De Bach a Halffter pasando por Carl Phillip, Philidor, Mozart, Robert Schuman, Arnold Schönberg Prokofiev, Tchaikowsky, Maurice Ravel, David Oistraj, Josep Colón, Miguel Farré, Badura Skoda, Tito Aprea, Tomás Marco, Sánchez Verdú, por citar a los que en estos momentos me vienen a la memoria, son algunos de los grandes compositores e intérpretes que en los últimos 300 años, bien de una manera accidental, bien profesionalmente se han acercado al juego ciencia para dejar en él su impronta de una manera inequívoca. Muchos de ellos, han visto en el ajedrez la mejor excusa para plasmar un mensaje eterno en el pentagrama, mientras otros han preferido utilizarlo como materia inspiradora, evasión o ejercicio mental, creando jugadas que, al menos durante unos minutos, les hacen emular a los dioses. Pero… ¿no es eso en definitiva lo que todo jugador anhela?
Durante más de cuatro décadas he tenido la oportunidad, no solo de jugar con muchos de ellos, sino de charlar sobre el porqué de esa atracción por un juego que para algunos era más que su hobby, casi una pasión y también su “fuga”.
Para el autor de La novela de Ajedrez, D. Quijote o Lázaro, Cristóbal Halffter, el ajedrez es una herramienta que le ayuda a calcular el caudal combinatorio de las notas, de la misma manera que un gran maestro procesa variantes antes de plasmarlas en el tablero. Algo que el biógrafo y estudioso de Bach, Douglas R. Hofstadter, no duda en señalar como una extraordinaria gimnasia de la mente. Y añadía que el autor de “El Magnificat” trabajaba en el ajedrez como “calentamiento” previo para escribir una fuga con el fin de no omitir la exactitud matemática de cada elemento en ella”.
Hace varias décadas que las conversaciones mantenidas con Cristóbal Halffter en los Cursos de composición de Villafranca no versan únicamente sobre música sino que conociendo su afición por el ajedrez estas giran igualmente en torno al juego ciencia, una afición que prendió en él siendo un muchacho. De ahí que cuando en mayo del 2013 se estrenó en el teatro de la ópera de Kiel su última composición para la escena de inmediato me vino a la mente una de esas charlas mantenidas en la villa del Burbia, su tierra de adopción, durante esos prestigiosos cursos de composición que, dirigidos por el propio maestro, tienen lugar cada verano desde hace 28 años. Recuerdo que al final de uno de sus seminarios se me acercó con una leve sonrisa dibujada en su cara y me comentó que estaba escribiendo su tercera ópera, algo que, confieso, me llamó de inmediato la atención, no porque dudara de su extraordinaria capacidad creadora sino por lo extraño de esa fiebre tardía que le había entrado al maestro madrileño por la lírica, teniendo en cuenta que el autor de Elegía a la muerte de tres poetas españoles contaba entonces ya con 81 años.
Mi sorpresa se convirtió en perplejidad cuando añadió: “¿y sabes cómo se va a titular?, seguro que la conoces muy bien”, recalcó.
Ante mi ignorante mutismo me miró con sorna por encima de sus lentes y en perfecto alemán remarcó. Die Schachnovelle (La novela de ajedrez), y permaneció observándome fijamente para ver mi reacción.
“¿La obra de Zweig?”, exclamé. “Exacto”, afirmó.
“Pero eso es fantástico ¿cómo surgió esa idea de escribir una ópera sobre el ajedrez?” “Fue mi nuera quien me la recomendó. Me la envió y la leí de un tirón en una tarde. Mientras lo hacía me iba imaginando el guión que, para quien conozca el libro, cambia un poco el original de Zweig ya que, en lugar de un narrador, la trama se convierte en un diálogo ordenado cronológicamente, sin los flashbacks que Zweig introduce en su narración. ¿Qué te parece?”
Será tu gran homenaje a los jugadores de ajedrez y a tu pasión sublimada, respondí y sin duda enriquecerá la literatura musical sobre el tema, pues desde 1984 en que Benny Andersson y Björn Ulvaeus escribieron el musical Chess, que yo sepa no se había vuelto al ajedrez como tema de una ópera. ¿Por cierto, añadí, conoces la película de Greg Oswald de 1960 sobre la novela que en España se tituló Juego de Reyes, con Curt Jürgens como protagonista?
