Que la sintaxis venga dada es convencional, que la gramática venga dada es convencional. Si yo escribo me gustas mucho pero nunca he sabido decírtelo sabes me has gustado desde el primer momento en que te vi no he podido evitarlo te pido perdón, un lector cualquiera podría o bien descartar mi texto o quizá plantearse algunas preguntas al respecto de él. En Pueblo yo (Liberoamérica, 2020), poemario debut de la periodista y escritora canaria Aida González Rossi (Santa Cruz de Tenerife, 1995), las estructuras convencionales se desarman porque el proceso de construcción se inicia en un lugar distinto, atribulado por los signos de un mundo con el que resulta imposible dejar de dialogar, pero insistente a la hora de diseñar un espacio propio, un paradigma lingüístico que encuentre, en su forma, el rastro de aquello a lo que solemos, también convencionalmente, denominar pueblo, hogar, yo.
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—Abres un poema de Pueblo yo con el preferiría ser horizontal de Sylvia Plath. En tu escritura, esta mirada política sobre la horizontalidad se traslada a lo lingüístico, a una ruptura con la métrica y un trasvase hacia lo prosístico.
—La escritura horizontal o prosística tiene que ver para mí con la fusión de géneros literarios, con la intención de trasladar a la poesía la forma aparente de la narrativa. Me gusta, en líneas generales, la idea del poema-bloque más allá de la escritura en verso. Por otro lado, también lo considero un asunto relacionado con el ritmo, dado que esta forma de escritura habilita para mí una mayor agilidad, un ritmo más frenético que se asimila en mayor medida a la manera en que me hablo a mí misma. Entendiendo la importancia que otorgo al hecho de que la poesía sea orgánica en el sentido de asemejarse a mi manera de pensar, esto es básico. En el poema en que cito a Sylvia Plath, de hecho, hago una especie de juego escribiendo una serie de versos muy cortos y abruptos en vertical, tratando así de exponer cómo lo que para un cuerpo puede representar un deseo puede, en ocasiones, suponer un exceso para otro. Más allá de todas estas consideraciones, en el fondo creo que todo ha sucedido de manera más natural, que mi escritura simplemente ha crecido en esta dirección específica y tampoco cabe darle un sentido particularmente teórico al hecho de que haya sido así.
—Hablando del ritmo: en Deseo y la tierra lo que vendría a marcar el salto entre los bloques sintagmáticos eran los puntos y seguido; en Pueblo yo, sin embargo, lo haces empleando puntos suspensivos en la primera mitad y espacios en blanco en la segunda. Estos dos recursos aceleran todavía más el ritmo del poema, acercándolo prácticamente a lo que podría ser un puro stream of consciousness poético.
—Al plantearme la escritura de un conjunto de poemas siempre trato de hallar el recurso de puntuación que se adapte mejor al carácter, digamos, narrativo de lo que busco comunicar. Es decir: trato de emplear esos signos como parte de lo que se está contando. En el caso de la primera mitad del libro, titulada Pueblo, los puntos suspensivos hacen por una parte alusión a la escritura informal propia de Internet; por otro, responden a mi búsqueda de un efecto de languidez que contrastara con la rapidez intrínseca a la propia escritura, quería que marcasen una serie de pausas en las que quedase claro que la voz poética está tratando de decir algo pero todavía no ha encontrado las palabras adecuadas para hacerlo. Esa primera parte hace referencia a un momento concreto de mi biografía que fue mi adolescencia, con lo que el recurso de los puntos suspensivos me pareció perfecto: se movía bien dentro de la oralidad que buscaba obtener y también proporcionaba a los poemas el aire informal de la escritura de messenger propia de aquellos años de mi vida.
Respecto a la segunda parte y al empleo de los espacios en blanco, creo que el propósito es bien distinto y que responden a una cuestión de respiración: el ritmo ahí es mucho más asmático y temáticamente me enfrento al miedo a desaparecer, a no reconocerte en tu propio cuerpo, con lo que el sentido de esos vacíos vuelve a ser predominantemente narrativo.
—Pese a tu tendencia hacia los formatos de la prosa, en tu escritura se produce una deconstrucción total del sentido sintáctico propio de lo prosístico; es, además, una escritura fundamentalmente agramatical que trabaja constantemente la abstracción, acumulando imágenes con cierta violencia formal. Desechas prácticamente el empleo de los conectores, fijando así la atención sobre una serie de palabras concretas, aquellas que enuncian más claramente aquello sobre lo que buscas reflexionar.
