Los personajes de Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) tienen la costumbre de morderse los labios hasta dejarlos en carne viva. Despellejan las palabras. Las convierten en jirones de algo que cuelga de la boca, aún vivo. No hay un solo libro suyo en el que violencia y belleza no se fundan como un beso terrible. Su más reciente novela, La línea del frente (Salto de Página), se comporta así. Las frases son garfios con los que sujeta al lector para que cuando eche a correr, aterrado por lo hermoso, se deje la piel. Nunca se sale ileso de las páginas de Aixa de la Cruz. Nunca.
Quienes hayan leído Cuando fuimos los mejores (2007) y De música ligera (2009) sin mirar las solapas, o su volumen de relatos Modelos animales (2015), podrían pensar que es una autora de más edad. Que hay mucha vida acumulada en la biografía de esta mujer con nombre de aguja y apellido de objeto donde otros clavan a mesías y ladrones. Pero no. Aixa de la Cruz no es una mujer mayor. Publicó su primera novela a los 19 años. Irrumpió con la fuerza de un cuchillo. Desde entonces, rebana a quienes la leen con su filo de espada joven, que en cada libro empuña con más destreza… cuando se concentra, eso sí, en ser ella.
A las doce de la mañana de un lunes, subida a unos tacones discretos y con un pitillo de liar entre los dedos, Aixa de la Cruz enciende un mechero. Acerca la llama al cigarrillo. Aspira y responde. Las palabras emergen como bocanadas. Todo le sale natural, aunque delate relojería. Habla muy rápido y con los argumentos limpios de un cirujano. Su nueva novela, asegura, es un libro sobre la culpa, también sobre la ficción de la memoria. Esta no es sólo una novela sobre el terrorismo en el País Vasco, insiste. Tiene razón: es una tragedia sin purgar. Todo dolor es excrecencia y despojo.
La línea del frente está protagonizada por Sofía, una joven que decide marcharse a Laredo, Cantabria, para terminar su tesis doctoral sobre Mikel Areilza, escritor y militante de la banda terrorista ETA que huyó de la cárcel y se refugió en Argentina. Encerrada en una casa familiar de veraneo, Sofía busca estar cerca del penal El Dueso, donde un joven, Jokin, cumple condena por herir a un ertzaina. Ella acude a visitarlo cada semana. Coloca velas en un altar que se ha inventado y al que trepa a la fuerza… y a horcajadas. La inmolación de Jokin es sólo eso: el producto de un error. Una forma de estar de paso por la heroicidad.
Aixa de la Cruz, como Sofía, reconstruye. Lo hace a partir de mitos, documentos, pedazos inconexos de leyendas hechas añicos. Quienes piensen que es ésta una historia post Patria –el libro de Fernando Aramburu erigido en canon del relato sobre el terrorismo etarra- se equivocan. Aixa de la Cruz lleva años despellejando todas las violencias que conoce: la feminidad; el cuerpo; la educación; la lengua; el País Vasco, sus ruidos y sus silencios. Escribir a navajazos. Una bella carnicería de la que nunca se sale ileso. Porque Aixa de la Cruz no escribe; ella, como su apellido, crucifica.
—Aquí no hay héroes, ni víctimas, ni verdugos… Existen las ficciones de todo eso.
—Me parecía interesante abordar el tema vasco centrándome en la sociedad civil, para reflejar que nadie que viviese allí podía escapar –Aixa de la Cruz expulsa el humo del cigarrillo, convierte la primera frase de su respuesta en una bocanada–. Estaba tan presente que acababa empapando o sí, o sí. Ese es un aspecto político del libro. El otro tiene que ver con la idealización. Fuese o no lícito, ETA reclutó a partir de una idealización de sus militantes y la lucha. Todo eso son ficciones, más o menos efectivas, pero fueron necesarias para emprender el movimiento.
—Jokin es héroe por error. Sofía se recrimina no saber. Y Areilza, como buen mito, es poco fiable. ¿Qué clase de ficción es ETA en su novela?
