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Patente de corso de Arturo Pérez-Reverte

Creo haber dicho alguna vez que, cuando ya no puedo aguantar más este lugar al que algunos llamamos España, procuro mirarlo a través de una biblioteca a fin de comprender y hacer soportable, al menos, su enfermedad social, su vileza histórica y su continua desgracia. Quiero decir que recurro a los libros como explicación y como analgésico, y eso alivia mucho. Consuela, y ya es algo, pues la comprensión de las cosas ayuda a encajarlas. Sin embargo, hoy me pillan ustedes dándole a la tecla con la guardia baja, y debo confesar que cuando digo eso de la biblioteca no soy sincero del todo. Hay otros métodos analgésicos más elementales, querido Watson. Alguno es peligroso, porque tiene dos direcciones: lo mismo puede consolarte que cabrearte más. Pero así es la vida. Me refiero a ir por la calle, mirar y escuchar. Apoyarte en la barra de un bar y tender la oreja. Buscar la parte divertida, entrañable a veces, de lo que somos. O de cómo somos. Y eso, que tantas veces nos condena, nos salva otras. Cómo no vas a querer a estos fulanos, me digo a veces. Malditos españoles de las narices. Cómo no los vas a querer.

Les cuento la penúltima. Después de varios días de mar y cielo echo el ancla en Formentera frente al Molí de la Sal, cinco metros de sonda y treinta y cinco de cadena, en un fondeadero magnífico que en invierno siempre encuentro desierto, pero que en verano se pone durante el día hasta las trancas. Estoy sentado en la popa leyendo por enésima vez Juventud de Joseph Conrad, y de vez en cuando alzo los ojos y miro alrededor, el va y viene de veleros y barcos a motor, las maniobras impecables de quienes saben lo que hacen y las chapuzas patosas de los domingueros irresponsables, como ese imbécil que llega, larga cinco metros de cadena hasta que el ancla toca el fondo, y acto seguido embarca en la zodiac con la familia y deja el barco a la deriva, pues garrea poco a poco y va siendo empujado por el levante hacia el mar abierto. Y yo miro alejarse el barco con objetiva curiosidad antes de volver a Conrad. Que se joda, pienso pasando una página. Que se joda.

Entonces ocurre la cosa, y olvido el libro. Dos pequeñas motoras menorquinas con bandera española llegan juntas y fondean una cerca de la otra, próximas a mí. Las dos cargan a bordo familia, mujer, suegra, cuñados y niños. Como ocho o diez en cada barco. Una ha echado el ancla demasiado cerca de la proa de un yate inglés grande y lujoso, de esos que llevan media docena de marineros uniformados a bordo, y varios de éstos se asoman a decirle al de la lanchilla que está demasiado cerca, y que con el borneo se les puede ir encima. Se lo dicen a gritos, en inglés. Por supuesto, el de la motora –barriga cervecera, bermudas hawaianas, gorra fosforito, y estoy seguro de que se llama Paco, Pepe o Manolo– no habla una palabra de inglés, pero entiende los ademanes. Y ahí sale la raza. «Ni que os lo fuera a romper», les grita. Y luego, como los otros insisten y gesticulan, mientras tira de la lengüeta de una lata de cerveza les aclara jurídicamente el asunto. «Éstas son aguas españolas, y yo fondeo donde me sale de los cojones».

Los marineros ingleses siguen protestando. El dueño del megayate, un fulano gordo con el pelo blanco, su señora –supongo– y dos criaturas jóvenes se han asomado a ver qué pasa. Y todo el grupo, dueño, familia, marineros, increpa desde la borda al español, que pegado a ellos, erguido en la popa de su lanchilla, impávido mientras su legítima abre los tuperwares y reparte bocadillos a la familia, se rasca los huevos con una mano y bebe cerveza con la otra mientras les dice a los súbditos de Su Majestad que no con la cabeza. «Que no, tíos. Que vais de culo conmigo. Que de aquí no me mueve ni la Guardia Civil».

Pero lo mejor está por ocurrir. Porque el patrón de la otra motora que fondeó un poco más allá, o sea, el amigo del de la cerveza, que sin duda se llamará también Pepe, Paco o Manolo, ha visto la movida, y tras dejar allí a la familia viene solo, remando en un bote de goma a toda prisa, en socorro de su compadre. Y cuando llega, se interpone entre la lanchilla y el yate inglés, se pone de pie muy cabreado, y grita: «Lo que tenéis que hacer es devolvernos Gibraltar». Entonces el amigo de la lancha le pasa una cerveza, y acto seguido, ante los estupefactos ingleses, los dos compadres, como si estuvieran en el fútbol, se ponen a cantar: «Soy es-pa-ñol, es-pa-ñol, es-pa-ñol».

Cómo no los vas a querer, me digo. A estos animales. Cómo no los vas a querer.

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Publicado en XL Semanal el 18 de septiembre de 2016.

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Rosa lucas
Rosa lucas
1 año hace

Esta España mía está España nuestra

Pablo
Pablo
1 año hace

Excelente! Veo que tenemos herencia española. Algún pedazo de tierra invadida por los ingleses, por ellos compartimos el mismo amor por esos fulanos… Y sobre todo el carácter y la lógica española. Gracias por tus obras Arturo.

Marietta Romaguera
Marietta Romaguera
1 año hace

Esto se lkk lo ama saber escribir

Susana
1 año hace

Aun nos queda algo de España jajajaja

Gloria
Gloria
1 año hace

Ese es el problema, nos unimos sólo frente a enemigos de fuera, luego aquí nos damos de hostias entre nosotros