I
—Quiero rienda suelta a mi mocedad.
—¿Otra vez? Pero si despertaste diciendo que la literatura terapéutica era patetismo.
—Lo es.
—Y que la autocción es posmoderna.
—Es que lo somos. Patéticos y posmodernos. ¿Y qué?
—Y después vas a estar llorando por tu inmadurez.
—Yo no lloro, escudo mis carencias con catarsis, y las publico para disfrute alternativo.
—En eso concuerdo, jamás atrapaste revelaciones. Lo único que te asoma es disociarte, ninguna solución narrativa, ningún pasaje de alta ensoñación; llevaste tu vida ensimismado y sin obtener imaginación a cambio.
—Quiero rienda suelta a mi mocedad, no te estoy preguntando.
—Deberías. Y además, ¿cuál es el punto de seguir mostrando nuestro autosabotaje?
—El punto es pedir ayuda. Aunque esta es distinta, hoy me abandono, voy a dedicarme al impecable periodismo de investigación, así que antes me permito un último monólogo.
II
Agradezco, empiezo a liberar con ingenuidad mis elocuencias; paliativo aliado ante la falta de sustancia. Rimar un poquito, algunos guiños al desengaño, calculada garúa de ironías, y ya, mi época. En realidad, lo difícil es miticarse en la taberna entre tanto dizque incomprendido; ahora todos gesticulan con derecho a la exageración, todos prometen portar lo extrasensorial… ignoran el pacto: no más de un individuo en una mesa de madera con vela.
En fin, tengo buen discurso.
A las doce en punto dice mi madre que nací, abría yo los ojos mientras sonaba el himno de mi perdida nación en la radio que acompasaba el parto, preconcibiendo mi desasosiego.
Ja, otra memoria que ennegrezco para complacer ajenos. Lo hago porque fingiendo sincericidios se generan seguidores, y porque así uno ya no tiene que concederse una sonrisa.
Pero quisiera cambiar, no para bien, sólo para contar las cosas con desenfado, y sin adicción al hilo conductor. Además, una película de Alberto Gracia me dio un casi consejo: si uno se mira muy cerca del espejo, no puede observarse en lo absoluto.
III
El pasado lunes me obligaron a titular una noticia de esta manera: «Latinos resuelven pleitos a pura navaja en Villa de Vallecas». La desarrollé con diligencia y lúcida alienación. El martes, un venezolano se hacía con el premio Cervantes. Tuve que escribir: «El hispanoamericano Rodríguez Servera cumple el sueño literario en su casa, en Madrid». Y para el viernes, ya había contado esa historia unas diez veces, moldeando mis gestos indignados hasta lograr verosimilitud. Con los décimos ya obtuve avergonzada pleitesía, de esas que suelen habitar Lavapiés. Me fui sin pagar para dejarles tema de debate.
Después, por espectro político, llegué donde unos agradables amigos de moderada derecha. Andaba distendido entre vinos mal comentados y racismos inconscientes que me iban regalando autoridad moral. Les dije, pues, eso de que no mato ni muero por nadie, que ni patria ni orgullo ni honor, ni democracia, ni mucho menos religión. Y grité desinhibido en un bar de Salamanca que a nadie le debía yo identidad. Lo cual no es cierto, tengo deudas con el cine y con mi padre. En n, me miraban con extrañeza occidental, como tapándole los oídos a su estado de derecho.
A decir verdad, sólo quería templarles la condescendencia. Estaba por gritar que si buscaban blanquearse con mi exotismo tendrían que escuchar barbaridades, pero me ganó la civilización. Estuve estupendo. Me despedí jocoso, amenazando con reemplazarlos culturalmente, y, ya que eran agradables, me insultaron con más de 500 años.
Por último y por masoquismo, me fui para Usera, donde migrante novicio y en tibia soledad, supe enamorarme de una mexicana con ojos de color cielo castaño, de cielito lindo. Una vez me aceptó salir a la Cineteca, pero sacó el móvil a media función, y claro, tuve que dimitir, consolado por una canción que dice que lo que no nace, no muere.
Llegué en zig zag al decente restaurante donde solía ella atender. No la vi, sólo me encontré con sus clientes de acento ambiguo. Noté que acontecía una charla borracha sobre mestizaje, y me tomé la libertad creativa de arruinarles el coloquio.
Los encaré con alevosía, como agarrando un cráneo, respirando tragedia en cada pausa, y les precisé con perfecta oratoria que todos nacemos desclasados y escalando, mirando nuestras manos con sospecha. Arrojé al piso sus carajillos asimilados, maldije a San Isidro, y proclamé haberme absuelto de todo vestigio manipulado de abolengo latinoamericano, que ahora abrazaba yo mi morena sabiduría. Lo dije con rearmación escondida de lo primero, mañosidad que aprendemos nosotros los respetables acomplejados.
Ahí, en pleno ladrido, salió México de atrás del mostrador. Había escuchado todo, y su mirada caramelo canceló la dignidad de mi esperpento.
Evitó la golpiza, preparó un café cargado con desencanto, y me hizo prometer exilio. Acepté, me fui a mi casa desparramado, con el personaje desangrando, obligado por pardillo a madurar.
IV
—Bueno Agustino, ¿ya está?
—Sí, ya, mátame con tranquilidad.
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