—El gran referente de esta novela es un texto teórico de Hayden White sobre el relato histórico como artefacto literario. Dice White que el historiador trabaja con unos datos, que se consideran fidedignos. Pero no somos capaces de entender los hechos puros si no les asignamos una construcción, que siempre es literaria. Por eso la historia adquiere géneros. La caída de Roma se puede contar como una gran tragedia o una comedia. La dinámica de La línea del frente está determinada por eso.
—¿A quién encarna Sofía? ¿Qué representa ella dentro de esa dinámica?
—Sofía intenta reconstruir los hechos utilizando un método científico. Usa a las personas que la rodean como datos. Sé que mi novio entró este día en la cárcel, sé que nació el día tal, que este hecho ocurrió en tal fecha, pero la construcción de quién es esa persona partiendo de sucesos anecdóticos está siempre abocada al fracaso. No existe tal cosa como un relato único y creo que el dolor y la frustración de Sofía radican en no entender eso.
—No es la primera vez que toca el terrorismo y el País Vasco en sus libros. Pero cualquiera podría pensar que ésta es una novela post Patria, ¿no?
—Se está vendiendo mucho eso. Pero es imposible, los períodos de producción de un libro no son así de rápidos. Creo que se trata de una especie de sinergia histórica, más que de un asunto causa-efecto. Lo más probable es que mi libro y el de Edurne Portela e incluso el de Fernando Aramburu se escribiesen de forma simultánea. Lo que me molesta de esto es que anula una tradición literaria anterior. Es cierto que la narrativa sobre ETA sólo existía en lengua vasca y por tanto no ha gozado de la repercusión de la que están gozando otros libros ahora, pero me parece injusto anular esos textos anteriores, porque incluso me parecían más valientes. Es mucho más fácil escribir después de que termina un conflicto que mientras sucede en las calles. Patria ha sido un gran éxito que da visibilidad a otros libros relacionados con el tema. Pero se ha escrito mucho sobre Euskadi desde Euskadi, desde siempre.
—Edurne Portela dice que coinciden tres generaciones: los escritores que vieron nacer a ETA; los que la vivieron y los que la vieron desaparecer. ¿Tiene razón Portela cuando dice que su generación recibió una ETA mitificada?
—La leyenda de ETA que se construyó tiene que ver con sus primeros militantes. Muchos eran filósofos, pensadores, salían de las universidades. Me refiero a esos últimos años del franquismo y los inicios de la Transición, que en Euskadi fueron muy violentos y duros. La figura mítica de ese tipo militante está representada en mi novela en el escritor Mikel Areilza, que es el personaje a quien Sofía investiga y proviene de esos años. Ya en los ochenta se ve el horror, aunque yo no llegué a presenciarlo. Yo no viví Hipercor –se refiere Aixa de la Cruz al atentado perpetrado por ETA en Barcelona en 1987, que dejó 21 víctimas mortales- . Recuerdo, apenas, el asesinato de Miguel Ángel Blanco.
—Tendría, como mucho, diez años. ¿Qué conserva en la memoria de aquel día?
—No tenía diez, tenía nueve. El día que asesinaron a Miguel Ángel Blanco, yo estaba en Cantabria, en Laredo, que era donde veraneábamos. Había un revuelo muy grande en la urbanización. La gente había salido a los descansillos para hablar de lo que había ocurrido. Yo subía con mi madre por la calle. No sabía qué estaba pasando, así que le pregunté. Ella me dijo que mirara al suelo. Noté que mi madre tenía la sensación, en ese momento, de que ser vasca la convertía en culpable. Ese sentimiento pesó en la generación de mis padres.
—Y así lo retrata en la novela en los padres de Sofía. Nunca quieren significarse y la aíslan. Quieren que “estudie con las hijas del Lehendakari en un ambiente laico”. Pero hasta ahí.
—Por un lado está esa idea de querer permanecer al margen y por otro, la culpa. Yo estoy de acuerdo con Edurne Portela cuando habla de la necesidad de un análisis profundo sobre hasta qué punto ETA se fortaleció gracias a un apoyo tácito de la sociedad, aunque fuese en el silencio. Al mismo tiempo, la sola idea de existir te hacía sentir culpable. El determinismo en el País Vasco es muy hondo. Llegabas a percibirte a ti mismo como culpable. En determinados contextos la culpa que interiorizabas era excesiva.