—Precisamente por esto que dices me choca mucho que la gente me diga que lo que escribo es prosa poética. No es cierto: es una poesía que se hace cargo de las formas de la prosa. La única distancia entre estos poemas y los tradicionales, escritos en verso, es lo que mencionábamos antes: su horizontalidad. La destrucción del orden gramatical de las frases responde de nuevo a una necesidad de que la poesía resulte orgánica para mí, de que funcione, en cierta medida, como un chorro incontenible de palabras. De autores como Raúl Zurita aprendí algo muy importante para mí: el hecho de otorgar a cada palabra el peso exacto que quieres darle; un peso que, por supuesto, varía en función de las demás palabras que coloques a su alrededor, ya no solo por una cuestión fonética sino por cómo interactúan las imágenes en la mente del lector. Con frecuencia también me dicen que lo que más caracteriza a mi manera de escribir es el ritmo, el sonido. Yo no estoy de acuerdo: pienso que el centro de mi escritura está en la búsqueda de la representación de las imágenes que tengo en mi cabeza.
—A este respecto, me gustaría hacer un inciso de corte académico: a fin de cuentas, en tanto los estudios humanísticos se imbrican casi inevitablemente con nuestras maneras de comprender la lengua, es habitual que la formación deje un rastro en nuestra escritura. Tú estudiaste periodismo y me cuesta mucho encontrarlo en las cosas que escribes, no sé si porque tu construcción poética ha caminado, sin más, de forma paralela a tu formación, sin llegar a tocarse nunca la una a la otra.
—Una cosa que sí que creo que me ha aportado la formación periodística es la toma de conciencia de que es posible encontrar un lugar común para géneros literarios distintos, de que pueden combinarse herramientas propias de varios de ellos para alcanzar resultados nuevos. En el fondo, pienso que mi escritura parte siempre desde ahí, y puedes verlo con mucha claridad en colaboraciones que he llevado a cabo durante los últimos años, por ejemplo, en medios como Poscultura, donde puedo mezclar poesía, cuento y periodismo en un mismo texto. En el caso de Pueblo yo, pese a que no deje de ser un libro de poesía bastante al uso, también considero que se da una construcción de carácter narrativo: yo puedo entender el libro como una novelita dado que, dentro de sus códigos, no deja de contener una introducción, un nudo y un desenlace. Esta idea de trenzar géneros me ha interesado siempre: mi TFG lo realicé, precisamente, acerca del empleo de herramientas literarias por parte de Elena Poniatowska a la hora de hacer entrevistas. Por lo demás, la carrera no me gustaba: el hecho de aburrirme con lo que estaba estudiando me aportó tiempo para leer aquellas otras cosas que sí me interesaban, para coger elementos sueltos y buscar una alternativa.
—Mencionabas a Raúl Zurita al hablar de la importancia de fijar fonéticamente las palabras y he pensado en un poema de tu libro que, a pesar de que entiendo que posee un sentido más bien político, se presta también a ser leído desde lo lingüístico: en él dices algo así como que mires lo que mires, si lo miras mucho tiempo te acaba gustando. Se trata de un poema sobre el cuerpo pero, en el fondo, también sobre la palabra: tú misma trabajas el recurso de la repetición con insistencia, creando así una dimensión semántica concreta que enmarca el universo léxico del libro. De la maraña de palabras que integran tus poemas-bloque, finalmente, son una serie de conceptos los que acaban sedimentándose en la mente del lector.
—Es, en cierto modo, algo parecido a tejer: agarrar una serie de obsesiones específicas y exprimirlas hasta lograr despegarlas de su sentido más abierto, más laxo, hasta conseguir trasladarlas a la individualidad. Al final, pienso que el libro se construye y se teje alrededor de una serie de dicotomías o tensiones que se repiten a lo largo de todo su recorrido. Me gusta, a la hora de pensar la escritura, partir de una tensión dialógica entre ciertos elementos y creo, de hecho, que me muevo con mayor comodidad estudiando esas relaciones que estudiando los elementos en sí. La tensión me interesa porque, cuando algo se opone a ti, significa que tú también te constituyes de alguna manera. Respecto al poema que citas, lo cierto es que nunca lo había pensado en ese sentido; siempre había tenido claro el concepto de que cuando la mirada se acostumbra a una cosa ésta se acaba convirtiendo de forma inevitable en parte de tu paisaje, pero no me había planteado este asunto como una herramienta propia de mi poesía. Por otra parte, también creo que una palabra nunca es la misma: cuando la repites ya contiene su presencia anterior.
