¿Adulterio?

Fue de noche. El juicio fue rápido, no hubo testigos ni defensa ni súplicas que cambiaran la sentencia. Me declaró culpable sin misericordia por algo de lo que no había sido ni consciente ni responsable. Salí de su casa vestida con una túnica sencilla. El día había sido lluvioso y por eso tuvieron que esperar a la noche. El barro se resbalaba bajo mis pies descalzos deslizándose al son de un tambor seco y lúgubre. Él me precedía y tras de mí un cortejo de antorchas que crepitaban dejando su luz y su humo en la atmósfera aún cargada. Llegamos al ágora donde se erguía una pira de madera seca recién construida. En medio había una especie de altarcillo en donde me iban a sacrificar. Tragué saliva y lo atravesé con la mirada, pero su corazón de piedra no se alteró lo más mínimo.

—Este es tu destino, mujer. Los dioses lo han querido así.

—¿Los dioses? Hay que ser cínico —le escupí las palabras olvidándome de los juramentos. Yo ya no tenía miedo a morir, él había tomado una decisión y de lo poco que me había dado cuenta en los meses en los que habíamos estado juntos era que sus decisiones eran inamovibles. Se requería un milagro para que cambiara de opinión. Y entonces comencé a odiarlo con todas mis fuerzas. Mi vida dependía de su orgullo y yo estaba segura de que este ganaría.

—Sube, es la hora.

"No sé cuánto tiempo estuve así. Me dijeron que cuando todo terminó las llamas comenzaban a lamer el altarcillo donde yo permanecía erguida y sin sentido"

Aspiré el aire húmedo y recargué mis pulmones de valor, a subir me ayudó un hombre que me ató a aquel mástil que sobresalía del altar de sacrificio. Una lágrima de rabia rodó por mi mejilla. No sentía pena ni miedo, iba a afrontar aquel sacrificio con lo único que me quedaba dentro: resignación. El cortejo se dividió y se colocaron en los diferentes puntos de la pira.

—A mi señal— dijo él. El resto solo asintió—¡Ya!

Dejaron caer las antorchas a la madera que había sido previamente embadurnada con brea. El aroma del olivo se elevó hacia el cielo y entró en mis fosas nasales. El calor era abrasador, perdí el sentido y todo se volvió negro.

No sé cuánto tiempo estuve así. Me dijeron que cuando todo terminó las llamas comenzaban a lamer el altarcillo donde yo permanecía erguida y sin sentido. Él no se apiadó de mí. No fue quien paró aquella hoguera que amenazaba ya con quemar mi piel. Fue otro él, otro él en todo igual a mi marido. Otro él al que confundí con mi marido y que me arrebató la virginidad. Otro él cuyo reino era el más extenso, otro él que nos vigilaba desde el Olimpo. Otro él que hizo su magia y mandó una tormenta que extinguió las llamas de la hoguera y calmó la sed de venganza de Anfitrión. Sed que él mismo provocó al arrebatarle su derecho de poseerme primero.

***

Me casé enamorada del que iba a ser mi héroe, pero que se convirtió en mi verdugo de muchas maneras posibles. Soy de Micenas y allí pidió mi mano a mi padre, Electrión. Hacía poco que había perdido a mis hermanos por una traición y Anfitrión llegó a mi vida como una tabla de salvación. Él sería el que los vengaría me prometió.

—Antepongo la venganza al amor. Juro que no tocaré a Alcmena hasta que sus hermanos sean vengados—. Le dijo a mi padre el día que firmaron el contrato matrimonial. Y cumplió su palabra.

"Era tal su excitación que no probó ni los manjares preparados por los esclavos. Estaba tan ansioso por poseerme que nada más entrar por la puerta se echó sobre mí"

Mi padre y él comenzaron una expedición contra los asesinos de mis hermanos con tan mala suerte que mi padre fue asesinado y nosotros desterrados. La ciudad elegida para nuestro destierro fue Tebas. Allí aún su palabra no había sido cumplida y no tuvimos aquella noche de bodas prometida. Volvió a partir a otra expedición, esta vez contra los telebeos y yo solo esperé. Esperé su regreso sano y salvo, esperé a nuestra noche prometida. Y, por fin, una noche cálida, casi de verano, volvió. Llegó aún con el olor a sudor y muerte del campo de batalla.

Era tal su excitación que no probó ni los manjares preparados por los esclavos. Estaba tan ansioso por poseerme que nada más entrar por la puerta se echó sobre mí. La noche se alargó y nos sumergimos en una espiral de amor y sexo sin fin. Me contó todas sus batallitas, yo las escuché una y otra vez embelesada, me las aprendí. Hasta que el sol por fin se coló por la rendija de la puerta y dimos la bienvenida al nuevo día para despedirnos. No pasaron ni dos horas que él volvió. Excitado, sudoroso y con ganas de mí.

—Alcmena, te he echado tanto de menos. Por fin serás mía —me dijo.

—Pero, Anfitrión—le dije, sorprendida—, el amor te ciega tanto que no soportas estar separado de mí.

"Salió como un torbellino de mi habitación y me dejó allí confundida y sola, hasta que un esclavo vino a por mí y me condujo al androceo"

Anfitrión me besó, pensando que mis palabras únicamente eran fruto de la ausencia. Volvimos al sexo intenso y sudoroso y a las confesiones. Yo me anticipaba a sus palabras, pues las  había aprendido la noche anterior y acabó aburriéndome su conversación. Él se dio cuenta de mi desinterés y se enfadó. Mucho.

—Mujer, ¿acaso te aburro? ¿No quieres saber a qué se enfrentó tu marido?

—Son las mismas historias de anoche— comenté de forma inocente.

—¿De anoche? — se sorprendió— Anoche yo aún estaba viajando hacia aquí.

—Pero, si estuvimos juntos. No es posible —repliqué.

"Escuchaba sin creer en las palabras de aquel adivino. Un dios había tomado la forma de mi marido para poseerme, para negarle a él su derecho de hombre, de ser el primero"

Salió como un torbellino de mi habitación y me dejó allí confundida y sola, hasta que un esclavo vino a por mí y me condujo al androceo. Allí, sentado en un sillón alto estaba Anfitrión, a su lado un hombre.

—Este es Tiresias. Es adivino ¿sabes? Y le he contado lo que me has dicho. Le he pedido que consulte al oráculo si es que te has vuelto loca.

—¿Y bien?

—Me has sido infiel.

—Pero ¿cómo?

—Bien, señora, permítame que le explique— irrumpió el adivino.

Escuchaba sin creer en las palabras de aquel adivino. Un dios había tomado la forma de mi marido para poseerme, para negarle a él su derecho de hombre, de ser el primero.

Ese dios no era otro que el mismísimo Zeus. Y Anfitrión decidió tomar venganza contra quien podía: contra mí. Así que no hubo ni juez ni testigo ni súplica ni amor que me salvara de la hoguera. O eso creía yo.

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