—La culpa atraviesa toda la novela.
—Sofía, la protagonista, está obsesionada por no haber actuado en el pasado. Le parece que hay un crimen en no haberse enterado de lo que pasaba a su alrededor, ya fuese por desidia o por falta de interés. Eso resulta peor para ella que haber llegado a ser una etarra. La falta de acción le parece peor que la lucha.
—En Sofía actúan muchas violencias: las del entorno y las que ejerce contra sí misma. Jokin como héroe, y lo que es capaz de hacer por él, la lesiona. La minimiza. ¿Por qué?
—Los héroes de Sofía son todos ficticios. Pero el mayor acto de violencia que comete Sofía es imponerle a Jokin la figura de héroe. Al final de la historia, existe otra periférica, pero que refuerza esta idea. Se trata de un hombre que, por circunstancias que no controla, acaba siendo criminalizado y al mismo tiempo convertido en héroe, sin que él lo quisiera. La necesidad de ver en alguien el relato que necesitas me parece que es un acto de violencia.
—No es eso de lo que hablo. Sofía es objeto de violencias no del todo políticas, aunque toda violencia lo sea. Aquí hay algo más.
—Hay un tema de clase muy importante. Sofía es una persona que se odia a sí misma, porque tiene una culpa histórica. Se siente culpable por todo: por haber tenido privilegios con los que no contaban los demás. Por haber pertenecido a un estrato en el que estuvo sobreprotegida. Casi siente culpa de existir porque sabe que goza de cosas que no han estado allí para todos —Aixa de la Cruz termina de contestar y enciende el cigarrillo. Fuma, otra vez—.
—No estoy hablando de un tema de género. La violencia que Sofía ejerce contra sí misma es peor.
—Totalmente —otra columna de humo se esparce en el aire—.
—Queda encuadernada entre Jokin y otro hombre que hace de ella un despojo doméstico. “Llegué a planchar como no lo había hecho mi madre o mi abuela”, escribe. ¿Qué es?
—Estoy de acuerdo, pero te haré una pregunta: ¿No crees que esta sensación de culpa por existir es particularmente femenina? Nos han inculcado el sentimiento de culpa de manera mucho más violenta que a los hombres.
—Su generación, nuestra generación, pudo elegir. Nuestras abuelas o madres no pudieron. ¿Por qué tanta angustia entonces?
—Para que un sistema de opresión funcione tiene que transmitir la opresión de manera exagerada. Muchos sujetos coloniales se odiaban a sí mismos. El hombre colonial quiere ser como el hombre blanco, el que ha sido señalado como superior. Se convierte en una versión siniestra de él. Creo que el auto odio del oprimido es la característica de los regímenes que funcionan bien. Para que el patriarcado funcionara las que teníamos que ser más estrictas éramos las mujeres. El mensaje de sumisión y de culpa. Era como una interiorización de la ideología exagerada, que creo que seguimos arrastrando.
—No es eso, insisto. ¿De dónde sale tanta furia en alguien tan joven como usted?
—Veo mucha gente furiosa a mi alrededor, sobre todo mujeres. Mujeres furiosas. Creo que la furia viene de comprender que todo aquello a lo que aspiramos está construido ideológicamente …
—La violencia a la que me refiero no tiene que ver con tema género. Es anterior. ¿De dónde viene?
—No lo sé pero… existe una posible explicación. Por alguna razón tengo una fijación perversa en el hecho de que la violencia sea muy estética. Eso lo entendí en México. Había algo extremadamente bello en la pobreza de la periferia. Estas casas sin techado pero pintadas con colores vivos. Y puedo llegar a entender lo que esas casas significan socio económicamente, pero son hermosas. Pero hay algo más. Cuando estuve en México, que fue durante el inicio de la lucha contra el narcotráfico, existía, además de la violencia, la necesidad de teatralizarla. Había que cortar muchas cabezas y ponerlas en una pirámide, porque el mensaje se hacía mayor si era estético. Hay un director de escena detrás de eso. No es fortuito. La hipnosis que generan las imágenes violentas me ha interesado. Hay una ambivalencia. Somos cómplices y espectadores.
