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Agnès Varda: Agárrense que vienen curvas

Agnès Varda: Agárrense que vienen curvas

En diciembre de 2022, la revista británica Sight and Sound publicó los resultados de una encuesta para establecer cuáles son las 100 mejores películas de la historia del cine. Intervinieron más de 1.600 críticos, programadores, cineastas, productores y todo tipo de personas vinculadas con el mundo del cine. Fue —según se dijo en su momento— la encuesta en que participaron más personas, además de ser también un ejemplo en el cumplimiento de cuotas, porque hubo un alto porcentaje de mujeres y se intentó que los resultados no fuesen polarizados por la sensibilidad anglosajona, ni siquiera la propia de Occidente, para lo cual intervinieron muchas personas de África, Asia y Latinoamérica, además de gente de diversas edades, desde jóvenes de apenas 18 años a maduros octogenarios. Así las cosas, eran de esperar ciertos cambios en el ranking, desplazamientos en el orden de importancia, desapariciones y nuevos títulos, aunque no tantos como finalmente hubo. Para empezar, el primer puesto ya no fue para Orson Welles con Ciudadano Kane (1941), tampoco fue para Alfred Hitchcock con Vértigo (1958); el primer puesto esta vez fue para Chantal Akerman con Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080, Bruxelles (1975), que no era la única cineasta femenina entre quienes habían dirigido las 20 primeras películas del nuevo canon, donde había tres mujeres más: Claire Denis con Beau travail (1998), Agnès Varda con Cleo de 5 a 7 (1962) y Maya Deren con Meshes of the Afternoon (1942).

"Ya no podemos seguir permitiendo, como señaló el crítico y escritor Juan Laborda Barceló en un libro sobre Alice Guy, que a una gran cineasta solo se la mencione como secretaria y productora de otros cineastas"

Establecer si los cambios mejoran o empeoran la calidad del canon solo cabe en la cabeza de los nostálgicos, esos que citan a Lampedusa sin saberlo y lo hacen inútilmente porque su único deseo es que todo cambie para que todo siga siendo igual. Las películas de siempre, las de Carl Theodor Dreyer o las de Akira Kurosawa, las de Friedrich Wilhelm Murnau o las de Luchino Visconti, siguen en la lista, en puestos más discretos, acompañadas por obras de maestros a quienes nunca antes se había considerado a la misma altura de Kenji Mizoguchi o Robert Bresson, como el senegalés Ousmane Sembène, el japonés Hayao Miyazaki o la neozelandesa Jane Campion. Además, las películas estadounidenses no son la mayoría, siendo en total 34 y de esas 34 valdría la pena ver cuántas son independientes o experimentales, para comprobar cómo los nuevos gustos y las nuevas sensibilidades no se dejan arrastrar y definir ni por el cine del periodo clásico de Hollywood ni por el cine comercial made in the USA. Ese cine, por supuesto, sigue teniendo importancia, pero en una medida más matizada, gracias ante todo a los nuevos soportes de visionado, que convierten a muchos espectadores en programadores y exploradores, a poco que uno investigue y se interese por tener una idea del medio más acorde a los tiempos en que vivimos, sin dejarse arrastrar por el canto de sirena de la vieja guardia, de los académicos y de otras fuerzas de ocupación que hasta ahora habían hecho suya la historia del cine.

En mitad de este nuevo clima cinéfilo, no está de más plantearnos que debemos escribir una nueva historia si queremos entender los cambios establecidos en el canon y por encima de cualquier otra cosa fijar la importancia de las mujeres en esa historia, retrospectiva e introspectiva, todavía pendiente. Necesitamos saber cuál ha sido y es su aportación, para ampliar con sus narrativas nuestro conocimiento del medio y, lo que es más importante, nuestro conocimiento del mundo y de su historia. Ya no podemos seguir permitiendo, como señaló el crítico y escritor Juan Laborda Barceló en un libro sobre Alice Guy, que a una gran cineasta solo se la mencione como secretaria y productora de otros cineastas, algo que sucedía en algunas de las historias del cine canónicas escritas en castellano. Ahora que Laborda acaba de publicar un libro sobre Agnès Varda, su intención de explorar las periferias de la historia del cine y de hacerlo a partir de mujeres pone de manifiesto su deseo de proponer nuevos relatos y de hacerlo matizando lo que el centro malinterpreta, disminuye o desprecia. Para él, «Alice Guy inauguró el relato femenino, la narración como tal, galvanizó los géneros y la crítica social a través del cine, mientras que lo que Agnès Varda hizo después fue ahondar en la utilización del cine como herramienta de transformación social, abundando en el metacine hasta unos niveles anteriormente no alcanzados y borrando de un plumazo los márgenes entre ficción y documental, si es que alguna vez existieron».