“No, desconocía que tuviera una versión cinematográfica. Me gustaría verla”
Intrigado por la adaptación a la escena musical de una de las obras más conocidas de la literatura alemana y piedra angular para los ajedrecistas la conversación se centró en la forma y el mensaje que el autor de Lázaro quiso transmitir con su versión escenificada, algo que Halffter, siempre comprometido con el momento actual y los cambios e injusticias sociales no rehuyó en comentar:
“El mensaje de la obra, señaló, es ese impacto de la violencia contra el espíritu humanista a base del aislamiento, un tipo de violencia psicológica que puede ser tan cruel como la violencia física, una tortura mental durísima que el protagonista sufre a lo largo de muchos meses y en la que la soledad ocupará todo su tiempo, convirtiéndose en el único mundo en el que le es permitido vivir. Sin objetos con los que entretenerse, desde el silencio austero y solitario de su habitación, el señor B tendrá que articular e inventar mecanismos mentales de supervivencia para continuar existiendo”.
Mientas la ópera de Halffter hace especial hincapié en esa lucha por sobrevivir, por huir de esa tortura mental que cada día pugna por regresar a la mente enferma de B. y utiliza el ajedrez como metáfora para ganar la partida de nuestra supervivencia el film de Oswald se limita a hacer una adaptación atenuada y light del relato y no tiene éxito en la recreación de esa atmósfera asfixiante e insalubre cuando el señor B. permanece preso de los nazis. Incluso introduce personajes como el de la bailarina, y el jefe de las S.S. que no figuran en la novela. Tanto escritor como director y guionista coinciden, en la visión errónea de los ajedrecistas: personas engreídas, ególatras, pagadas de sí mismas y aisladas, casi como autistas, sin más intereses que el juego ni más cultura que la que está impresa en un libro de aperturas. Esto, unido a varios errores de concepto como el que un jugador pueda enfrentase a sí mismo, o que sin jugar en su vida una partida de torneo oficial pueda llegar a derrotar a un campeón del mundo, o que sólo con leer un libro con una colección de partidas se alcance el nivel de gran maestro, entra dentro de las concesiones argumentales más engañosas que un escritor se haya permitido sobre el ajedrez y muestran un conocimiento muy superficial del complejo mundo de los jugadores de torneos profesionales así como un resentimiento mitigado de Zweig hacia un arte que sabemos quiso dominar pero no pasó del nivel de un jugador de tercera.
La composición, está ambientada en la Segunda Guerra Mundial, entre 1939 y 1945, año en el que, al fin, terminó tan espantoso conflicto. Pero mi obra no concluye de una manera heroica y triunfal, sino intentando, con una especial tensión dramática orquestal, hacer reflexionar al oyente sobre el hecho de que en una guerra, acabe como acabe, venza quien venza, nadie puede lograr la victoria, aunque engañosamente parezca que un bando haya podido ganarla. Todos los contendientes perdieron y sufrieron las consecuencias de ese conflicto, ya que quien verdaderamente ha sido derrotado ha sido el ser humano, la humanidad entera que está conformada por la conjunción de individuo por individuo.”
Verdú y Marco
El más joven de nuestros grandes compositores, José Mª Sánchez Verdú, un devoto aficionado al arte de Caissa, nos comentaba hace unos años, durante su reclusión en el monasterio de Gradefes (León) para escribir en recogido silencio su ópera magna El viaje a Simorgh, que una composición como la La Misa en Si, del cantor de Eisenach: “sería un esfuerzo equivalente a jugar simultáneamente sesenta partidas de ajedrez con los ojos vendados y ganarlas todas”. Para Tomás Marco, un ferviente seguidor cibernético de los magistrales leoneses, sin embargo, el dirigir de memoria una ópera como Parsifal o Tristan e Isolde de Wagner, de más de cuatro horas y media de duración cada una “no significa un esfuerzo excepcional para un director habituado a hacerlo siempre. Eso, comparado con lo que representa el jugar 50 partidas a la ciega a la vez es una bagatela. Pienso sinceramente, que es mucho más llamativo, complejo y agotador el sentarse en una habitación mirando a una pared mientras fuera 40 o 50 jugadores te van diciendo sus jugadas en voz alta y tú, sin tablero ni piezas delante vas realizando cada movimiento y su respuesta a lo largo de cuatro o cinco horas sin equivocarte y sin poder ayudarte de notas, dibujos, ni nada que se lo parezca. ¡Eso sí que es asombroso!, exclama Marco, y requiere de una preparación muy concreta”, afirmaba el autor de “Los mecanismos de la memoria”, una de sus más aclamadas obras para violín y orquesta.