II
Dónde guarda tanta furia y por qué su sonrisa no sonríe. Esas son dos de las preguntas que se hace quien la observa fumar sin parar. Aixa de la Cruz aprendió a leer y escribir a los cuatro años. Ya de adolescente devoró la ficción del XIX. El siglo de las más bellas desquiciadas. En su caso fue Jane Austen y Emily Brontë. A otros les toca la Bovary. Pero eso no viene a cuento.
En lo que a la literatura respecta, entre precocidad y procacidad baila una vocal. En el caso de Aixa de la Cruz no es un chiste fácil, porque la dureza de su prosa tiene algo insolente y desvergonzado. Su atrevimiento no está en el hecho de que las palabras se desboquen, sino en el resultado. Su escritura se parece a la coz que dan las bestias en el aire. La sacudida que no se resiste a la belleza, porque la acomete.
Embestir es un rasgo de brava y pura vocación. ¿Cuál de todas? Puede que doler y dolerse. Sangrar la culpa propia y ajena. Aixa de la Cruz no es la doncella que se trepa a los astados, ella los llama. Templa y manda con el lenguaje como única espada. Ella hace cosas como plantar al lector ante una máquina expendedora de cebo para pescar, vamos: lombrices ensartadas como si de patatas fritas en hojuelas se tratara. Ahí acuden a picar los ansiosos. Los que siempre tienen hambre. Los que se quedan en los puros huesos leyendo a dentelladas. Las páginas penitentes de alguien cuyo nombre crucifica.
—Comenzó a publicar muy joven. Si hay algo cercano a una razón por la cual Aixa de la Cruz escribe, ¿cuál es?
—Hay dos historias que podrían explicar eso. La primera es un recuerdo. Aprendí a escribir y leer sola. Crecí en una casa en la que existía una visión mitificada de los libros. Eran tesoros, ni siquiera se podían rayar. Mi abuela lo pensaba así. Ella me leía, mucho. Con cuatro o cinco años yo ya sabía escribir. A esa edad, escribí un cuento. Lo encuaderné, a mi manera. Mi profesora del colegio flipaba. Mientras el resto de los niños no había siquiera comenzado a escribir, yo había hecho aquello. Me llevó de clase en clase, alardeando de su alumna brillante que había escrito un cuento. Los motivos a veces son tan banales como estos.
—Pero son motivos.
—Por primera vez te sientes aplaudido o acaso porque sobresales en algo. Psicoanalíticamente la explicación sería esa. Una huella profunda en la infancia. Al final todos buscamos la aprobación de los demás. Y esa fue la primera vez en mi vida en que me sentí aplaudida. Puede que sea contrario a lo que diría un escritor, que hablaría de un libro que lo marcó. Pero creo que todos construimos ficciones para explicar nuestra relación con las cosas y puede que ésta sea la versión menos mitificada de por qué es posible que escribo.
—¿Y la segunda historia que me iba a contar?
—Tiene que ver con el hecho de que la lectura me salvó en la adolescencia. Tengo recuerdos de épocas muy difíciles en el que leer y escribir se convirtieron en actos de catarsis. Puede que sea un cliché, pero fue la época en la comencé a escribir diarios.
—Esta pregunta se la hice a Milena Busquets. Quiero saber qué piensa. Si escribir es hacerse compañía, ¿ser leído es ser querido?
—Es humano. Todo buscamos eso.
—Poner en orden cosas entraña violencia. Esta es su tercera novela, ¿qué temas pone en orden Aixa de la Cruz?
—Estoy escribiendo algo nuevo. Escribo mucho desde lo personal. No creo del todo en algo como la autobiografía, porque una vez que te sientas a escribir ya haces ficción. Pero estoy haciendo una especie de ejercicio psicoanalítico. Mi gran obsesión es la culpa y qué cosas autolesivas podemos hacer para eximir nuestras culpas. Porque, al final, no son jurídicas. No hay un juez que vaya a castigarte, pero yo interiorizo ese castigo. Ese es uno de los temas que está presente en Modelos animales y que está relacionado con gente que se vuelve loca, casi siempre por remordimientos. Ese tema está en La línea del frente. Lo estoy escribiendo que es una forma de poner en orden etapas de mi vida, ver qué episodios ocurren, cuáles son las temáticas que se repiten, qué puentes se tienden. El que más importancia adquiere es ese, la culpa.
