Bogart se asoma por la ventana, París al otro lado, entre las butacas del cine. Alguien de la Gestapo grita, en estruendoso idioma germano: los nazis conquistan la ciudad. Los ojos de Bergman, esa mirada a medio camino entre el amor y el miedo, invaden la sala. «El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos». Las manos de las parejas se acarician en la oscuridad, ajenos al acomodador. Corten. Una luz tenue ilumina los rostros. Hay un primer plano de Nicholson. Sonríe, con suficiencia, aunque esa sonrisa sólo se traduce en un milimétrico levantamiento de comisuras. «Todo el mundo quiere ser libre, pero una cosa es hablar de ello y otra muy diferente es serlo». En el cine de barrio, iluminados por la misma hoguera que calienta a los protagonistas, los pechos se hinchan, las conciencias se encienden. Corten. Chaplin observa algún punto en el suelo, su bigote se mueve al compás del discurso. «Mientras el hombre exista, la libertad no perecerá». En el cine de verano, el espectador encuentra la humanidad en la butaca de enfrente. Corten.
Johnny Fontane llora sobre el escritorio. Vito Corleone, padrino del temor, le azota y le protege con un ceño que pasará a la historia: las cejas se enarcan como sólo sabe enarcarlas el poder. La voz de Brando es una voz sin tono, pero con fuerza. Una afonía memorable: «A ese Woltz le haré una oferta que no podrá rechazar». En la sala zozobra la moral, se oscurece. Corten. Lawrence llega con el árabe perdido al oasis. Todos en la oscura sala le daban por muerto. Como la tribu de la película, los espectadores aplauden y se arremolinan imaginariamente en torno al camello. El jefe árabe le acerca el odre. Lawrence no le retira la mirada: «Nada está escrito». Corten. El salitre del mar llega hasta las butacas. La Estatua de la Libertad semienterrada. Charlton Heston se arrodilla. «Maldigo las guerras, os maldigo». El mundo en la sala también ha cambiado. Corten.
Gene Kelly baila bajo la lluvia, los presentes se refugian. Los esclavos se levantan al compás de los espectadores: yo soy Espartaco, yo también Espartaco. El niño mira con pavor al centro de nuestro subconsciente: en ocasiones veo muertos. Kate Winslet coloca los brazos en cruz, mientras el viento trágico del Atlántico y del futuro estremece al público. Los hierros en las piernas de Gump se desprenden mientras el muchacho se libera. Corre, Forrest, corre. Todos corrimos con él. El hacha de Nicholson y el cuchillo de Duvall resplandecen en la tiniebla del cine. Audrey Hepburn canta «Moon River» mientras el resto se derrite. Sharon Stone cruza las piernas, Travolta mueve las caderas, ET se marcha, la casa de Up se eleva, Luke descubre quién es su padre. Corten. Cuenta Garabito en el diario ABC que las salas de cine están muriendo. Esta columna, que acomete cada semana una escena cultural relacionada con la actualidad, no sólo empieza, sino que también termina hoy con dichas escenas; aunque su melancolía, me temo, es infinita.
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