Paul Badura Skoda: La vida entre blancas y negras
El caso más excepcional de la utilización del ajedrez para mantener la capacidad de cálculo y agilidad mental al máximo nivel, prevenir el deterioro cognitivo y buscar nuevas formas de enfoque a los problemas cotidianos y memorísticos de una interpretación es sin duda el pianista austriaco Paul Badura Skoda, (Viena 1927) una leyenda viviente del teclado de 90 años, al que Furtwängler adoraba, Oistraj, bendecía y Karajan respetaba hasta el punto de permitirle retrasar un concierto en la Filarmónica de Berlín con tal de dejarle acabar su partida de simultáneas con Capablanca. Badura-Skoda sigue en activo dando conciertos por las salas más prestigiosas del orbe y ha jugado con todos los campeones del mundo vivos y muertos de Lasker para acá. A su tremenda fuerza como semi-profesional del ajedrez une un estudio continuo y sistemático de aperturas, variantes, combinaciones y finales y el sabor de su bota lo han probado en simultáneas, el propio Capablanca, Alekhine, tablas con Lasker, Fischer, y palizas a Bronstein, Petrosian, Karpov, y derrota ante Kasparov. Su afición por el juego es tal que cuando viene a León a ofrecer un concierto, y ya son varios, se encierra con quien esto escribe en su habitación del hotel para analizar juntos hasta la extenuación variantes concretas de aperturas que le entusiasman.
La última vez que actuó en mi ciudad en el 2007, a poco estuvo de llegar media hora tarde al concierto debido a que un final de dobles torres se le resistía y necesitaba su tiempo para concluirlo. De pronto alguien llamó a la puerta y en un susurro le dijo: “maestro son casi las ocho y el concierto comenzará en breve”.
Silencio absoluto, no por descortesía, sino por abstracción. Paul no se había enterado ni escuchado nada ni se acordaba de tal concierto. Aquella habitación era más el estudio de un gran maestro en vísperas del mundial que el lugar de descanso de uno de los pianistas más grandes de la historia. Sobre la cama revistas de ajedrez, libros de finales encima de las sillas, las últimas noticias del mundo escaqueado en varios periódicos austriacos, ingleses y españoles y señoreándolo todo su precioso tablero de viaje de madera taraceada que es una joya del arte nazarí. Ante su persistente silencio no pude por menos que insinuarle, deteniendo el reloj, porque Badura siempre juega con clepsidra, que podíamos ir caminando hacia el Auditorio. Al escuchar Auditorio su mente desconectó y con movimientos de autómata se colocó raudo el frac, se echó el abrigo sobre los hombros y sin pisar las escaleras bajamos hacia la entrada donde un taxista, enviado por el centro, nos metió casi a trompicones en el coche. Durante el trayecto Badura seguía analizando de memoria la posición y cuál sería mi sorpresa cuando al llegar a la sala sinfónica donde ya se había hecho el más absoluto silencio y las luces se extinguían con lentitud me dice: “no te vayas. Colócate entre bastidores así cuando llegue el descanso analizamos con mi tablero portátil que llevo encima” y sin más preámbulo metió su mano en el bolso interior de la chaqueta y me mostró un viejo y usado tablero de bolsillo, curtido en mil batallas y ahíto de una sabiduría centenaria, al tiempo que con sonrisa pícara me espetaba: “si logro colocar mi torre de a4 en a6, creo que puedo comenzar a tocarte el Totentanz de Liszt, una suerte de paráfrasis sobre el Dies irae. Cuando llegó el descanso, salió raudo hacia bambalinas y sin pestañear sacó su tablero miniatura y colocó como un relámpago la posición. Lo cierto es que los 15 minutos volaron y el timbre sonó, Badura cerró el tablero, me lo dio y casi al lado de la boca de cortina me espetó: “Ah, y no vale mirar ni analizar la posición hasta que acabe. Solo daré una propina”.
Lo cierto es que el éxito fue tan aplastante que el bueno de Paul Badura tuvo que saludar cinco veces y dar tres propinas.
Una vez en el camerino continuamos la “fiesta” y cuando ya nos echaron del Auditorio apagando las luces casi dos horas después, aquello seguía incandescente y tuvimos que acabarla en la habitación de nuevo en una de esas veladas del alma tan queridas por Badura en el reino del santo Grial, donde las blancas y negras teclas del piano se confundían con aquellas relucientes casillas de su tablero moruno. Y el baile de la verdad se reinicia y el jugador duda. Duda de todo hasta de sus propias dudas. Creo que la partida concluyó en tablas, no importa porque lo mágico de la situación y la lección de un genio del teclado sobre cómo aprovechar las “debilidades” del contrario, su portentosa memoria, su ansia de vencer y su amor por el estudio y el análisis, fueron para mí más valiosas que todos los libros de psicología aplicada juntos y una gran certeza que sólo el juego puede otorgar: que si nada nos libra de la muerte al menos que el ajedrez nos libre de la vida. Porque como decía el viejo Lasker: “La mentira y la hipocresía no sobreviven demasiado tiempo sobre el tablero de ajedrez. La creatividad de las combinaciones denuncia la presunción de esa mentira. Los hechos que sin piedad culminan en el jaque mate contradicen siempre al hipócrita.”
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