Al cineasta y director de teatro valenciano Enrique Belloch le gustaba alardear de haber sido el “cazatalentos” de Antonio Banderas. Lo descubrió a principios de los ochenta cuando el malagueño era un veinteañero llegado a Madrid con ansias de triunfar, un diamante en bruto que deslumbró a Belloch al verlo reposar en lánguida postura en la cafetería del teatro Español, donde el joven actor hacía méritos como figurante. Sin pensarlo, le ofreció el papel protagonista de la que iba a ser su primera película en solitario, Pestañas postizas (1982), la historia de un dramático triángulo amoroso, con la veterana actriz Queta Claver y Carmen Belloch, hermana del director. El filme recibió un varapalo en el Festival de San Sebastián y Banderas dio la espantada, llevándose una chaqueta de piel que Belloch le prestó para una gala. Años después, en un programa de televisión vio al ya célebre «chico Almodóvar» despreciar la obra que fue su debú cinematográfico, y eso le partió el corazón. Hoy día, Pestañas postizas es una película de culto, proyectada el pasado 28 de junio en el cine Doré de Madrid dentro del ciclo Queer Coded como homenaje a su autor. Fue el último acto público al que asistió Enrique Belloch. Falleció el pasado 3 de diciembre a causa de un infección respiratoria. Con él desaparece uno de los últimos ejemplares de un tipo de artista en fase de extinción, el que se rige por su instinto y sus deseos, libre de la esclavitud del aplauso.
Conocí a Quique, así lo llamábamos los amigos, con 71 años, en el inicio de su declive, recuperándose de una profunda crisis a causa de la muerte de su madre, de su hermano mayor, Mario, al que estaba muy unido, y de la ruina económica, pues su estudio de producción y doblaje, Doble Banda, entró en quiebra tras el cierre de Canal Nou. Pese a las desgracias, que nunca vienen solas, mantenía su vitalidad e ilusión, refugiado en un núcleo de muy fieles amigos, sus provocadores posts de Facebook y el amor incondicional de sus perros. De verbo fácil, trato amable y gran sentido del humor, Quique derrochaba eso que llaman «discreto encanto de la burguesía», con un tono picantón, aunque reconocía la parte oscura que le dominaba a veces, como ser irascible y colérico. Conmigo siempre fue encantador y, fascinada por sus historias, le propuse contar su vida negro sobre blanco. Y así surgió Desde la acera de enfrente (NPQ Editores, 2018), en el que colaboraron el periodista Rafa Marí, el dramaturgo mexicano Aarón Romera, Ángel Aguadé, Cristina Monfort y Salva Ferrer.
Él mismo se retrataba en estos términos: «He vivido siempre como hijo de la anarquía, heredero de la época beat y hippie, de la ruta del bacalao, de la Transición española, de la movida madrileña, del sexo y el rock&roll, del alcohol y drogas diversas. Y no me arrepiento. Sufrí un coma etílico y tabáquico a finales del siglo XX que me obligó a replantear mi vida, pero si tasqué el freno fue sólo al reducirse mis posibilidades económicas y físicas. Nunca he estado dispuesto a dejar de ser lo que he sido. Siempre he buscado el lugar donde a nadie le importas, un mundo distinto al que la naturaleza te indica. El mundo ordinario nunca fue para mí. Siempre lo he visto desde la acera de enfrente, buscando el fin de las mentiras y tratando de descifrar, a través del sexo como medio de control, la verdad de todo, de mi todo».
Nacido en el seno de una acaudalada familia burguesa en pleno franquismo, 1946, la orientación sexual que compartía con sus dos hermanos encendió un semáforo en rojo en la primera mitad de su existencia: parecía condenado a llevar una doble vida, a convertirse en un renegado de su propia identidad, como tantos otros gays de su generación. Pero Quique supo escurrirse por las grietas del sistema y disfrutar del sexo, aunque tuviera que pagar un alto precio, el bullying que sufrió en el Colegio de los Jesuitas de Valencia, la paliza de unos guardias civiles, miradas recelosas y reprobatorias. Encontró válvulas de escape en la Barcelona canalla de las Ramblas y el Paralelo, donde estudió Económicas, Carnavales de Sitges incluidos, en las ciudades europeas a las que viajaba como comercial de la empresa de su padre… Incluso durante la mili, que le tocó en Sidi Ifni, logró mantener un buen rollo con sus compañeros, y guardaba buenos recuerdos de aquellos desérticos días.
Es posible que su homosexualidad fuera uno de los factores que le empujó al mundillo artístico, más abierto y tolerante en ese aspecto. En él destacó como un todoterreno de la escena. Actor, director de teatro y de cine, productor, actor de doblaje… Y no se le caían los anillos si tenía que cobrar las entradas del espectáculo. Pero la faceta que más disfrutaba era la de maestro, mentor y mecenas. De hecho, dilapidó la sustanciosa herencia familiar en dar oportunidades creativas a muchos jóvenes, algo que muy pocos le supieron agradecer. No fue solo el descubridor de Antonio Banderas; tenía olfato para el talento y buen ojo para la belleza.
Fue varios años profesor de teatro en la Escuela Municipal de Arganda del Rey (Madrid), donde mantuvo un tormentoso idilio con un alumno, y tras regresar a Valencia en 1987, creó la Sala Trapezi, un intenso foco cultural y creativo en el corazón del barrio del Carmen. Allí se rodaron películas y se montaron espectáculos de todo tipo, desde dramas a musicales, a los que Belloch era muy aficionado, pero la falta de apoyo institucional, unida a la tendencia al derroche de su director, llevaron al cierre. Poco después se puso al frente del centro de producción y estudio de doblaje Doble Banda, hasta la debacle de Canal Nou. El montaje de Teresa de Ávila, de su idolatrado maestro, el dramaturgo José María Rodríguez Méndez, que le legó los derechos de su obra, y un documental sobre La Margot, el travesti más famoso de la Transición, fueron sus últimas obras. Luego, el retiro en Godella, las tertulias con sus amigos y los paseos con sus perros. Exprimió hasta la última gota el jugo a sus días, alternando la dulzura de los éxitos con la hiel de los fracasos. Una vida que los biempensantes no llamarían precisamente «ejemplar», pero que nos hace confiar en que el libre albedrío y la voluntad pueden vencer a la fatalidad del destino.
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