El articulista y escritor David Gistau publica Golpes bajos, una novela en la que se mezclan el boxeo, las mafias y trapicheos de los bajos fondos, con la alta sociedad, y el mundo del espectáculo y la farándula. A continuación, puedes leer las primeras páginas del libro, publicado por La Esfera.
Un gimnasio de boxeo. Un entrenador de vuelta de casi todo. Una presentadora de televisión en horas bajas que busca volver a las portadas. Un gánster que controla todo y a todos. Bajos fondos. Altas esferas. Mundos que no se tocan salvo en el ring.
El protagonista de esta historia es Alfredo, el propietario de un modesto gimnasio de boxeo en una cochera del barrio del Lucero. Entre sus pupilos tiene a un púgil prometedor al que prepara para ser campeón. Un día, sufre un encuentro fortuito con el jefe de una organización criminal que lucha para hacerse con todo el territorio de Madrid. Piñata, que así se apoda, convencerá a Alfredo para que participe en un montaje sentimental con Magda López, una presentadora de televisión venida a menos que necesita publicidad. Junto a ella, Alfredo conocerá los salones de la alta sociedad mundana y los palacios aristocráticos, a toreros, a disolutos herederos de negocios millonarios y a ídolos del rock. Todos tienen algo en común: están en manos del gánster Piñata y, de una u otra forma, pueden ser destruidos por él.
Alfredo estaba sentado en una silla plegable y tenía los pies apoyados sobre el soporte del ring, junto a un botijo colocado debajo de las cuerdas. Su postura era algo indolente, como de ver atardecer en una terraza junto al mar. Acababa de dejar caer al suelo el periódico enrollado. Cuando lo leyó, mientras alrededor sonaba el morse de los golpes a las manoplas, se hizo gracia pensando que parecía un entrenador antiguo, en blanco y negro, de los viejos gimnasios sin ventilar como el Stillman’s. Alfredo tenía cuarenta y cinco años, medía algo más de metro ochenta y apenas pesaba tres o cuatro kilos más que cuando boxeaba en las divisiones medias. Entrenaba, se conservaba bien, con la musculatura todavía dibujada en los brazos y en los hombros. Llevaba más largo el pelo de un negro mineral que cuando boxeaba. La nariz, resultado de catorce fracturas que se la habían ido modelando como golpes de cincel, terminaba de dar al rostro un aire tumefacto y peligroso que, según decía el propio Alfredo cuando entraba en bravatas para divertir a los chicos, gustaba mucho a las mujeres con capricho de chulo. Además, camisetas juveniles, zapatillas New Balance casi siempre y algunos tatus, como el rostro de Alí en el antebrazo y, en el hombro, una bombona de butano que Alfredo se había impreso para no olvidar jamás que el boxeo lo salvó de seguir repartiéndolas de por vida.
Alfredo miraba a dos de sus pupilos que guanteaban con cascos y guantes de catorce onzas. Le interesaba sobre todo Damián, peso superligero, un dominicano de Carabanchel que no mucho tiempo antes todavía andaba en pandilla de adolescentes por los parques apretando a quien tratara de usar las canchas sin pagar. Alfredo conocía a Damián desde siempre, lo recordaba de cuando iba al gimnasio de niño y se colaba por debajo del torno porque era lo que le habían enseñado a hacer en el metro. Eran los primeros años de Alfredo como entrenador, recién retirado, recién armado su propio gimnasio dentro de una cochera acondicionada del barrio del Lucero. Damián ya andaba por ahí arreando a los sacos los golpes que imitaba de su hermano mayor y probándose los guantes que le quedaban enormes. El hermano de Damián fue el primer proyecto de profesional de Alfredo. Lo fue hasta que desistió y desapareció en las discotecas latinas de Azca, donde se colocó de portero y se hizo matar en una pelea ajena cuando en Madrid empezaba a oírse hablar de los Latin Kings.
Cuando el hermano de Damián murió, Alfredo clavó en una pared del gimnasio una fotografía suya para inaugurar un mural admonitorio. Siempre tentados por las bandas y por el narco, los chicos del gimnasio, sobre todo los latinos, serían advertidos de que la muerte en la calle esperaba agazapada a los desertores, a los perezosos, a los impacientes, a los que no supieran decir no. Con el paso de los años, había agregado seis o siete retratos a ese fundacional, de muchachos muertos por cuchilladas o por sobredosis o abatidos por la policía. Como le parecían escasos, en algún momento comenzó a poner también las fotos de los alumnos que pasaban por la cárcel. Pero esto le salió mal, porque los chicos con condenas livianas regresaban ungidos como héroes y estar en el mural terminó convirtiéndose en un honor y en un motivo de respeto. Alfredo llegó a pensar que algunos chicos forzaban el delito para ascender de rango en la percepción de los otros.
