando con los fantasmas de sus abuelos, que se resistían a abandonarla, pues debían terminar de contarle su historia antes de desaparecer para siempre. Noray sabía que sin ellos estaba perdida. El silencio del que Tomás y Carmen la habían hecho cómplice pesaba tanto en su conciencia que lo único que a esas alturas estaba en condiciones de decidir era cómo y cuándo ponerle fin.
Aquella mañana, tras aceptar la invitación a comer de su tía Antonia, Noray decidió hacer una última visita al cementerio. Después cogería el autobús de línea que partía del pueblo en dirección a Madrid. Pero, justo cuando iba a salir de casa, se encontró en la puerta con Jose el Gaseoso, que al verla se ruborizó, como siempre que se cruzaban en alguna bocacalle del pueblo, cosa que ya casi nunca pasaba. Vestía el uniforme de la Guardia Civil con el que su padre aventuró que no llegaría a sentirse cómodo en toda su vida, pero que él llevaba con soltura y entusiasmo desde el mismo día de su graduación en la academia.
Su familia era dueña de una pequeña fábrica de gaseosas que había en el pueblo. Siendo un crío, Jose empezó a ayudar a su padre a llevar la mercancía a los bares de la comarca, donde los conocían como los Gaseosos, apodo que él heredó pese a ser el benjamín del clan. Ya de adolescente, sin carné pero todo un consumado conductor, Jose siguió asumiendo las tareas derivadas de la fábrica hasta que Noray lo animó a soñar. Se conocían desde muy niños y, aunque ella vivía en Madrid y le sacaba media cabeza y Tomás y Carmen no veían con buenos ojos que su nieta se hablara con el Gaseoso, los dos se quisieron a su manera y durante el breve tiempo que siempre dura el primer amor, si es que así se puede llamar a lo que ellos tuvieron. Fue Noray quien convenció a Jose para que se presentara a las pruebas de ingreso en la Guardia Civil, ante el enfado de su padre, que ya se imaginaba a su hijo heredando el negocio y liberándolo de la carga de no poder jubilarse hasta que se muriera. «Es lo que realmente quieres, así que hazlo. Hazlo o te prometo que no vendré el próximo fin de semana», lo amenazaba ella cuando salía el tema entre ambos. Pero cuando Jose aprobó los exámenes de acceso, no sabía que Noray ya había conocido a Ismael. Su entrada en la academia de la Guardia Civil coincidió más o menos con su ruptura, vía telefónica, con Noray, decisión que esta tomó sin que nada en su comportamiento previo presagiara el desenlace. Y ahí terminó su historia, aunque no su amor o no, al menos, el que Jose continuó sintiendo por Noray, secretamente según él pensaba, pero del que el pueblo entero estaba al tanto. Hasta ese mismo día, en el que se presentó en casa de sus abuelos, de servicio.
—Hola, Noray. ¿Te ibas?
—Sí, voy a comer a casa de mi tía Antonia, que se ha empeñado.
—Solo serán unos minutos. ¿Pasamos dentro?
—¿Lo que tengas que decirme no me lo puedes decir aquí o qué?
—No, es mejor que lo hablemos dentro, por favor.
Jose la cogió del brazo y la condujo hacia el patio, un gesto que extrañó a Noray, pues en su ademán no percibió el calor que su cuerpo siempre desprendía cuando entraba en contacto con ella.
—¿Y bien? —le dijo apoyada en el pozo.
—Antes de nada, me gustaría darte el pésame. Quise acercarme durante el funeral, pero había tanta gente y, además, estabas muy bien acompañada…
—No empieces, Jose, no seas crío, que ya somos mayorcitos.
—Está bien, está bien. Perdona, tienes razón. He sentido mucho la muerte de tus abuelos, de veras, eran…
—Sabes de sobra cómo eran, lo sabe todo el pueblo, sí. Ve al grano, que a mi tía se le va a agriar el gazpacho.
—Como sabes, don Eduardo, el médico, certificó su muerte, y dijo que había sido un ataque al corazón, que se les había parado en mitad de la noche; un infarto, vamos. Y dijo, también, que no era necesario hacerles la autopsia, que estaba todo muy claro.
—Sí, lo sé, me lo dijeron mis tías. ¿Y?
