Fotos: Alba García.
En una realidad paralela, Aixa de la Cruz pudo haber sido abogada o economista, pues cuando tenía dieciocho años estaba inscrita en la Universidad Carlos III para cursar ambas carreras. Pero por aquella época también había escrito una novela breve que a su madre le gustaba. Ella insistió en que persiguiera la literatura como camino profesional. Es más: la inscribió en cuantas convocatorias a premios, becas o ayudas a la creación le pasaron por delante. Al final, tanta diligencia pagó, porque a la autora nacida en Bilbao en 1988 la seleccionaron para una de las residencias que otorgaba la Fundación Antonio Gala a los Jóvenes Creadores. La residencia duró nueve meses; el mismo tiempo que tarda un bebé en gestarse le bastó a ella para encontrar una vocación.
En los más de tres lustros que han pasado desde entonces, De la Cruz ha publicado seis libros, incluida la colección de cuentos Modelos animales (Salto de Página, 2015), la novela La línea del frente (2017) y la colección de crónicas personales Cambiar de idea (Caballo de Troya, 2019), la cual le hizo merecedora de los premios Euskadi de Literatura en castellano y Librotea Tapado, además de convertirla en finalista del XV Premio Dulce Chacón. Alfaguara publica ahora su libro más reciente, Las herederas. La novela comienza seis meses después del suicidio de la abuela Carmen, cuando sus cuatro nietas vuelven a la casa de pueblo donde murió y que ellas han recibido en herencia para decidir qué harán con el lugar. El problema, sin embargo, no es la herencia material, sino la genética. “Un suicidio en la familia constata lo que siempre se sospecha, que la locura corre en los genes, que estamos bíblicamente perdidas”, piensa una de las primas.
Cada capítulo se dedica a las reflexiones de una prima: las hermanas Olivia y Nora, o las hermanas Lis y Erica. El fluir de la consciencia de cada una, narrado en tercera persona, muestra los problemas de los personajes como alegorías de los desafíos actuales de la condición femenina. Allí está la necesidad que tiene la médica Olivia de racionalizar el suicidio y la incomodidad de Lis al volver a la casa donde sufrió una crisis psicótica, cuando su depresión posparto se convirtió en algo aterrador. El recurso que usa aquí la autora vasca recuerda al de la argentina Samanta Schweblin en Distancia de rescate (2014), una nouvelle donde una madre cree que, como resultado de una transmigración, su hijo comparte su cuerpo como un espíritu distinto al que le corresponde. En el caso de Lis, ella teme que su niño se haya convertido en otro y un retrato es la prueba que tiene de eso. “Su hijo vive en una contorsión perpetua para parecerse a ese niño que aún no sabe quién es”, piensa en la novela: “Suena irreal, siniestro, incomprensible, pero ningún psiquiatra volverá a convencerla de que es fruto de su imaginación, no ahora que tiene pruebas fotográficas”.
A lo largo de la lectura, la familia se revela como red apoyo primaria y este tema desplaza al de la salud mental como centro de la novela. “Se deja abrazar por quienes la agreden, la zanahoria después del palo, porque esto también es estar en familia, familias que duelen, familias que matan pero que no te dejan sola cuando te derrumbas”, reflexiona Erica, a quien le gustaría convertir la casa de a abuela en un lugar para organizar retiros holísticos. En completa oposición a este personaje se plantea a la frenética Lis, una periodista que trabaja de autónoma y se droga para responder a las múltiples exigencias de su vida laboral.
Las herederas es una novela apegada a los asuntos candentes de la actualidad, como la condición femenina y el estado de la salud mental en las personas mayores, en donde cada personaje, incluso el de la abuela que es referencial, representa un problema a través del cual la autora parece plantea una tesis sobre la sociedad contemporánea. Esto es resultado de aquello que enciende los intereses de la autora. “Me pongo a escribir cuando tengo una incomodidad y algo bulle; hasta que no siento esa motivación no me pongo con ningún proyecto”, explica. “Tengo la sensación de que en esta última novela he volcado absolutamente todo lo que me ha inquietado, obsesionado y dolido en los últimos años, por eso me siento como si me hubiera vaciado”.
Quizá esta sea la razón por la cual todavía no tiene idea sobre qué quiere escribir a continuación. Quizá sea porque sus compromisos profesionales no le dejan tiempo: acaba de viajar a la Feria del Libro de Fráncfort, que estuvo dedicada a España, y está en plena promoción de Las herederas; también traduce del inglés, aunque limita por estos días su trabajo en esa área a ciertos libros sobre música. O quizá no sea porque se ha vaciado ni porque tiene mucho trabajo que no sabe de qué quiere escribir. Quizá todavía falta el incentivo de la indignación por un asunto social para volver al trabajo literario.
