Éramos mujeres jóvenes. Una educación sentimental de la Transición española de Marta Sanz es un ensayo que desvela los prejuicios y tabúes que rodean los usos amorosos del postfranquismo y la democracia. “Conceder la palabra a las mujeres es un acto de justicia que repara el silencio y la invisibilidad”, afirma la autora. Aquí, os dejamos el capítulo titulado Chico Wrangler de este libro publicado por Fundación José Manuel Lara.
Chico Wrangler
Nosotras no éramos ya de esas mujeres que se dejaban seducir por un feo imaginativo. Un intelectual. Un Castelar. Un hombre con estudios superiores. Nosotras nos estábamos incorporando a la universidad. En el curso 75-76 constituíamos el 36% de la población universitaria; el curso 85-86, éramos el 49,5%; en el 94-95 éramos el 52,6%. Aunque a veces las mujeres cultas, las instruidas, impostan los tics más cargantes de la inteligencia del profesor, del guardián de la palabra, de la erótica de un poder que también dimana del acaparar conocimiento para seducir al otro; una historia como esa nos cuenta José Luis Guerín en La academia de las musas (2016): un profesor de literatura italiana emplea sus saberes para montarse un gineceo con un grupo de alumnas que se sienten muy especiales.
Esas cosas solo pueden ocurrir cuando las mujeres pensamos ingenuamente que el feminismo está superado, que no nos controlan, que ya no hay palabras para estigmatizar nuestros aprendizajes –las marisabidillas– ni nadie nos trata con paternal condescendencia o utiliza argumentos eróticos a fin de descalificarnos –«Esta está ahí porque se la ha chupado al jefe»–. Es sórdido, pero sucede cada día. En aquellos tiempos, nosotras estábamos o creíamos estar más vacunadas que nuestras madres contra la labia manipuladora del intelectual varón. A lo mejor no deberíamos habernos puesto esa vacuna. A nosotras era difícil llevarnos a la cama hablándonos de Hegel. Porque nosotras somos las niñas que nos quedamos atónitas ante la valla publicitaria del chico Wrangler. Ana Rossetti le dedicó un poema:
Dulce corazón mío de súbito asaltado.
Todo por adorar más de lo permisible.
Todo porque un cigarro se asienta en una boca
y en sus jogosas sedas se humedece.
Porque una camiseta incitante señala,
de su pecho, el escudo durísimo,
y un vigoroso brazo de la mínima manga sobresale.
Todo porque unas piernas, unas perfectas piernas,
dentro del más ceñido pantalón, frente a mí se separan.
Se separan.
Nosotras éramos las niñas y las adolescentes que hablábamos por la boca un poco más madura de Ana Rossetti. Ya sabíamos que el hombre también era carne y que, como ya he señalado, seríamos universitarias. Incluso algunas de nuestras madres lo habían sido. Ahora dudamos de qué será lo mejor para nuestras hijas. Pero nosotras amábamos a los centauros, al guardabosques de Lady Chatterley y a Alain Delon en Rocco y sus hermanos. Nosotras creíamos haber superado aquella idea romántica y terrorífica de que cuando una mujer mantiene una relación sexual deja de ser virgen, doncella, luz, musa, santa, ideal de perfecciones, objeto del deseo, para convertirse en barro, mierda, flacidez y semillero de enfermedades —recomiendo una relectura del Canto a Teresa de Espronceda: no sé si alguna vez nos recuperaremos de eso–. Nosotras sobrevivimos a la fiebre de Travolta y a las voces aflautadas de los Bee Gees, a las ojeras de Leif Garrett y a las ronqueras de la canción italiana subida de tono. A Gloria y Te amo de Umberto Tozzi. A todas las películas en las que Jorge Sanz era el galán y, con su mala dicción y su cara de niño morboso, follaba con la plana mayor femenina del cine patrio. Nos gustaban los hombres que se dejaban quitar las espinillas y tenían en las piernas y el torso más pelo que nosotras. Los barbilampiños nos daban repelús. Ahora en los centros de belleza muchachos jóvenes y musculados, como los antiguos guerreros griegos que se depilaban con pinzas las pantorrillas, hacen la cuenta de la vieja para ver si les llegan los ahorros: quieren hacerse una depilación láser integral. Pero la metrosexualidad, la pilofobia y sus variantes, a nosotras ya nos pillaron mayores. Los tíos con las cejas más arregladas que Audrey Hepburn. Y Cristiano Ronaldo, que a mí y a todas mis compañeras nos da un poco de grima.
