Fue el cineasta José Manuel Mouriño quien me puso tras la pista de Albert Kahn y quien me guio por el laberíntico legado en torno al cual se estructura la exposición que él comisarió junto a Alberto Ruiz de Samaniego para el Círculo de Bellas Artes de Madrid. La de Kahn es una de esas figuras inverosímiles, por todo lo que tienen de novelescas, que aparecen de vez en cuando sobre el mundo y que al esfumarse no dejan más que un pálido aliento que suele quedar difuminado en las atmósferas cambiantes de la posteridad hasta que alguien tiene la delicadeza de reparar en él, desenmarañarlo y ponerlo a rodar de nuevo para que se valoren adecuadamente las dimensiones y el alcance de su audacia. En tiempos veloces como estos, en los que todo es inmediatez e improvisación y quienes tienen en sus manos el dinero no acostumbran a auspiciar, con honrosas excepciones, proyectos que vayan más allá de su personal y estridente lucimiento, que un multimillonario invirtiera buena parte de su fortuna en poner en pie un empeño tan colosal como el que ocupó el último tramo de su vida casi convierte la peripecia en una hermosa extravagancia. No fue un santo Albert Kahn, no pudo serlo dadas las vías por las que hizo su fortuna, pero de algún modo se redimió al dejar para quienes habrían de llegar cuando él ya no estuviese un patrimonio excepcional y hasta inabarcable que, a su modo, quiso dar fe de las grandezas y miserias del mundo.
Albert Kahn nació en Marmoutier, una localidad francesa ubicada en la comarca del Bajo Rin, el 3 de marzo de 1860. Hijo de un ganadero judío y una ama de casa que carecía de formación académica, la prematura muerte de la madre le dejó huérfano cuando contaba apenas diez años de edad. Se mudó con su padre y sus tres hermanos menores a Saint Mihier tras consumarse la anexión alemana de Alsacia y Lorena en pleno fragor de la guerra franco-prusiana, y no mucho después, en 1879, encontró un trabajo como empleado de banca en París. Ansioso por ascender en el escalafón, comenzó a asistir a clases nocturnas con el fin de ampliar sus estudios y tuvo como tutor al filósofo Henri Bergson, cuya amistad mantendría durante toda su vida. Cuando al fin logró graduarse, en 1881, comenzó a afianzar una posición social que fue cimentando con la frecuentación de los más reputados mentideros intelectuales de la época. Trabó así amistad con artistas como el escultor Auguste Rodin y se fue haciendo un nombre en los contornos de la bohemia sin descuidar sus aspiraciones profesionales: en 1892 fue nombrado director asociado de la Goudchaux Bank, una de las más importantes casas financieras de Europa. En ese preciso instante comenzaba a fraguarse su odisea.
Paso a paso, Kahn construyó una fortuna considerable aprovechando las oportunidades que brindaba la economía especulativa en unos tiempos que conocían un impetuoso auge del colonialismo, y lo hizo aprovechando sobre todo el potencial de las minas de diamante y oro que se amparaban bajo pabellón francés. Al año siguiente de su nombramiento como director asociado, en 1893, se hizo con una gran propiedad en el distrito parisino de Boulogne-Billancourt y creó allí Les Jardins du Monde, una instalación única en su género que contenía jardines de estilo inglés y japonés, así como una rosaleda y un bosque de coníferas, y que no tardó en convertirse en uno de los puntos de encuentro más queridos por la élite intelectual francesa. Pero fue en 1909 cuando comenzó a gestarse su gran obra. Ese año, el banquero hizo un viaje de negocios a Japón y regresó de aquel país con un buen número de fotografías tomadas por él mismo y por su chófer, Alfred Dutertre, que le hicieron reflexionar acerca del sentido de la imagen en los albores de un siglo que terminaría explorando casi todas las fronteras del lenguaje audiovisual. Albert Kahn alumbró así Les Archives de la Planète, un proyecto monumental que pretendía «fijar de una vez por todas los aspectos, las prácticas y los modos de la actividad humana cuya desaparición total no es más que una cuestión de tiempo». Él no era ningún ingenuo y ocupaba una posición que le permitía vaticinar, con un grado alto de acierto, los rumbos que podía tomar la Historia en los años venideros. Conocía los avances tecnológicos, en especial los relacionados con la fotografía y el cinematógrafo, y sabía que la Revolución Industrial había colocado al mundo entero en una autopista por la que antes o después todos irían transitando hacia el progreso. En definitivas cuentas, sabía que estaba siendo testigo de los últimos compases de una realidad que empezaría a cambiar de manera irreversible más antes que después, y quiso dejar constancia de ella. Dicho con sus propias palabras, su objetivo consistía en conformar «una suerte de inventario fotográfico de la superficie del globo ocupada y habitada por el hombre, tal como se presenta en los inicios del siglo XX». En 1912 encomendó la dirección de la tarea al geógrafo Jean Brunhes (Toulouse, 1869-Boulogne-Billancourt, 1930), quien dos años antes había publicado un libro titulado La geografía humana en el que se venían a asentar las bases intelectuales del proyecto. La invitación se apoyaba en otra iniciativa consistente en la puesta en marcha de una cátedra de Geografía Humana, financiada directamente por el propio Kahn, en el Collège de France.
