Haré algo revolucionario y discreparé de la opinión general, aunque sea en un tema ligero y sin trascendental hondura: la miniserie Adolescencia, de Netflix, que ahora parece que quieren emitir incluso en los colegios de Reino Unido, tal es su éxito. Este aplauso generalizado me resulta sorprendente. Si han visto esta ficción, díganme: ¿no les ha parecido el colmo de la exageración? Comprendo la necesidad de remarcar la denuncia del bullying, de la falta de verdadera comunicación entre padre e hijos y del abuso de redes sociales a edades inadecuadas, pero la gestión de los hechos es tan desmesurada y teatral que pareciera dirigida a mentes sencillas: solo faltaba un esquema para explicar «esto está mal, padres y niños, muy mal, no lo hagan nunca».
Haré spoilers para los que no hayan visto este drama británico —quedan avisados, en todo caso, para no seguir leyendo—, pero ya solo cómo comienza el primer capítulo, con prácticamente un ejército tomando una vivienda unifamiliar para detener a un chaval de 13 años, parece un ejercicio de desmesura; con esta desproporción tan teatral quedan avisados los niños y las niñas malas de que serán castigados por las fuerzas de la justicia. Por fortuna, el policía que lleva el asunto parece cabal, inteligente y pragmático, pero solo en su oficio profesional, porque en su vida personal se nos muestra como un inútil en cuanto a emociones y sagacidad; resulta que su hijo ofrece excusas con reiterada frecuencia para no asistir al colegio, que le enferma y le da pánico, pero a este padre no se le ocurre preguntar al vástago qué le sucede ni por qué la sola idea de acudir a clases le genera dolor de estómago y sudores. Por supuesto, astuto lector, al chaval en el colegio le hacen un bullying tan grande como la catedral de Amiens. Cuando el perspicaz policía visita la escuela, que parece una cárcel en la que a duras penas se logra contener la mala educación y agresividad de los chavales —vestidos a lo pijo y con uniforme, para recalcar que el mal existe también en los barrios medios y burgueses—, tampoco parece darse cuenta de lo sospechoso que resulta que su hijo esté solo y aislado en el comedor. Visto cómo comienza el asunto, si este hombre resuelve el crimen será un milagro.
Sin embargo, estamos de suerte: hay un vídeo que muestra a Jamie, el protagonista de trece años, matando a la pobre Katie, su compañera de clase, que por lo visto era algo villana y se metía con él en Instagram. Ese Instagram que, al parecer, los padres de ella y del presunto asesino no revisaban nunca. Por supuesto, Jamie comienza la trama llorando y diciendo que es inocente; continuamos viendo la serie no porque le creamos, sino por curiosidad para entender a dónde se dirige el asunto. Los tan celebrados «planos secuencia» de cada capítulo, discúlpenme, resultan interminables; gran parte de los diálogos se reiteran y se pisan sobre sí mismos y pronto puede verse, en el lenguaje y expresión corporal del chaval, que no es tan santo como se muestra y que está cargado de rabia contenida. Sus padres y su hermana, obvio, no sabían nada de esta oscuridad interna del joven. Tan solo era un chaval de 13 años que salía con sus amigos —no sabían exactamente a dónde— y que veía internet y redes sociales, aunque desconocían por cuánto tiempo ni qué visionaba.
No dudo de que esto suceda todo el tiempo en gran parte del mundo; no dudo, incluso, del hecho de que en una situación extrema mi propio hijo adolescente pudiese sorprenderme de forma negativa y/o positiva con partes de su personalidad que se me escapen. Pero tampoco me cabe duda alguna de que esta visión infantil del mundo que ofrece Adolescencia raya con lo pueril: parece que la culpa es de las redes sociales, de las exigencias de los nuevos tiempos, de la falta de control; como si en siglos pasados no hubiese habido problemas que enfrentar, como si el siglo XXI fuese excusa para todo. Esto me recuerda a cuando una conocida periodista, tras parir gemelos, declaró ante la prensa sus quejas por el hecho de que nadie le hubiese informado correctamente del enorme esfuerzo y sacrificio que suponía ser madre. ¿En serio? ¿Pensaba que la maternidad eran las fotos en Instagram cuando se montaba la piscina hinchable en el jardín? Es como si ustedes deciden tirarse de un avión para hacer paracaidismo y de pronto, a punto de lanzarse, se lamentan de forma agria porque sienten miedo y nadie les hubiese avisado de tal posibilidad. En Adolescencia asistimos, lo reconozco, a la visión de un espejo que muestra esta falta de madurez: niños que no han recibido educación en casa —no me refiero a fiscalización de actuaciones, sino a educación—, padres que no dedican tiempo a sus hijos, que no saben qué les interesa ni preocupa ni a qué dedican gran parte de las horas del día. Esa permisividad exagerada es la que contamina gran parte de lo que somos, y resulta peligrosa. Lo terrible es cuando lo obvio, maldita sea, ya tienen que explicárnoslo como si fuésemos niños pequeños.
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Opino igual. Pero le puse 3.5 de 5 a la serie…
Dosis de paternalismo con un objetivo, dejarnos claro de que ella si es una gran madre.