—Entre Deseo y la tierra y Pueblo yo se da una variación en tus usos lingüísticos: la enunciación temática en el primero es mucho más abrupta y directa, mientras que en Pueblo yo construyes un circuito periférico de palabras —de carácter quizá más metafórico— que encierran aquello que quieres abordar. Esto también te sirve para expandir tu poética, abrir más espacios de pensamiento y fijar tu mirada en otras direcciones.
—El sufrimiento inocente es un elemento temático importante de Pueblo yo. Es un libro sobre la necesidad de contar por qué sufres pero no tener la capacidad de enunciar tu dolor, de transformarlo en palabras. Aunque Deseo y la tierra parezca un libro más claro, considero que Pueblo yo dispone de un subsuelo mucho más ordenado, que el suyo es un desbordamiento contenido. Puede que sea, además, una cuestión de dimensiones: Pueblo yo es mucho más largo y abarca, además, momentos muy dispares de mi propia biografía. Mientras lo escribía me di cuenta de que era un libro en el que llevaba pensando muchos años, de que su escritura no exigía plantearse las cosas de manera artificial, sino que mi trabajo debía centrarse mayormente en encontrar la manera correcta de enunciarlas. Ese proceso, esa búsqueda, está muy presente en el libro a nivel formal. Pienso en el símbolo del perro y su ladrido, que aparece recurrentemente: la idea que me sobrevenía era la de que el poema fuese un sonido que se entendiese sin necesidad de decir; que el poema pudiese eludir el esfuerzo de la enunciación porque, en sí mismo, ya habla.
—Estos son recursos quizá más propios de la novela, tales como la imaginación o la perspectiva. Si en Deseo y la tierra tu cuerpo era básicamente la sustancia poética, aquí te alejas en el proceso de escritura y te permites el arco de imaginar una dislocación respecto a tus personajes, aunque éstos no sean más que tú misma durante tu infancia o tu adolescencia. La posibilidad de observarte desde esa distancia requiere llevar a cabo el ejercicio de colocarte en otro lugar, de escribir desde un lugar que no es el de tu presente.
—En ese sentido, una cosa en la que he trabajado mucho aquí es la atmósfera, una atmósfera específica relacionada con un paisaje y un pueblo concretos. Esto, claro está, formó parte del proceso necesario para reconstruir a ese personaje que puede ser mi yo de la infancia o mi yo adolescente. La lluvia, el paisaje del pueblo, las montañas: necesité volver a fijar mi mirada sobre este tipo de elementos y quizá no lo veía con la claridad con la que lo veo ahora mientras escribía el poemario. Sin embargo, estoy de acuerdo: yo podría contarte la historia de Pueblo yo como si fuese una novela y tú, después de leértelo, podrías contármela a mí.
—Aprovechando tu mención a lo atmosférico y un poco anecdóticamente, me interesa cómo trenzas dos espacios: por un lado el físico, esas Islas Canarias en las que tú creces, con sus condiciones materiales específicas; por otro el sentimental, procedente en buena medida de una cultural musical anglosajona bastante concreta —pienso en Morrisey, en The Smiths—. Empleando tu individualidad logras que estos dos espacios, a priori disímiles, formen parte de un imaginario común.