"Mujeres que conducen no es un libro sobre Agnès Varda, más bien es un libro a partir de Agnès Varda, con Juan Laborda Barceló como invitado especial, haciendo una declaración de guerra total para construirla, no tanto para definirla"

Tal como podemos apreciar en el libro de Laborda sobre Agnès Varda, Mujeres que conducen, la crítica francesa sobre todo pero también la internacional tardó en saber cómo juzgar las películas de esta cineasta. A veces le parecían demasiado indefinidas, poco literarias e intelectuales, mal escritas, pobremente interpretadas y peor rodadas; daban una imagen demasiado imprecisa de lo que debía ser el cine galo de la época, en manos de François Truffaut, Jean-Luc Godard, Alain Resnais, Jean-Pierre Melville, Claude Lelouch y unos cuantos afortunados más, todos ellos hombres. La critica y los espectadores preferían películas menos crudas, más hechas, no les importaba que fuesen falsas o afectadas, siempre que se pareciesen a las que se habían hecho con anterioridad o a las que se estaban haciendo en aquellos momentos a una escala masiva. Por eso colocaron a Varda en un lugar periférico, como una nota a pie de página en la gran historia del cine francés. La llamaron, entre sonrisas, la abuela de la nouvelle vague porque fue ella quien inició el movimiento, sin pretenderlo. Laborda la define como «combativa, poliédrica y holística; una fotógrafa, una directora y una experimentadora, también una esposa en cuyas manifestaciones artísticas se conjuga todo ello». La ve como a una maga capaz de reclutar a sus hijos para algunas de sus películas, de utilizar su casa como escenario donde se mueven sus personajes e incluso de sede de su productora, para dejar claro con todo ello que no es una feminista a la antigua usanza, de las que buscan su cuarto propio, sino de las que saben encontrarlo en cualquier parte y en cualquier situación. Eso poco a poco fue reclamando más atención hacia ella en el cine francés, en el que ahora se la ve como una ampliación del campo de batalla de la historia del cine y por encima de todo como una cineasta del futuro.

Mujeres que conducen no es un libro sobre Agnès Varda, más bien es un libro a partir de Agnès Varda, con Juan Laborda Barceló como invitado especial, haciendo una declaración de guerra total para construirla, no tanto para definirla, y de paso para definirse él mismo como espectador y como ser humano. Es un libro mestizo, entre el estudio cinematográfico, el ensayo cultural y la autobiografía, adecuándose así a la porosidad genérica que proyecta Agnès Varda en casi todas sus películas y colocando a su autor en el papel de astronauta que explora no un nuevo país o continente, sino un nuevo planeta. Un rasgo así lo aparta del carácter plúmbeo y académico de la mayoría de estudios cinematográficos, escritos en la mayoría de los casos sin marcar diferencias entre el cine tailandés y el cine estadounidense, entre un musical y una película experimental, dando por hecho que todo es la misma cosa y tiene los mismos fines. Laborda define su libro como un «combate» y a mí me parece la descripción perfecta. Cuando le pedí un canon en la obra de Agnès Varda para facilitar la tarea de posibles interesados, me contestó lo siguiente:

«Quizá una de las películas que mejor la represente sea, desde mi punto de vista, La felicidad (1965); es una historia aparentemente menor, pero llena de fuerza visual y reivindicación si se sabe mirar. El segundo puesto en mi ránking personal lo ocuparía la magnífica Jaquot de Nantes (1991), homenaje a su marido, el también cineasta Jaques Demy. En tercer lugar pondría Cleo de 5 a 7 (1961), por su uso extraordinario del tiempo fílmico. La cuarta posición la ocuparía el cortometraje Ulysse (1982), una lección magistral sobre la memoria. Luego vendrían Sin techo ni ley (1985) y Una canta, la otra no (1977), que conforman un díptico de resistencia y sabiduría fílmica sobre el papel de la mujer en la sociedad. Tras ellas, Kung-fu master (1988), una pieza singularísima sobre el tabú y los convencionalismos (y el metacine), y El león volátil (2003), un juego de espejos y realidades. No puedo olvidar Le pointe courte (1955), por sus tajos emocionales entreverados con aire documental. Y, por último, la que quizá es su película más popular: Los espigadores y la espigadora (2000).»

