La azarosa vida de Lucia Berlin podría acabar ocultando su literatura. Es muy atractivo enumerar su alcoholismo, su mala suerte –persistente– en las relaciones personales,su ir y venir por EE UU, México,Chile… Parece que la estuviéramos viendo: una mujer joven, atractiva, con unos ojos azules deslumbrantes, arrastrando una gran maleta, diciendo al hijo pequeño que no llore, a otro que cuide del siguiente camino de la estación de autobuses con destino a la casa de alguna amiga, de alguien que la acoja unos días, regresando una vez más a casa de sus padres.
No es menos cierto que sus relatos son descarnados, directos; digamos fuertes. Pero también poseen la suficiente dosis de ternura como para teñir ese dramatismo que no es seco sino contundente. No le hace falta demasiadas palabras para situarnos ante una lavandería de Nuevo México rodeada de chatarrerías y tiendas de segunda mano, junto a indios que miran sin prisa cómo su ropa da vueltas y vueltas. Enseguida nos sitúa ante una reunión de borrachos en la cabina de un coche pasándose la botella o ante una clase de adolescentes en la que un chaval recién salido de la cárcel desafía a la profesora –¿ella misma?– en medio de una mañana cualquiera en una ciudad pequeña, sin nombre en el mapa, tatuados, aburridos, hartos de todo y de nada, sin presente y menos aún futuro.
La vida tal cual. Quizá la que no vemos o no queremos ver. El calor, unos padres en paro, violentos, un porvenir tan difuso como un el humo de un cigarrillo que se fuma en el porche alquilado y sin pagar desde hace unos meses, la amenaza de la enfermedad de un crío, el silencio de no tener a nadie cerca, el tic tac del despertador que hará que tengas que levantarte de noche, coger un autobús para una hora después tener que limpiar las colillas de una casa grande y ajena, hacer la cama, echar a la basura los restos de la cena de una familia que sospecha de ti por hablar de un modo diferente, demasiado instruida, silenciosamente reprobable.
Vivir ese vaivén, esa zozobra de trabajos temporales, de cambios de casa, de marido o compañero, de país. Hay que tener un coraje de acero para no caer en la desidia. Ella –cualquiera– cayó. Quién no. Pero tuvo en la escritura, en el relato de sus penurias, el empuje suficiente para seguir arrastrando la desolación que la ahogaba.
Todo eso nos lo cuenta. Asistimos a pasajes sórdidos, broncos y a la vez reales. Sólo hace falta mirar, abrir los ojos, no dar la espalda a lo que las calles ofrecen. No nos gusta y por eso lo obviamos. Pero ahí está Lucia Berlin para mostrárnoslos. Esto es lo que hay, parece decirnos. Esta es mi vida, la que me ha tocado. Podéis daros la espalda, pero existe. Y esto es lo que cuento.
No se recrea en la herida. Sólo nos muestra la dosis suficiente para que no lo rechacemos de plano. Nos guía, somos espectadores de su deambular, de sus miedos, de su incertidumbre. En el relato titulado Mamá se pude leer lo siguiente:
«–Mamá odiaba la palabra amor. La decía con el mismo desprecio que la gente dice la palabra furcia.
–Odiaba a los niños. Una vez la fui a buscar a un aeropuerto cuando mis cuatro hijos eran pequeños, y chilló ´¡Quítamelos de encima!´, como si fueran una manada de dóberman».
Por este libro desfilan viejos Buick abollados, autobuses destartalados «donde sólo van mujeres de la limpieza», mucho Jim Bean, lavadoras que gotean, facturas… Frases como «La gente pobre está acostumbrada a esperar: la Seguridad Social, la cola del paro, lavanderías, cabinas telefónicas, salas de urgencias, cárceles, etcétera».
O «Consejo para mujeres de la limpieza: aceptad todo lo que la señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco del asiento». Un ejemplo más delicado y sutil: «No le gustaba ver películas extranjeras. Ahora sé que era porque no le daba tiempo a leer los subtítulos». O más literario: «Al volver a casa, donde las ventanas siempre estaban abiertas o rotas, me encontraba un remolino de hojas en la habitación,como palomas en un aparcamiento del Safeway». Pero, ya sabemos, lo crudo se come a la belleza: «Mi madre iba a jugar al bridge, o eso decía, pero también llegaba borracha a casa».
Pese a todo tuvo un final más o menos feliz. Dejó el alcohol, dio clases en una universidad y fue querida por sus alumnos. Demasiado tarde. Claro que hay que agradecer el cambio de rumbo de la adversidad hacia el respeto, pero el pasado pesa y llaga las noches. No sirve la publicación de algunos textos; palían el dolor, no lo sustituyen.
Ahora asistimos en silencio a una escritura en apariencia suave, diáfana, limpia. Parece no estar urdida por la revancha sino por la perplejidad. «Me ha tocado esta singladura y os la muestro. Esto fue lo que viví», parece decirnos. Que no es poco.
Fue mucho. Y que hay que ser elegante para no pregonar tus desgracias como tantos han hecho con el melodrama barato de lágrimas de cocodrilo. Hay que ser de una pieza para contar lo vivido/padecido de un modo fino, terso. Por eso nos gusta –tanto– Lucia Berlin.
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Título: Manual para mujeres de la limpieza. Autora: Lucia Berlin. Editorial: Alfaguara. Páginas: 432
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