Rachel Stone, la agente más secreta de todos los agentes secretos, hace un poco lo mismo que Agente Stone, la película que protagoniza. Qué mejor agente secreta en estos tiempos de taquillazos sin taquilla, directos del despacho de Netflix al salón de su casa, que una agente secreta que se infiltra entre otros agentes secretos, que imita su funcionamiento hasta que no es necesario hacerlo. La nueva película de acción de la plataforma sigue las aventuras de una agente al servicio de una organización esquiva que supervisa la labor de todas las inteligencias del mundo desarrollado. Y, como ella misma, Agente Stone, blockbuster derivado de Misión Imposible y James Bond, imita no solo los recursos y tópicos de esas películas, algo que sería razonable, sino, en general, la apariencia de aquello que no es: una película de cine, con multitud de escenarios, escenas de acción, una destacada actriz protagonista… pero que no ha nacido para ser proyectada en una sala.
Empieza a parecer raro el propio concepto de superproducción de Netflix. Lo que al principio generó curiosidad ha acabado resultando, al menos en cuanto a cine de acción, una decepcionante sucesión de proyectos que más bien parecen descartes de un gran estudio. Como La vieja guardia, The Gray Man o la versión en serie Amazon del concepto, Citadel, esta Agente Stone es un clavo más, si quieren, en el ataúd del blockbuster de cine que ya se está matando solo aquejado de Marvelitis. Porque Agente Stone no intenta recuperar ni jugar con nada, ni con géneros viejos o la desaparecida práctica del cine comercial de presupuesto mediano, salvo reproducir la sensación de una entrega más de Misión Imposible (la última, Sentencia Mortal, está en cines y es fantástica) solo que sin la personalidad del autor principal de aquellas, Tom Cruise, y concebida para el televisor HD.
Es cierto, no obstante, que la inmensa mayoría no notará, ni querrá notar, las sutiles diferencias entre una cosa y otra. Pero ahí están, y la poco inspirada dirección del británico Tom Harper, carente de toda personalidad, no hace más que señalarnos el camino hacia ellas. Su fotografía digital trata de imitar el grano cinematográfico de una película de espías de los 70, sus escenas de acción el ruido y la furia de un taquillazo al uso. No emociona en ninguna de las dos categorías, como tampoco lo hace su protagonista Gal Gadot, un tanto incapaz de insuflar alegría a todo papel que no sea el de las dos estupendas entregas de Wonder Woman. De poco sirve acumular localizaciones si uno pasa de puntillas sobre ellas.
Se sienten, no obstante, vibraciones positivas de otros lugares. La primera, la impresión creciente de que nos estamos perdiendo en Jamie Dornan un intérprete interesante más allá de las 50 sombras de Grey. Podría ser, ciertamente, un buen James Bond si se diera el caso. La banda sonora de Steven Price (Gravity) no está mal, si alguno de los implicados en la película supiera cómo utilizarla. Y en general, Agente Stone no disgusta ni molesta ni aburre, sino que es algo que simplemente ocurre delante de nuestros ojos. Netflix da la impresión de seguir malgastando medios y oficio en guiones de marca blanca destinados a imitar las sensaciones de una gran película, un poco como la propia inteligencia artificial que todos se disputan en Agente Stone (y sí, no me lo recuerden: se trata de la misma premisa que en la citada, y repito, extraordinaria Misión Imposible: Sentencia Mortal). En una película que trata de reivindicar las corazonadas contra el algoritmo, la humanidad contra la máquina, se inclina por ser simplemente complaciente con ambas.
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