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—Cada una de las mujeres en la novela representa un problema de la condición femenina contemporánea relacionado con la salud mental. ¿Hay aquí una intención de hacer una crítica a la psiquiatría?
—En la elaboración de este libro fue importante conversar con compañeras psiquiatrizadas y activistas del movimiento «Orgullo Loco». Eso me permitió confirmar que una cosa es escribir literatura, y acercarte a subjetividades que no son la tuya, y otra distinta es apropiarte de una lucha que no es la tuya. En el universo ficcional de la novela intenté ensayar cómo podríamos sanarnos al normalizar aquello que tachamos de “anormal”. La locura no existe como algo objetivo, se trata de una etiqueta que, según el contexto histórico, se asocia a ciertos cuerpos y formas de manifestar el dolor, que son diferentes a los dictadas por las normas. En la novela hay cuatro mujeres que han salido del sistema temporalmente y parece que las normas se han suspendido. En ese margen que es una casa de pueblo medio vacía, ellas intentan encontrar formas de curarse alternativas a la psiquiatría, formas que tienen que ver con escribir el testimonio personal y con escuchar y validar a la otra. Cuando hablamos de salud mental estamos acostumbradas a que la paciente está en una posición por debajo del terapeuta o la persona experta a quien le cuenta su malestar y, por lo tanto, la relación es de asimetría. Aquí planteo la posibilidad del trabajo comunitario en el cual la experiencia de escuchar es horizontal.
—En efecto, aquí estableces hacia el final a la red de apoyo entre mujeres como una solución a los problemas mentales y a las dificultades de la crianza de los hijos. Esto es un planteamiento del feminismo.
—Hay un poco de eso. Cuando escribí la novela tenía claro que quería dirigirme hacia una utopía. Pero había también algo más intuitivo. Escribí mi novela anterior, Cambiar de idea, durante un momento histórico en el cual pasaron cosas fascinantes. Me refiero a lo que en España tuvo que ver con el juicio de La Manada y en Estados Unidos se enmarcó en el #MeToo. Ambos movimientos propiciaron catarsis colectivas y procesos terapéuticos entre iguales, sin la mediación de profesionales. Creo en la capacidad sanadora del discurso y creo que cuando verbalizamos el trauma, este tiende a aliviarse. Muchas veces no hace falta la mediación de un profesional porque las personas hablando entre sí pueden hacerse mucho bien; esto permite dejar de lado las asimetrías de poder presentes en la sala del terapeuta.
—En la prensa se ha hablado de Cambiar de idea como de la memoria de una generación. ¿Ves alguna evolución en Las herederas de los rasgos de esta generación o la que viene por detrás?
—No tengo forma de comparar a los millennials con los Zeta todavía. Los millennials hemos sido foco constante de atención mediática: se nos han puesto tantas etiquetas y mirado desde tantos ángulos que, honestamente, estoy cansada. Eudald Espluga, en un libro titulado No seas tú mismo, explica que todo lo que aqueja a los millennials no aqueja solo a una generación, sino a cualquiera que viva en esta época. Es despolitizante que asociemos ciertas sinergias sistémicas con una generación, eso desvincula las causas del contexto histórico. Las herederas parte de coordenadas millennials, de lo que se supone que nos aqueja, como la precariedad laboral y una idea de maternidad y de crianza nueva. Estas son las coordenadas que podrían considerarse de tipo generacional, pero creo que podrían considerarse fruto del recrudecimiento de las violencias del capitalismo.
—En Las herederas tocas el tema de la soledad, está en los personajes femeninos, incluso en la abuela. ¿Está la salud mental en el caso de la mujer atado a su relación con la soledad?
—¿La soledad de la mujer? Cuando escribía, pensaba más bien en la soledad de la vejez. Me doy cuenta de que todos los temas de la novela son temas pandémicos. Escribí esta novela cuando no hacíamos más que ver imágenes de lo que estaba pasando en las residencias del drama con los mayores. Me sorprendió descubrir en las estadísticas de suicidios que el grupo de edad más afectado es el de los mayores de sesenta y cinco años. Aquí hay dos cuestiones íntimamente relacionadas. Por un lado, la soledad; por el otro, la idea de que la dependencia es algo de lo que estar avergonzado. Nadie quiere ser una carga. Entonces, la gente se suicida por no tener a nadie o por no molestar a quienes podrían cuidarlos. ¿Por qué se suicidaría la abuela de Las herederas? ¿Por miedo a envejecer mal y que sus hijas tengan que dejar su vida para cuidarla o por miedo a morirse sola? No se sabe, creo que ambas cuestiones están relacionadas. Pienso en la soledad menos asociada al género que a lo mal encausada que está la vejez en las sociedades neoliberales.