Los Archivos del Planeta echaron así a andar, se desplazaron por todo el mundo, de oriente a occidente, y llegaron a documentar los espacios más exóticos e insólitos del orbe, incluida la entonces casi mítica Ciudad Prohibida de Pekín. Brunhes diseñaba y preparaba con gran meticulosidad las expediciones, justificadas con un apoyo documental ingente que comprendía mapas, guías de viaje, libros de geografía e imágenes fotográficas. En esos equipos de exploradores audiovisuales llegaron a participar fotógrafos y operadores de cámara como Anders Beer Wilse, Auguste Léon, Frédéric Gadmer, Camille Sauvageot o Stéphane Passet. Eran ellos quienes desarrollaban el trabajo en una triple vertiente: se trataba de inmortalizar los lugares, pero también de retratar a quienes los habitaban y, en adecuada síntesis, dejar constancia de los rasgos culturales que los caracterizaban. El empeño navegó por cuatro continentes distintos y distantes, y reunió testimonios visuales de medio centenar de países, entre ellos Afganistán, Albania, Austria, Bélgica, Brasil, Canadá, Camboya, la República Checa, Egipto o Eslovaquia, sin olvidar los Estados Unidos o España ni descuidar la presencia de la Francia a la que pertenecían sus artífices. Durante más de veinte años, Albert Kahn fue conformando en su titánica obsesión un hito que no tiene paragón en todo el mundo. Su patrimonio consta de 4.000 placas estereoscópicas, 72.000 placas de autocromos y 183.000 metros de películas cinematográficas —en ellas hay hasta 45 minutos rodados en color— que suman en total más de 100 horas de proyecciones. Con tan abundante material, Kahn sustentó la puesta en práctica de la teoría de Brunhes y convertía la fotografía y el cinematógrafo en herramientas puestas al servicio del trabajo científico.
Todo se fue al traste con los ecos del crack bursátil de 1929. El brutal desplome de Wall Street arruinó a Albert Kahn y lo obligó a suspender sus expediciones en 1931. Perdió la inmensa mayoría de su patrimonio y hasta tuvo que deshacerse de su Jardín de los Mundos, que se convirtió en un parque público por el que el millonario que se había quedado sin fortuna paseaba a menudo en los últimos años de su vida. Murió en Boulogne-Billancourt el 14 de noviembre de 1940, justo cuando el mundo se debatía en una guerra que ya no pudo documentar, como sí hizo con el conflicto desatado en 1914. Por fortuna, el legado que le sucedió ha sobrevivido. Se conserva en el museo que lleva su nombre y que ocupa sus antiguas posesiones, y continúa sorprendiendo a quienes, tantos años después, se ven interpelados por esas imágenes con las que un banquero francés, hace ya un siglo, quiso dar curso a su afán de retratar un mundo que se iba.
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Albert Kahn. Los Archivos del Planeta. Comisariada por Alberto Ruiz de Samaniego y José Manuel Mouriño. Centro de Cultura Antiguo Instituto Jovellanos (Gijón). Hasta el 16 de mayo.
Fotografías: del Museo Albert Kahn
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