—Pues que al sargento le parece un poco sospechoso, casualidad, diría más bien yo, que los dos sufrieran un infarto la misma noche y al mismo tiempo. Tu abuela estaba enferma, lo sabía todo el mundo, pero tu abuelo… Unos días antes había estado gestionando no sé qué papeles en el ayuntamiento, que lo vi yo, y estaba perfectamente el hombre, hasta me saludó y todo, cosa que no acostumbraba a hacer, la verdad…
—¿Y para eso te manda tu sargento, para interrogarme a mí? ¿Qué pasa, que la gente no puede morirse cuando le dé la realísima gana? Mis abuelos se pasaron la vida juntos y ha querido Dios, ese Dios al que tanto os empeñáis en honrar y adorar, que se hayan muerto juntos, porque no podía ser de otra manera. Joder, para una puta vez que vuestro Dios acierta y resulta que os ponéis suspicaces…
—Vale, cálmate, cálmate. Puede que tengas razón.
—Pues claro que la tengo, Jose, claro que la tengo. Y, si quieres, puedo ir yo misma a soltarle mi particular sermón de las siete palabras a tu sargentito de mierda.
—No te pongas impertinente, que no te hace justicia, Noray.
—Y tú no te pongas melodramático, que aquí no has venido a darme el pésame, sino en misión de servicio.
—Tranquila, esta investigación termina aquí, conmigo.
—Muy bien, me alegro mucho.
Al pronunciar esa última frase, Noray no pudo más y se abrazó a Jose, que la estrechó entre sus brazos, ahora sí, con ese calor que siempre le ofrecía. Permanecieron así un rato, respirando al unísono, leyendo cada uno los pensamientos del otro, hasta que Jose lo comprendió todo. Entonces la separó, le dio un beso en la mejilla y se marchó.
En el breve camino hasta la casa de su tía Antonia, Noray recordó con nostalgia el tiempo que había compartido con Jose, cuando el amor podía ser divertido, aunque ambos supieran que no era un juego. Y quiso regresar a ese instante fugaz en el que fue feliz a su lado.
—¿Pero, prenda mía, qué haces? ¿Estás pensando en las musarañas?
Su tía Antonia, que la esperaba en la puerta con el mandil perdido de tomate, sacó a Noray de sus pensamientos.
—Ay, perdone, me retrasé haciendo el bolso.
—No pasa nada, vamos.
En cuanto entró, Noray se sintió abrumada por el luto que desprendía la casa. Su tía había bajado de la troje cuantos objetos se le habían ocurrido para hacer más ostentoso el duelo, como el corazón de Jesús que solo sacaba por el Corpus. Noray no dijo nada y siguió a su tía hasta el comedor, donde ya estaba preparada la mesa. Su tío se había vuelto a entretener en el bar, así que cuando entró oliendo a tabaco y con el sabor agridulce del vino de pitarra aún en la boca, ellas ya iban por el gazpacho, especialidad de la casa y causante de las llamativas manchas en el mandil de Antonia.
—¡Ya has vuelto a fumar! Mira que te lo tengo dicho, Agustín, que tienes los pulmones tan negros como el hollín.
Noray pensó que su tío, educado en una sociedad en la que el hombre era el dueño y señor de su casa, no iba a cambiar a esas alturas de su vida. Pero le gustó ser partícipe de aquella conversación, aparentemente intrascendente. Le hizo regresar a un presente sin preocupaciones, en el que todo giraba alrededor de discusiones inocuas, donde la sorpresa de lo cotidiano era la máxima aspiración. Así había sido también para sus abuelos, pese a su final.
—Tía, voy a pasarme ahora por el cementerio —dijo Noray retomando la conversación.
—¿Ahora? ¿Con esta calorina? Anda, espérame y vamos juntas en cuanto baje un poco la flama, mujer —le dijo Antonia.
—Déjelo, prefiero ir sola, y además luego tengo que coger el autobús. Es mejor que se quede en casa. Échese en la cama, aunque no se duerma. Intente descansar. Han sido días muy duros para todos.
—Bueno, hija, como quieras. Con lo cabezota que eres no voy a convencerte, así que haz de tu capa un sayo. Eso sí, ni se te ocurra llevar flores, que se van a mustiar en un periquete.