—Antes te referiste al colectivo «Orgullo Loco» y a pacientes psiquiátricos. ¿Cuál es la dificultad de trabajar con temas tomados de la psiquiatría? ¿Cómo transformas la experiencia de la vida real de otras personas para la ficción?
—El bagaje experiencial es también importante en la escritura de ficción. Para mí es imposible la pureza imaginativa o plantearme un proyecto en el cual toda la ficción provenga de fuentes textuales. Las realidades que no conocemos a través del cuerpo, las que solo llegamos a conocer solo a través de los textos escritos sobre estos cuerpos, nos llegan filtradas por muchas capas que nos alejan de la verdad del personaje. Si yo no estuviera también loca nunca me habría atrevido a escribir esta novela sobre “locas”.
—En Las herederas coqueteas con la narrativa fantástica. Me refiero al tópico de la casa embrujada, los estados de consciencia alterados y el tema del doble en el personaje del niño Peter/Sebas. ¿Por qué, al final, no ahondaste más en el género?
—Durante mis reflexiones sobre la psiquiatría mientras planificaba esta novela caí en cuenta de lo recurrente y significativa que es la novela Vuelta de tuerca de Henry James, en relación con la tradición de la narrativa fantástica, tanto como con los discursos sobre la locura. James se inventa un cliché que consiste en plantear la historia en un mundo plagado por lo fantástico; pero, en el desenlace, todo vuelve a la normalidad. Descubrimos que no hay allí un fantasma, sino que la narradora está loca. En esta construcción, lo paranormal no tiene cabida y no es algo adjetivable, pero sí es adjetivable la locura, como si fuera un lugar firme sobre el cual sustentar la conclusión reparadora de la historia. Tales connotaciones iban totalmente en contra de aquello en lo que yo estaba trabajando. A mí me interesaba hacer lo contrario: en lugar de una novela en la cual al principio parece que hay fantasmas y, luego, se descubre que las protagonistas están locas, yo quería una novela en la que primero parecía que las mujeres estaban locas y que, al final, se descubriera que, en realidad, en la casa hay fantasmas. Sin embargo, en Las herederas no hay fantasmas. El desenlace tiene que ver con una idea espiritual, de las vidas pasadas. Quise dar la vuelta al patrón de James, que es muy habitual en la literatura de terror y termina por afianzar una mirada sobre la locura en la cual no creo.
—Además de la novela, has cultivado el género del relato breve, ¿con cuál de los dos te sientes más cómoda?
—Hace mucho tiempo que no escribo cuentos. Mis primeros contactos con la escritura fueron relatos. Cuando era joven me gustaba el cuento porque era un terreno en donde probar aspectos originales y ocurrentes que no se podían sostener en una novela. Cuando tenía veintipocos años me interesaba la experimentación formal más de lo que me interesa ahora; tenía ideas de qué quería probar. A medida que me hice mayor me ha ido interesando menos la experimentación, o me he ido quedando sin ideas, quizá. Me he ido volviendo una escritora más política y más interesada en el tratamiento ideológico o discursivo de las tramas, y ahí creo que me sirve mejor la narrativa más extensa.
—En septiembre, durante un encuentro de traductores venidos desde varios lugares de Europa para el Foro Formentor, se discutió la «la mediocre posición de la literatura en español» en el continente. Un artículo de Berna González Harbour publicado el 29 de septiembre en El País recoge las opiniones de los traductores, entre las cuales destaca la sugerencia de un canon para dar proyección internacional a esta literatura. El asunto es relevante ahora que España fue el país invitado de la Feria de Fráncfort. ¿Te parece necesario un canon o una medida similar para ayudar a que se traduzcan más libros?
—Daba por hecho que ya habíamos acabado con la idea del canon, al menos en ciertos círculos de la cultura. Pensaba que nos habíamos reapropiado de la pluralidad, y que hablábamos de literatura en sentido genérico, no desde cánones únicos, porque en estos siempre se quedan afuera las mismas voces. En realidad, todavía queda mucho por hacer. Ahora que quizá ganamos la batalla de la inclusión de las mujeres en la tradición, nos damos cuenta de que hemos dejado afuera a las personas racializadas. Además, me parece un poco falaz que se piense en la necesidad de un canon para a dar pie a más traducciones. Son los lectores ávidos que también traducen quienes descubren qué cosas funcionan en ciertos mercados. Apuesto por la curiosidad, la rareza y la capacidad del lector interesado en descubrir algo más allá de lo que viene dictado por las grandes casas editoriales, los medios de comunicación y los suplementos culturales. Así es mucho más fluido, porque quienes se dedican a la traducción pueden seguir descubriendo afuera las cosas que aún no se conocen en el país de origen.
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Autora: Aixa de la Cruz. Título: Las herederas. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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