A Damián dejó de verlo durante algunos años después de la muerte de su hermano. O, como mucho, lo veía pasar por el barrio, siempre de la mano de su madre, una mujer triste, desprolija y escuálida, abandonada hacía años por su hombre, que aferraba a Damián como si temiera que con sólo soltarlo un instante pudiera terminar en Azca. Damián creció. Anduvo por los parques, donde lo tentaron las pandillas que ocupaban los bancos con la música alta. Y de pronto un día apareció por el gimnasio, sin colarse esta vez por debajo del torno, y le dijo a Alfredo que quería ser boxeador. Lo decidió cuando su madre fue retenida por la seguridad en un cuartucho de un Corte Inglés después de intentar robar unos zapatos porque los que Damián llevaba al colegio estaban tan rotos que allí se burlaban de él. Quería evitarle a su madre todas las humillaciones del futuro. Se le sembró en la cabeza el sueño, un poco taurino, de maletilla tropical, de comprarle un piso con la primera gloria cobrada. Los guantes ya no le quedaban enormes. Nunca abandonó los entrenamientos, y a veces Alfredo lo sorprendía mientras miraba de reojo el retrato de su hermano en el mural. Se le movían apenas los labios como si le hablara.
Damián era alegre. Abajo del cuadrilátero, pero también arriba. Era un «gozador» boxeando. Tanto, que Alfredo llegó a temer que sus peleas pudieran aburrir a los espectadores más agrestes por carecer de dramatismo: los golpes que daba Damián eran como el puño impulsado por un muelle que sale de una caja de broma. Eran el resultado de una voluntad elástica de diversión. La esquiva, el señuelo, la confianza, a menudo la sonrisa o el guiño cuando el rival erraba un golpe. En sus primeros combates profesionales enojó tanto al público y a los boxeadores, porque parecía que se burlaba de los unos y de los otros, que salió abucheado incluso después de ganar bien, siempre antes de los puntos, y de hacer una aparición de púgil lleno de futuro. Peleó en gimnasios y en cochambrosos polideportivos de la periferia sur de Madrid donde el ambiente exigía golpes en corto y cejas abiertas, tipos atornillados al suelo que no cesaran un instante de dar y de recibir. Damián jugaba con las distancias, entraba y salía, se hacía inasible, peleaba casi más con los pies que con las manos, y todo ello soliviantaba a los espectadores al mismo tiempo que fascinaba a los entrenadores que, ellos sí, comprendían que Alfredo había encontrado un portento. Después de tres o cuatro peleas, Damián ya tenía un nombre, pero en la atmósfera de las veladas germinó la apetencia de verlo cazado por alguien que le borrara la sonrisa y se la cambiara por una mueca de sonado. La gente empezó a estar dispuesta a pagar por verlo ocurrir. Esto Alfredo no se lo decía a Damián. Lo miraba por el espejo retrovisor, relajado en el asiento de atrás con sus auriculares y su música murmurada, mientras lo llevaba en el Seat León a la siguiente pelea, por ejemplo, en Fuenlabrada, conduciendo entre los melancólicos neones industriales de la carretera de Andalucía, allí donde en los polígonos emergen rótulos en chino, pero no le decía nada. No porque temiera que Damián fuera a intimidarse por descubrir que el público de las veladas lo había metido en un cartel de Wanted, sino por todo lo contrario: porque creía que le azuzaría aún más lo chulapón y que terminaría encarado con el público en defensa de su estilo y de sus cojones. Alfredo pensaba que Damián podía convertirlo en el entrenador de un campeón de Europa. Y de verdad que lo necesitaba, porque el último que tuvo ya era desde hacía tiempo un gordo con el pelo canoso que atendía en el mostrador de una tienda de deportes de la calle del Conde de Peñalver. Pero antes de que eso ocurriera también era capaz de hacerlo salir de los polideportivos alejados del barrio bajo un granizo de sillazos.