—Me interesa especialmente la forma en que las identidades toman cuerpo en la escritura. Es cierto que siempre escribo desde un yo algo hiperbolizado, y a partir de él brotan normalmente una serie de cuestiones transversales, cuestiones que quizá no se afrontan explícitamente en ninguno de los dos libros, pero que están ahí. El tema de la canariedad puede ser uno de ellos, particularmente latente en Pueblo yo en tanto se relaciona con la idea central del libro de habitar la periferia y estudiar qué es lo que sucede cuando, desde ella, miramos hacia el centro y lo contemplamos como un lugar inaccesible. Por poner otros ejemplos, los cuerpos no normativos o las relaciones entre mujeres son temas que también están en ambos libros dado que constituyen mis periferias personales. Son cuestiones que no me gustaría evitar, me interesa siempre lo autobiográfico. Por otra parte, me encaja muy bien escribir desde lo periférico e introducir elementos ajenos a ello: yo, por ejemplo, siento que he escuchado la música que me gusta de una manera determinada por vivir donde vivo, ya que no pertenece a nada que me resulte cercano. Sin embargo, esta conexión también se produce en base a la influencia de herramientas como el messenger de nuestra adolescencia, herramientas que generaban en nosotros la impresión de estar en un lugar y poder mirar simultáneamente hacia muchos otros. En Pueblo yo trato, en ciertos momentos, de fundamentar la noción de que no perteneces al lugar en el que estás dado que todas tus referencias están fuera, pero después reivindico que los referentes internos, aunque suceda de manera inconsciente, también nos performan de manera poderosa e inevitable.
—Señalabas previamente que, a la hora de escribir, te gusta partir de tensiones entre elementos dados: en Pueblo yo la tensión se da terminológicamente desde el título del libro, en tanto confronta a la comunidad y al individuo. Lo curioso, sin embargo, es cómo inviertes los términos: en Pueblo giras hacia ti misma, escribes con mayor hermetismo; en Yo, paradójicamente, te entregas mucho más a la comunidad, al tú: la escritura se destensa.
—En la primera mitad se da una claridad excesiva respecto a lo que la persona poética es, dado que el pueblo que habita es pequeño y sus dimensiones permiten un conocimiento exhaustivo de sus espacios. Planteo un vínculo epistemológico entre paisaje y cuerpo, como si el cuerpo no terminara, como si se extendiese sobre el paisaje. El conflicto central de esa primera mitad es el hecho de no poder salir de una misma, de nombrarse con exceso. Es cierto que la segunda parte se titula Yo, pero en ella corre más el aire. Sin embargo, se produce un conflicto nuevo: ese aire choca contra el excesivo yo de la parte anterior. Hablo del momento en que regresas al pueblo de tu infancia y ya no eres capaz de reconocer sus paisajes, los mismos que antes recitabas de memoria. De este modo, pasas a no reconocerte tampoco en tu propio cuerpo; es casi como si no lo tuvieras. Sabes que tienes un nombre. Sabes que ese nombre significa algo. Sin embargo, no eres capaz de encontrar ese significado. Quizá sea por eso que la voz poética se ve obligada a recurrir al tú, de un modo parecido a la canción de Supertramp: dime quién soy, por favor. La dicotomía que se genera aquí está en el choque entre la voluntad de olvidarse del cuerpo propio y la necesidad, por otro lado, de encontrarse. La idea sería, básicamente, que el yo construido durante la adolescencia se trabaja, en gran medida, a partir de las servidumbres generadas por el contexto. Diría que el libro se resuelve —entre comillas— en el punto en que se asume que el hecho de que el contexto modele nuestra identidad no implica que nos abandonemos a nosotros mismos, sino al contrario: es preciso asimilar al contexto dentro de nosotros mismos, es preciso hacerlo nuestro.
—Es decir: emanciparse del contexto para regresar a él de forma más orgánica, esquivando el determinismo previo y reconectando con la alteridad en base a tus propias dinámicas.
—Exacto, sí, hacer las mismas cosas pero con tus propias reglas. De todos modos, entrecomillo el tema de que el libro llegue a resolverse porque considero que finalmente el conflicto, que no es otro que el de la pertenencia o el de desear verte reflejado en algo de manera saludable, no queda resuelto en el libro en sí, sino en sus contornos: en la dedicatoria, en el prólogo escrito por Andrea Abreu. La amistad es un elemento central de Pueblo yo, ya que la voz poética busca una interdependencia que esquive la sensación de aislamiento y también la de estar excesivamente entregada a la voluntad del tú. Así que concluiría diciendo esto, sí: el libro, en sí mismo, se queda sin resolver, pero se resuelve en lo contextual, en el marco que me proporcionan mis propias amigas.
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Autora: Aida González Rossi. Título: Pueblo yo. Editorial: Liberoamérica. Venta: Todos tus libros, Amazon y Casa del Libro.
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