—Cuando un autor construye su voz escribe lo que puede, no lo que quiere. ¿En su caso ya superó eso?
—No. En esta novela me di cuenta de que la novela no es el género para el que he nacido –ríe y exhala-. No me siento nada cómoda con las narraciones que se sostienen en el tiempo. No se me dan de forma natural. El formato breve es mucho más mi rollo. Creo, a veces, que nos obligan a escribir novelas.
—¿Y se puede saber por qué?
—Por aquello de que el género corto no vende. La novela es violenta. La escritura de una tesis doctoral al mismo tiempo que una novela podría influir –el editor, que desde el comienzo acompaña la conversación, ha metido su cuchara y matiza que quizá una prosa académica pudo influir en su percepción-. Suelo escribir novelas de ideas, como si las sometiese a un modelo de control. Me siento cómoda con el ensayo, con las formas breves… pero mucho menos cómoda con la novela tradicional.
—Su prosa se comporta con grandes fogonazos, es cierto. Pero eso, lo de su imposibilidad para la novela, está por verse.
—Sí, pero está bien reconocer que no todos los géneros se nos dan bien y es verdad que suelo fragmentar las novelas. Siempre meto varias voces. Ni me gusta ni se me da bien sostener narraciones tan largas. Prefiero los relatos que son como autoconclusivos. Momentos con fuerza, más que ficciones con fuerza.
—¿Con qué autores dialoga? ¿Con cuáles siente alguna relación?
—Es difícil. Se trata de algo tan inconsciente. Tengo claras cuáles son las novelas que me hicieron querer escribir , pero eso no quiere decir que sean referentes. He leído Cumbres Borrascosas siete veces y eso no quiere decir que sea un referente en mi obra, pero pensando en esos libros con los que te mides, consciente o inconscientemente, me cuesta mucho más decantarme. Hay un autor, que en mi entorno es muy denostado y resulta casi una rareza decir que te gusta, pero yo adoro a Javier Marías.
—Ya sabe: odiar a Marías ‘sale gratis’. Criticarlo es una forma de significarse intelectualmente.
—Me gusta ese tipo de escritura como la de Marías, que no se propone contar una historia como si fuera cinematográfica. Prefiero la escritura que va creando sus propios leit motiv temáticos, mucho más de libre asociación de ideas. Siento fascinación por la obra de Javier Marías, sobre todo por la trilogía Tu rostro mañana. Me gustaría mucho escribir novelas así. Me he propuesto no volver a escribir novelas usando una escaleta. Me niego a volver a trabajar con esquemas firmes, me coartan y no me siento cómoda.
—Sofía, su personaje, corre porque correr implica un propósito. Escribir también. En ambas cosas, escribir y correr, hay furia. ¿Por qué?
—Ya…. Murakami habló de eso —risas—.
—¡No, por favor! ¡Murakami no!
—Es una buena pregunta, pero me ha salido el chiste –ríe, Aixa de la Cruz-. Hablando en serio. Escribir se parece a correr, comenzando por el hecho de que en ambas te alejas del punto de partida. Descubrimos por qué nos movemos mientras avanzamos. A través del movimiento descubrimos cosas… No sé si he contestado a tu pregunta con esto.
—No
—…
—No me ha constestado.
—…
— Correr implica escapar de algo. O alcanzar algo. La escritura es eso. Incluso entraña cansancio y dolor, como correr.
—Creo que el deporte es auto lesivo. Me parecen curiosas estas formas de autolesión que están aceptadas. Eres una enferma si te haces cortes en los brazos, pero en cambio estos deportistas de élite que sólo entrenan y entrenan… Yo he hecho deporte y conozco el dolor. Ellos nos parecen héroes. En cambio, otras conductas de autolesión no se ven así . Escribir es también algo doloroso. Porque escribes de aquello que te duele y quieres limpiarte de ello. Es un proceso de limpieza, pero es doloroso. Con el deporte ocurre lo mismo. Es gratificante terminar una maratón. Saber que puedes terminarla. La recompensa es ambos casos siempre es posterior y el proceso es doloroso.
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