En el momento del proceso de maduración en que estaba Damián, Alfredo quería meterle en la cabeza dos cosas importantes: que no era inmortal y que tendría que pagar mucho más en sufrimiento de lo que lo había hecho hasta entonces con esas peleas que fueron como conducir silbando y con el brazo apoyado en la ventanilla. Para lo primero, Alfredo tenía a Viguerza, que era todo él un memento mori para boxeadores que podría haberse dedicado a hacer por los gimnasios tournées pedagógicas sobre la condición de juguete roto y la crueldad general del azar cuando interviene en los propósitos de las personas aunque sea para confirmar aquello que dijo Homero de que los dioses tejen desgracias para que los hombres tengan algo que cantar. O, más bien, dejémonos de poesía, algo por lo que pedir un subsidio al Estado. Viguerza pasaba el mocho en el gimnasio, atendía el teléfono, perseguía a quien se retrasaba para pagar la mensualidad, ayudaba en los entrenamientos y en la esquina durante los combates, cuando untaba la vaselina y limpiaba los bucales. A él también lo había llamado el destino para ser campeón de Europa. La llamada de un bromista, había resultado ser. A él también lo habían jaleado en los bares de su barrio, en Torrejón, donde colgaban los carteles de sus veladas junto a las estampas de los toreros y los pósteres de los futbolistas, y hasta le racionaban los churros como si todos tuvieran encomendado vigilarle el peso durante las semanas anteriores a un combate. Viguerza no arrugó ni perdió disciplina ni lo sacó del boxeo un golpe que le dejara un coá- gulo, o algo así. Lo sacó del boxeo un cirujano del General Universitario que tenía que operarle una lesión mínima en una mano, y no sólo se equivocó de mano, sino que además se la dejó floja para siempre, sin fuerza de pegada, mustia como la polla de un viejo durmiendo una siesta debajo de una parra. Viguerza la cerraba y notaba como si le hubieran arrebatado un superpoder. Pegaba al saco y sonaba como los Bee Gees cuando chasquean los dedos. Nunca la recuperó. Hubo un juicio, recibió un dinero. Hubo una velada de homenaje, recibió un dinero. Hubo un interés fugaz de los programas matinales de televisión, recibió un dinero. Pero luego nada. El mocho, el teléfono y las manoplas en las que pegaban otros. El boxeador terminó antes de empezar, y de pronto hasta su noviecita del barrio empezó a parecer demasiado guapa para la vida que esperaba a Viguerza. Él nada le reprochó cuando le dijo que estaba harta de sentir lástima. Viguerza tardó meses en sonreír. Meses durante los cuales Alfredo perseveró con los chistes de que le iban a poner la mano de Luke Skywalker o la de Tyson si se la dejaba amputar. Un día se rio con un chiste, así, de repente. Alfredo lo habría abrazado para darle la bienvenida al resto de su vida. Lo había estado esperando.
Para lo segundo, para que empezara a sufrir en un ring tanto como para preguntarse si no sería preferible meterse a taxista, para que supiera lo que es el dolor y la mente que se va a negro y el aire que falta mientras de la esquina apenas te llega un grito que dice muévete muévete muévete, Alfredo tenía preparada una encerrona a Damián. Le había contratado un combate contra un veterano de Guatemala, lleno de mañas y de maldad, de cabezazos y de golpes por debajo de la línea de flotación del calzón, que tenía en la espalda las marcas de dos disparos y que siempre resultaba más temible cuando regresaba de entrenar en la cárcel porque allí nada lo desviaba a los prostíbulos y el trago. Hermenegildo Chaca. Una cresta negra sobre unos parietales rasurados. La piel iba de tatuajes como de imanes la puerta de una nevera. A Chaca lo traían a veces a las veladas españolas porque con los púgiles emergentes era como entregar un chico virgen a una zorra vieja: o te devolvía un hombre o no te devolvía nada. Chaca era casi un rito de paso. No era un gran boxeador ni lo había sido nunca. Un reñidor nomás, un criminal amortiguado por el reglamento. Pero absorbía sin apenas inmutarse lo que le tiraran a la cara, así fuera una estampida de ñus. Y con los años había adquirido un conocimiento tan profundo de lo sórdido y lo subterráneo que arrastraba a boxeadores mejores a una dimensión marrullera en la que nada de lo que habían aprendido les servía. Damián estaba para ponerlo con Chaca. El ambiente de las veladas estaba con ganas de comprobar si Damián sobrevivía a Chaca con la suficiencia de esquivador jovial. Así pues, Alfredo cerró el combate con Chaca para dos semanas después. Lo imaginaba, allá en Guatemala, metiendo con frialdad su equipo en una bolsa de deporte y disponiéndose a viajar como un sicario al que hubiera llegado un contrato de asesinato: volar, matar, regresar. La vez anterior que un promotor de Madrid lo llamó, Chaca jamás llegó. Lo detuvo la policía por algo pendiente en un cambio de avión en Bruselas. Y allí mismo comenzó uno de sus periodos de entrenar fuerte sin desvíos al prostíbulo.
