Creo firmemente que AJ Ussía (Madrid, 1983) es el mejor escritor de su generación. No nubla la amistad que le profeso/nos profesamos esa afirmación y, para corroborarlo, digo que su primera novela, Cuento del Norte, parece de otro. Porque Vatio fue la transfiguración en celulosa de un escritor salvaje, radical y brillante. Y porque su última criatura, El puente de los suicidas (Círculo de Tiza, 2023), prorroga ese resplandor literario con una historia cargada de humanidad y libre de sentimentalismos sobre un tema tabú, o sea, la hermandad de la que Cleopatra, Judas y Kurt Cobain son miembros destacados, y, especialmente, sobre su antítesis: el profundo amor que el autor tiene a la vida. Conversamos en el Café Varela, el hábitat que más compartimos —al menos, de día—.
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—Señor Ussía, ¿alguna vez pensó en quitarse la vida?
—No, tío. Amo demasiado la vida como para pensar eso. Sí he tenido un sentimiento, que creo que hemos tenido todos de críos, de asomarme a la ventana, de provocar el vértigo. O pensarlo, incluso: ¿de qué manera saldrías de este mundo si fuera voluntario? ¿Te tirarías por un puente, te pondrías hasta arriba de una sustancia, te rajarías las venas de arriba abajo? Pero no, nunca en serio.
—¿Ha conocido a algún suicida?
—He conocido a alguien que lo ha intentado. Con suerte, no he tenido a nadie cercano que se haya quitado la vida. A raíz del libro, he conocido a familiares de gente que se ha suicidado, pero no al suicida en sí, a la persona que decide y luego desaparece. He tenido la suerte de estar a salvo.
—¿Sabe quién pintaba las cruces negras sobre el pilar del viaducto de la calle Segovia?
—Sé quién era: un vecino del barrio, de Segovia, 22. Era una persona muy religiosa y era su manera de protestar, de aceptar, por un lado, el suicidio, la muerte o el deceso de una persona, y, por otro, de reivindicar nuestra tradición cristiana del pecado. Venimos de una tradición en la que suicidarse está prohibido, supuestamente. Es esa cosa que decían antiguamente de que en el norte se suicidan más porque hace mal tiempo. Pues no: en el caso de Islandia, Noruega, Dinamarca y demás, suicidarte te llevaba directo al Valhalla, era una forma de entrar con pase VIP al Cielo. En nuestro caso, siempre se ha tratado como un pecado y, por eso, como un tabú.
—Respecto a ese tabú, ¿dónde queda el suicidio en una sociedad a la que le salen pústulas cuando se habla de la muerte?
—En un sitio muy escondido. Es una cosa que no es bonita de enseñar. Una cosa que me daba miedo del libro era que apareciera la palabra “suicida” en la portada. Más que miedo, me daba pena por mi cuenta bancaria (risas). Claro, tú ves un libro en el que pone “suicidas” y, joder, nuestra genética o nuestra antropología nos lleva a evitarlo. No quieres mancharte con eso. Y una de las razones por las que he escrito el libro es porque creo que algo se está haciendo mal en ese aspecto.
—¿El suicidio no entiende de clases sociales? ¿Es, como decían los viejos indignados, transversal?
—Es totalmente transversal. Decía Albert Camus que el suicido era el gran problema filosófico que tenía el hombre en el siglo XX. Yo creo que es un tema anterior, que siempre ha estado en la cabeza del ser humano, ligado a las dudas, a la inseguridad con respecto a lo que es la vida. Al mismo toque, aparece el suicido como el gran enemigo que tenemos para dejar de estar aquí, para dejar de existir. Sí, creo que es algo que ha acompañado al ser humano desde sus principios.
—Ojo: diría que El puente de los suicidas no es una historia de muerte, sino de vida y, sobre todo, de humanidad.
—Te lo compro y te agradezco que hayas tenido la visión que, a ver, sabría que la ibas a tener (risas). Leonard Cohen tenía una frase preciosa, algo así como que, en la oscuridad, la luz pasa por las grietas…
—En “Anthem”: “Hay una grieta, una grieta en todo, / y así es como la luz pasa”.
—Así es. Esta novela trata de eso, de las historias anónimas, de la gente que no tiene más pretensión que facilitar la vida a quienes tienen cerca. Ahí está toda la humanidad del mundo. Encima, joder, en el Bar Esperanza.
—¿Cuánto hay de usted en estas páginas?
—Mucho. Ha sido un libro que me ha costado un montón sacar. Lo he escrito dos veces, Jesús. Al final, hay que conseguir que la prosa sea ágil, que te enganche, y que el tema no te eche para atrás al segundo capítulo. En cada uno de los episodios, sabes que una persona no va a salir bien parada. Claro, es un tema que había que tratar con mucho cuidado, con mucho tacto. Por eso, no todas las personas del libro se mueren, como no todas las personas que intentan suicidarse lo consiguen. Hay mucho de mí en la mirada, en la narrativa. Al final, el Bar Esperanza existió. Me he pateado todo eso. He hablado con todas las personas que he podido para intentar transmitir algo de ellos.
—Hablemos del cuándo: 1998. ¿Por qué ubica la historia en este año?
