Estás aburrido en el sofá de casa —con la tele de fondo, el ordenador, la tablet y el móvil—, harto de simultanear tanta cosa por inercia. Algo de la tele te atrapa: Texas (enero de 2018), un vendaval arranca las plantas rodadoras del desierto que vuelan durante minutos por la pantalla. El mundo se detiene; ni mindfulness ni yoga: las volteretas de los estepicursores.
Las bolas del Oeste salen de la tele, invaden tu salón, enmarañan tus sentidos y arrasan con todo: adiós televisor y aparatos electrónicos, adiós mobiliario, adiós ropa de la cuerda de tender y cuerdas; adiós puertas y ventanas; adiós marcos de fotos. Tus pensamientos se vuelven uno solo, como un mantra, y se mueven al son de los estepicursores.
Como el dios hinduista Visnú, estas plantas reciben muchos nombres. Tus favoritos son, sin duda, yuyo bola, bolita y pelusa del desierto, bruja, malvecino, chachanilla, churumico, rodamundos, corredora del desierto, cardo ruso y rascavieja. Jurarías, por las películas del Oeste y por la Ruta 66, que los estepicursores son originarios de EE.UU. y de México; pero no, resulta que vienen de las gélidas estepas rusas.
En 1873, un cargamento de semillas de linaza procedente del Imperio ruso llegó a las costas de Estados Unidos. Además de la linaza, el cargamento contenía —ocultas como en el caballo de Troya— semillas de planta rodadora. Años más tarde, en 1880, el departamento de agricultura de Washington recibió la primera noticia de que una planta extraña había aparecido en las tierras de pasto de Dakota del Sur. Poco a poco, esta planta recorrió con facilidad las dunas gracias a las condiciones ambientales de Dakota, germinó y se convirtió en la reina del uniformado paisaje del desierto norteamericano. Los estepicursores son, desde entonces, las plantas invasoras más agresivas del desierto: un idéntico y árido ejército de guerreros vegetales de Xian.
Antes de morir, las plantas rodadoras son verdes y lozanas, y están completamente arraigadas en el suelo. Cuando se secan y mueren, se liberan del tallo e inician su viaje —redondas y ligeras— para dispersar sus semillas a lo largo del desierto. Son consideradas malas hierbas: tienen espinas y son tóxicas para los animales que intentan comerlas, como las ovejas, y afectan también a la agricultura, desplazando a las especies nativas y transmitiendo virus a los cultivos de tomates y melones.
Puedes ver la invasión de los estepicursores de Xian en tu salón: las pelusas del desierto siguen rodando por tu piso; colonizan las escaleras del edificio; se cuelan en el ascensor; engullen en su interior al gato del vecino; vierten los platos de sopa recién servida de la mesa de la vecina, cuyo pelo, cardado y hueco, se parece al de un estepicursor.
Intentas poner orden a los gritos de los vecinos desde el descansillo, que se quejan de tu imprudencia por haber dejado salir de tu televisor a las malditas bolas del desierto. Tu pareja, como siempre, está fuera de casa; quién sabe si dispersando sus semillas, quién sabe si en Dakota del Sur, quién sabe.
¿Acaso tus vecinos y tú no sois un poco estepicursores, idénticos los unos a los otros, circulares? De vivos a muertos, del colegio a la universidad, del biberón al bistec, de casa al trabajo, de hijos a huérfanos, del acné al alzhéimer. ¿Acaso no lo son también las golondrinas y las aves migratorias? ¿Y tu relación? ¿No se parece también a los estepicursores? Antes de necrosarse también era verde y frondosa, como las plantas rodadoras.
Las pelusas del desierto han llegado a la azotea, saltan al vacío y corren por las aceras; algunas se fragmentan al caer como bolas de mercurio, otras se enmarañan en la copa de los árboles. La calle se queda desierta y un viento seco y silbante recorre como un bólido la calzada; a su paso, la basura de las papeleras queda suspendida en el aire: sobrevuelan los detritus como aviones de papel.
Tu salón es Dakota del Sur. Ya no hay muebles ni puertas, solo restos de fotos, papeles y cristales en el suelo, y un eco que te recuerda al origen del mundo. Es el ruido que hacía tu casa la primera noche que dormiste en ella; es la carcoma royendo el silencio; es el éter. Tu casa, parlante y desangelada, parece la promesa de un comienzo.
Oyes pasos. Te quedas aguardando de pie, al final del pasillo. A lo lejos, en la oscuridad, distingues la silueta de tu pareja, que se detiene al otro lado con los brazos cruzados:
—En los 11 años que llevamos casados no sé cuántas veces te habré dicho que en la tele solo ponen basura. Intenté desengancharte primero con mi colección de cine ordenada por género y país, explicándote, con paciencia y ternura, los nuevos escenarios de la Nouvelle vague, el acierto compositivo y de guion que supuso Con la muerte en los talones, la técnica de montaje de El acorazado Potemkin… pero nada. Después, dado tu desinterés por las maravillas del séptimo arte y en un gesto de absoluto amor por ti, cedí ante el mainstream: HBO, Netflix y Amazon Prime se instalaron en el salón de casa. Solo ahora soy consciente de que todo mi esfuerzo no ha servido para nada; tu ignorancia y, sobre todo, tu pésimo gusto de telespectador analfabeto han provocado esta catástrofe.
Cae la tarde y el último rayo de sol ilumina el anillo de matrimonio de tu pareja. De pronto, un estepicursor se pone entre vosotros. En su interior hay por lo menos 50 películas enredadas; distingues Las uvas de la ira, Rebeca, Al final de la escapada y Metrópolis. Reconoces sus carátulas, las has visto muchas más veces en el salón de casa que a tu pareja. El calor es asfixiante, la quietud adquiere la consistencia de una lápida y el roer de la carcoma te taladra los tímpanos. ¿Cómo es posible que no hubieras oído hasta ahora ese rugido?
Tu salón es Texas, ya no hay televisión y en la esquina reservada a las películas ordenadas por género y país se arremolinan restos de fotos: la boca de tu pareja sonriendo, el Taj Mahal, el ojo de tu padre, la lengua de tu perro, tu tarta nupcial… Metes las manos en los bolsillos delanteros de tus jeans y enfilas el pasillo. Miras fijamente a tu pareja y disparas en su oído tu última bala:
—Adiós, mon amour, pasaste por mi vida como un estepicursor.
Sobrepasas el hueco de una puerta inexistente y desapareces. El portazo aun resuena en la fría estepa rusa.
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