—¡Alfredo, teléfono!
Era Viguerza desde la oficinita, donde estaba apilando las camisetas nuevas del gimnasio, con el logo del puño vendado, sin enguantar. El grito le llegó amortiguado por el sonido de los boxeadores que hacían saco. A Alfredo le daba pereza levantarse. Las llamadas importantes las recibía en el móvil. Sospechaba que Viguerza iba a molestarlo por alguien que llamaba para informarse de precios y horarios. Le hizo un ademán desganado y señaló a Damián, como diciendo, ¿no ves que estoy con el chico? Pero Viguerza insistió. Y por su expresión supo Alfredo que debía atender la llamada. Caminó hacia la oficinita con la sensación de que algo estaba a punto de cambiarle la mañana.
—¿Vos sos Alfredo? Lo reconoció de inmediato por la voz y por el acento. Darío Sánchez, alias Piñata. Hacía un instante, tenía los pies en alto. De repente, al otro lado del teléfono estaba Piñata. Como flotar en vacaciones y que en el campo de visión te entre una aleta de tiburón. Apenas se lo habían presentado en alguna velada, cuando Piñata llegaba acompañado por algún actor o algún cachorro de la alta sociedad con los que le gustaba hacer el show del gánster latino que va al boxeo. Una cosa como de Scorsese en Leganés, entre olor a bocata de chorizo. Pero Alfredo sabía que Piñata era un chungo en serio y un propietario de la noche y que para los boxeadores incipientes resultaba más peligroso que cualquier otra cosa de las que hubiera que protegerlos, incluido el cirujano de Viguerza. Piñata se los atraía, los colocaba en las puertas de las discotecas que controlaba, los usaba para mover farlopa, para cobrar deudas, para reventar la seguridad de las discotecas rivales forzando peleas multitudinarias, para pagar sobornos a los policías municipales que metían las grúas en los parkings de esas mismas discotecas y así jodían la noche a los clientes. Los cobradores de Piñata eran reconocibles porque todos ellos, para amedrentar en la primera advertencia, antes de los huesos rotos, solían repetir una costumbre que Piñata había importado de Buenos Aires durante sus primeros años de machaca en Madrid: llevaban sus heces metidas en bolsas de plástico y embadurnaban con ellas el rostro y la lengua del moroso. Piñata se estaba infiltrando en todos los gimnasios de Madrid para procurarse una infantería barata a la que hacer los encargos que no exigieran el uso de armas de fuego y para gobernar las veladas creando primero dependencias a los promotores y los entrenadores que necesitaran liquidez. En lo que Piñata tardó en volver a hablar, Alfredo, por puro instinto, habría agarrado la mano de Damián como hacía en la calle su madre por miedo a perderlo para siempre.
—Cómo te va, che. Sabés quién soy, ¿no? Siempre he querido visitar tu gimnasio, por todas partes me hablan maravillas de ciertos pibes que tenés, a ver si un día arreglamos y voy. Pero mirá, Alfredo, ahora te llamo porque tengo en la otra línea a un tipo que dice que te conoce y a quien quiero que expliques quién soy yo, porque inexplicablemente no lo sabe.
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Autor: David Gistau. Título: Golpes bajos. Editorial: La esfera de los libros. Venta: Amazon y FNAC
Sinopsis: Un gimnasio de boxeo. Un entrenador de vuelta de casi todo. Una presentadora de televisión en horas bajas que busca volver a las portadas. Un gánster que controla todo y a todos. Bajos fondos. Altas esferas. Mundos que no se tocan salvo en el ring.
El protagonista de esta historia es Alfredo, el propietario de un modesto gimnasio de boxeo en una cochera del barrio del Lucero. Entre sus pupilos tiene a un púgil prometedor al que prepara para ser campeón. Un día, sufre un encuentro fortuito con el jefe de una organización criminal que lucha para hacerse con todo el territorio de Madrid. Piñata, que así se apoda, convencerá a Alfredo para que participe en un montaje sentimental con Magda López, una presentadora de televisión venida a menos que necesita publicidad. Junto a ella, Alfredo conocerá los salones de la alta sociedad mundana y los palacios aristocráticos, a toreros, a disolutos herederos de negocios millonarios y a ídolos del rock. Todos tienen algo en común: están en manos del gánster Piñata y, de una u otra forma, pueden ser destruidos por él.
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