Los cánones siempre han sido incómodos. Se originaron en el seno de la iglesia, como códigos, leyes o juicios normalmente basados en las Sagradas Escrituras, y se trasladaron al terreno del arte en el siglo XVIII, durante el relevo entre la Ilustración y el Romanticismo. Santo Tomás creía que ordenaban la razón, y unos siglos más tarde Matthew Arnold se convirtió en su cómplice solo que intentando proporcionar al arte el sesgo que antes había tenido la religión: otorgándole a éste la capacidad de ordenar y mejorar nuestras vidas. Entre el canon religioso y el canon secular, la distancia siempre ha sido estrecha en cuanto a intenciones; lo que los distinguió hasta el siglo XIX fue el papel que jugaba en ellos la ciencia (o la tecnología, como queramos llamarla). Immanuel Kant quiso hacer una clasificación de nuestros juicios, incluyendo en ellos los que atañen al arte; Karl Marx desestimó la empresa porque la mayoría de los juicios acaban transformándose en formas de manipulación. Y en medio de ellos se coló Ludwig Wittgenstein para recordarnos que si el valor de una obra artística no reside en sí misma sino en nuestra forma de percibirla, quizás lo que deberíamos hacer —en lugar de perder el tiempo decidiendo si es mejor o peor que otras— es situarla como punto de arranque para entender la manera en que la experimentamos.

"Del cine, sin embargo, a Varda no le interesa su lado obvio, narrativo y manipulador, le interesa su lado secreto, mágico y seductor, de manera que casi siempre lo devuelve al territorio que le corresponde: al de lo posible"

Mujeres que conducen sugiere que en las películas de Agnès Varda se producen extraños encuentros, disociando la realidad de su significado más inmediato. Cuando la cámara se detiene a observar algo, se convierte en un extraño artefacto cuyo funcionamiento es un secreto para el espectador y a través del cual los fotogramas no pierden ni su condición pictórica ni su condición fotográfica, tampoco la cinematográfica. La cámara registra imágenes en movimiento con sus absurdos misterios y con sus imposibles aventuras, quizás para acentuar su carácter mágico o inaugural, como si algo lo estuviésemos viendo por primera vez. No estamos, por tanto, ante celebraciones nacionales del cine, sino ante los misterios que plantea la individualidad de la mujer en una geografía hecha casi siempre por y para hombres. Para la cámara, Francia o París es posible que existan, pero lo que ante todo existe es el cine, su potencialidad espacial y temporal. Del cine, sin embargo, a Varda no le interesa su lado obvio, narrativo y manipulador, le interesa su lado secreto, mágico y seductor, de manera que casi siempre lo devuelve al territorio que le corresponde: al de lo posible, donde aunque todo parece haber sido dicho, todo está aún por decir.

En Al faro, Virginia Woolf hace continuas referencias a un cuadro en fase de ejecución, sobre el que a veces se ofrecen observaciones pero que nunca se muestra completo ante el lector. No se llega a ver porque el cuadro es la novela, donde los dispositivos del realismo decimonónico se descomponen con la irrupción de un punto de vista íntimo que vuelve lo real subjetivo y temporalmente informe. Todo esto obliga al lector a asumir nuevas responsabilidades, como si alguien hubiese apagado la luz en las ficciones y ya nada fuera visible. Como si el mundo volviese a estar pendiente de ser cartografiado. Algo así es lo que sugieren la obra de Agnès Varda y Mujeres que conducen, cada uno a su manera.

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Autor: Juan Laborda Barceló. Título: Mujeres que conducen. El cine de Agnès Varda. Editorial: Sílex. Venta: Todostuslibros.

Autoportrait a Venise devant une peinture de Giuseppe Bellini photographie argentique 1960, Agnès Varda.

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Javier
Javier
6 meses hace

Dentro de poco los Beatles, Pink Floyd, Rolling Stones y demás glorias clásicas tampoco serán referencias. Las referencias serán mediocridades políticamente correctas y que cumplan la cuota ideológica. Occidente se va a la mierda con toda justicia y no lo voy a lamentar.