¿Flores? Noray ni se lo había planteado. Bastante tenía con intentar comprender qué impulso irracional la llevaba a sentir la necesidad de acercarse al cementerio. Se despidió de sus tíos con sendos besos y prometió volver pronto. Antonia sabía que su sobrina no cumpliría su promesa, por lo que, antes de que saliera por la puerta, le robó un abrazo y le dijo al oído: «Déjalos marchar, cariño». Al oírla, Noray se estremeció. Segundos después se apartó de su tía y se fue.
El sol abrasador la cegó, en contraste con la oscuridad en la que hasta entonces se había guarecido y, siguiendo su reflejo, se encaminó al camposanto, ubicado a las afueras del pueblo. Aquella mestresiesta de cuarenta grados a la sombra había dejado las calles vacías. En el trayecto, de no más de diez minutos a paso ligero, Noray solo se cruzó con un gato que se asustó al verla y salió disparado en busca de algo de sombra. Al levantar la mirada para seguir el recorrido del minino, Noray se preguntó si continuando aquel repecho estaría el sendero por el que su tía Antonia tiró el torrezno destinado a borrar la verruga que a Clara le salió en el labio superior cuando era una renacuaja. Según su tía, el mejor remedio para ese tipo de males era casero y, por tanto, no tenía que ver con la medicina. Consistía en restregar la corteza de un torrezno por la verruga y después tirar el trozo de tocino en una zona del pueblo de la que Clara nada debía saber, pues en el caso de que alguna vez pasara por ella la excrecencia volvería a aparecer. Pese al descreimiento de todos en casa, sus abuelos y sus padres dejaron que Antonia se saliera con la suya, y la verruga desapareció, para siempre, además.
Las chicharras, atronadoras, acompañaron a Noray a lo largo del camino y lograron silenciar sus pensamientos hasta que, casi sin darse cuenta, se encontró delante del panteón de la familia Soler. Entonces, ignorando lo que la rodeaba, incluyendo a dos albañiles que sudaban la gota gorda mientras cementaban la superficie de la última tumba ocupada, probablemente esa mañana, leyó los nombres de sus abuelos. Noray había convencido a su madre para que en las lápidas solo figuraran los datos básicos, nada de leyendas memorables tipo «Tu familia no te olvida» o «Deja una hija y dos nietas», y mucho menos sus fotografías. Quería que fuera lo más aséptico posible.
Se arrodilló y apoyó la mano derecha sobre el mármol. Le sorprendió que, pese al calor sofocante, se conservara frío. Cerró los ojos e intentó respirar, no sin dificultad por el polvo que un remolino de viento caliente había levantado en la zona sur del cementerio. «Abuela, ¿estás despierta?» Era la pregunta con la que Noray martilleaba a Carmen todas las noches en las que, siendo niña, se trasladaba a su cama para ver si atrapaba el sueño. «Sí, hija, sí», respondía su abuela minutos después de que Noray hubiera oído varios ronquidos. Al poco tiempo, Carmen se volvía a quedar dormida y su nieta repetía la misma pregunta. Así podían estar hasta el amanecer. Noray nunca había dormido bien, ni siquiera cuando era un bebé, y aquella condición suya empeoró tras la separación de sus padres. Luego vino todo lo demás. Resistente a los somníferos, solo logró esquivar el insomnio durante un tiempo, cuando conoció a Ismael. Las primeras noches que pasó con él fueron como una cura de sueño. Sentir su cuerpo pegado a ella la calmaba. Incluso dejó de tomar pastillas. Hasta que Ismael, herido, no pudo más y se obligó a fijarse en Estrella, fingiendo un amor que solo era, como mucho, cariño.
Al acordarse de todo aquello, todavía de cuclillas, con la mano sobre la fría lápida, Noray se dio cuenta de que llevaba sin pensar en Ismael desde que se habían despedido después del funeral de sus abuelos. Era como si su mente, entretenida en reconstruir el pasado, lo hubiera estado esquivando, consciente de que le ocultaba algo. Noray se irguió y las rodillas le crujieron. Ese sonido metálico la sacó del letargo y de pronto se sorprendió pronunciando en voz alta, aunque apenas audible, pues la pareja de albañiles siguió a lo suyo, las palabras que había ido a decirles a sus abuelos, aunque no lo supiera cuando salió de su casa: «Estáis a salvo».
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Autora: Inés Martín Rodrigo. Título: Las formas del querer. Editorial: Destino. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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