—Porque es el año en el que, por primera vez y, te repito, gracias a la lucha de gente anónima, el Ayuntamiento decide afrontar o paliar esta lacra poniendo unas mamparas. Las puso Álvarez del Manzano en noviembre del 98.
—Y hablemos del dónde: Madrid, su Madrid. Tan escenario como protagonista, ¿verdad?
—Sí, total. Para mí, Madrid, más que un género, es un personaje. Un personaje que está vivo, que cambia, que crece, que madura, que es perra, que es buena, que es egoísta, que es tirana, y también generosa. Madrid es una persona nacida hace cientos de años y que a base de gente que se bajaba de las estaciones y acababa aquí, ha ido mutando en lo que hemos hecho de ella. Ahí hay algo muy bonito: Madrid es tal cual gracias a lo que los gatos y las personas de fuera han hecho de ella.
—El último Madrid, lo hemos hablado mil veces, no nos gusta.
—Es un Madrid distinto, que ha cambiado muchísimo. Se está pareciendo cada vez más a cualquier otra ciudad del mundo. Madrid está perdiendo no ya humanidad, que sí, que es un tema de la tecnología, de los teléfonos y de que todo el mundo va mirando la pantalla, pero es un Madrid en el que hay pocos bares como el Esperanza, en el que podías llegar y encontrarte con cualquier tipo de gente, en el que todo el mundo intentaba, simplemente, llevarse su trocito de ese bar o de esta ciudad. Era un bar en el que se fiaba si no tenías dinero para pagar, en el que podías bajar a comprar tabaco o a tomar una copa, o a por huevos si te hacían falta en casa. El bar era una extensión de tu hogar. Al final, los bares son hogares. Para los gatos y los madrileños, más todavía, que creemos que en la calle tenemos gran parte de nuestro tiempo. Y eso sí que lo echo de menos en Madrid, ahora que son todo franquicias y bares repetidos.
—Escribe: “Las ciudades son organismos sin alma, pero sus habitantes pueden y deben rebelarse, porque nadie se salva solo”. Cuénteme más.
—Al final, las personas anónimas humanizan la ciudad. Y eso es un retrato también: me gusta mucho que el libro no hable de nadie en especial, de nadie en concreto, de nadie que haya tenido éxito en su vida. Lo mejor de las ciudades lo compone gente que no tiene ninguna pretensión más allá de hacer de su entorno, de su vida y de su alrededor algo mejor. Y en toda esa gente anónima que desaparece cuando se muere o cuando, de repente, un bar se traspasa, ahí estamos perdiendo nuestro ADN. Estamos hechos de muchas buenas intenciones de gente anónima. Eso me parece fundamental en la novela: nadie es especial, pero todos son especiales.
—Para eso sirven Fernando (el dueño), Inés (su hija), el cura don Francisco…
—Javi el del quiosco, Marta, Paco el portero… son los que hacen que el día a día suyo y de los demás sea un poco mejor. Es gente que no tiene ninguna otra pretensión que todo su entorno esté y funcione bien. Ahí está la riqueza de una ciudad. Estamos acostumbrados a la polaridad, al enfrentamiento, al guerracivilismo. Lo revivimos, lo heredamos de la clase política. También de la prensa. Sobre todo, de la prensa mantenida y subvencionada. Están intentando que todo esto desaparezca, y nosotros no somos así: Madrid es una ciudad en la que caben buenos y malos, pero los buenos siempre ganan. Porque hacen que todo sea un poco mejor.
—Se creó finalmente alguna “especie de comando antisaltos” por el barrio.
—Una asociación de vecinos consiguió que Álvarez del Manzano pusiera mamparas. Eso no fue una iniciativa del Ayuntamiento. Como hemos comentado, las cruces negras las borraban por la mañana corriendo los barrenderos de Madrid. Por un lado, por el efecto llamada; por otro, para que el turismo no se enterase de lo que estaba pasando. Al final, se movió un grupo de personas que no recibía nada a cambio, que no tenía más interés más allá de que eso no volviera a pasar.
—Vamos terminando, señor Ussía. ¿Cómo le gustaría ser recordado?
—La palabra “cronista” viene del griego “kronos” que es “vivir el tiempo”. No soy un escritor de ficción que pueda tener la capacidad de inventarse una historia: necesito verlo, tocarlo, olerlo. Desde ahí, puedo tener un valor en mi narrativa, porque te lo escribo igual. Y me gustaría que me consideraran como una persona que ha vivido un tiempo y que te lo ha contado de la mejor manera que lo podía hacer. Simplemente así.
—Y, para acabar, ¿a quién invitaría al suicidio?
—Invitaría al suicidio a todos los malnacidos que hacen que seamos un poco peores. A todos aquellos que nos enfrentan. Invitaría al suicidio a todos aquellos que dicen las sandeces que dicen sabiendo que están mintiendo. Invitaría al suicidio a todo el mundo que es tóxico. Cada vez son más. Aunque creo que todo es cíclico, y este ciclo está teniendo su fin. Sin duda, puente de plata (risas): les abriría un huequito en las mamparas a todos aquellos que nos hacen un poco peores como sociedad y como persona.
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