Como consecuencia de toda esta vorágine refrita, nos gustaban los hombres malos, los donjuanes, los poetas, los niños problemáticos, los huerfanitos, los desapegados, los que montaban en moto, los esnifadores de pegamento y todo bicho viviente al que pudiéramos redimir. Los compañeros de clase no eran, para nosotras, las criaturas más atractivas. Quizá porque estaban demasiado a mano o porque ver crecer a tu lado a alguien le quita casi todo el morbo, pese al erotismo innegable del incesto como tabú fundacional. Cada día nos asomamos a la caja de cartón para ver si los gusanos ya han hecho su crisálida y nos da un poco de repelús comprobar que a Andrés le sale el bigotillo, se le afilan las facciones, le salen granos y se le escurre el culo. La generación de la pedagogía moderna, que en el colegio público aprendió matemáticas con diagramas de Euler-Venn y recibió algunas breves lecciones de sexualidad e igualdad, aniquiló el deseo por sus compañeros de pupitre: ya no podíamos descubrir nada por nuestra cuenta, tantear, dudar, ponernos nerviosas.
Siempre daba más glamour y más misterio tener a alguien especial fuera y no sé si esta impresión es generacional, cultural o de clase, porque nosotras —las que hablamos en este libro— somos chicas de clase media que compartimos vivencias y conversaciones con otras chicas de clase media. Ignoro si una aristócrata o una muchacha del lumpenproletariat comparten el mismo punto de vista que yo. Era y es muy difícil mezclarse, y puede que la distancia entre nosotras y una marquesa de nuestra misma nacionalidad, entre nosotras y una chabolista de nuestra misma nacionalidad, sea más grande que la que existe entre todas las chicas de clase media del mundo. Todas somos ya unas señoras y asumir ese título a veces supone un pequeño trauma.
Pese a toda la confusión y toda la mezquindad, nos enamorábamos como perros y perras. A corto o largo plazo, esperábamos que los chicos «nos pidieran salir» o que nos dieran un beso inaugural, la manita de refilón mientras se está paseando, luego «cortábamos» y simultaneábamos historias y aventuras que después le contábamos cara a cara a nuestra mejor amiga, sabiendo que nuestra promiscuidad minúscula nos marcaba un poco.
O mucho. Sabíamos que en estos temas era muy palpable la diferencia de género, pero no lo podíamos evitar y por la boca morían los peces, todos los peces, uno detrás de otro. Abríamos siempre la habitación de Barba Azul y, con curiosidad y un criterio cada vez más definido, poníamos nota al olor corporal y a los besos de lengua. De cero al diez. El siete —el notable bajo— era la nota con la que a mí más me gustaba calificar a mis amantitos. Era el signo de la mediocridad: la prueba infalible de que no me había enamorado. O de que me estaba haciendo la dura. Tengo un cuaderno de tapas rojas, oculto en un altillo, en el que se deja constancia de estos listados y estas calificaciones.
En esta ocasión no le cedo la palabra a mis corifeas. Porque no me da la gana. Sé que Celia y Marcela no estarán de acuerdo conmigo. Y hoy no me apetece discutir.
________
Autora: Marta Sanz. Título: Éramos Mujeres Jóvenes. Una Educación Sentimental De La Transición Española. Editorial: Fundación José Manuel Lara. Edición: Papel
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: