The River’s Edge (Al borde del río, 1957) comienza como un noir clásico —podríamos evocar Regreso al pasado— y finaliza como un western moderno, como una suerte de revisitación de El tesoro de Sierra Madre, con miles de los grandes volando hasta el río desde las escarpadas paredes de un cañón en la frontera de Méjico con Estados Unidos. La película observa directa, sinceramente, sin tapujos ni coartadas, a dos hombres y a una mujer que viven a la deriva, carne de violencia y pasiones desgarradas de frontera como las que dibujó Cormac McCarthy en Meridiano de sangre. Nardo Denning (Ray Milland) ha sido estafador, pero ni siquiera respeta los códigos del hampa. Dejó tirada a Margaret, “Meg” (Debra Paget), su chica, su cómplice y amante, pelirroja de llameantes ojos verdes y moral de vuelta de todo, que sigue recordándole y ansiando su compañía, y le ha birlado un millón de dólares, posiblemente el botín de un robo, a su mejor amigo. A ella la condenaron a diez años de cárcel, cumplió uno y con la condicional conoció a Ben Cameron (Anthony Quinn), un ex militar de Corea que se la llevó a un desastrado rancho no muy lejos de la frontera con Méjico. Así que cuando reaparece Denning —Thunderbird de color rosa, sonrisa seductora, palabras suaves y disculpas contritas— ella, harta de la pobreza y tedio del rancho, pone pies en polvorosa. Denning necesita a Cameron, experto conocedor del terreno para que le permita cruzar clandestinamente la frontera con el dinero y quizás con la hermosa pelirroja de ojos verdes y pasado inolvidable. Noir o western moderno, Al borde del río se transforma en un duelo a tres en el que vuelan las pasiones, las muertes, las lealtades disueltas en deslealtades, en amores revenidos, en celos incandescentes, en el brillo de los billetes con el rostro de Ben Franklin y en muerte. En el fondo todas las buenas películas se conciben y desarrollan como un melodrama puro encubierto en cine de género. En esta hermosa película los sentimientos humanos más elementales, la seducción de amor y las heridas del desamor, la codicia, los celos, apenas bordean la moral tradicional, las palabras vuelan como dinamita, los puentes de la convivencia son dinamitados, se asesina sin más, se odia sin barreras. La trama se sitúa en el desierto, un desierto pedregoso, seco, sin vida, poblado por alacranes y serpientes de cascabel, no menos peligrosas que las decisiones de los humanos. Es un escenario de frontera, un lugar sin límites estrictos, apenas dibujados en los mapas, un lugar en el que todo puede ocurrir. En ese lugar sin apenas vida salvo para resecos y espinosos arbustos, rocas milenarias, polvo y arena de cantos rodados y alimañas, tampoco hay futuro, quizás porque hay demasiado pasado, como el que une a Margaret “Meg” Cameron con el seductor y peligroso Nardo Denning, un pasado atravesado de idas y despedidas, traiciones y olvidos, pero que aún arde en combustión amorosa. Un pasado que atenaza el matrimonio de Ben y Meg Cameron, porque nada les une salvo la generosidad sensual del hombre y la necesidad de huir de la cárcel de ella. El viaje a través de los desiertos y de las montañas camino de una incierta frontera cambiará todo o lo destruirá, pues nadie tiene asegurado que sus planes se materialicen cuando las cartas de la baraja de la vida la manejan a su antojo los seres humanos. Un tipo implacable puede ejercer una inesperada caridad y el implacable destino quebrar su horizonte de un mañana. Un matrimonio deshecho puede atisbar algo de luz en la negrura de su vida cocida en la incomprensión. Nada es igual cuando concluye un viaje. Lo que sigue a veces, mientras un arroyo fronterizo se puebla de dólares, es un regreso de seres humanos heridos que se olvidan del dinero, que tambaleándose, apoyados uno en otro, tantean aquel incierto mañana.
Allan Dwan dirigió Al borde del río con 72 años de edad. La vitalidad, el fuego que desprende la película no es sino la muestra de su extraordinario dominio de la dirección y la puesta en escena. Dwan, calificado por Peter Bogdanovich en un memorable libro de entrevistas como The Last Pioneer, es eso, un pionero del cine al que accedió en 1909, apenas un año después de que el maestro Griffith dirigiera su primera película. Dwan, que estuvo en activo hasta 1961, probablemente dirigió más de 400 películas y escribió o produjo muchas más. Un gigante en una industria de gigantes, con una carrera en el cine mudo que muy pocos pueden igualar, formando tándem con el gran Douglas Fairbanks en películas formidables como Robin Hood o La máscara de hierro o dirigiendo a Gloria Swanson en Manhandled. Su carrera sonora, siempre modesta, siempre tan industrial como personal y eficiente, cuenta con películas de todos los géneros, desde bélicos como Arenas de Iwo Jima a soberbios westerns como Frontier Marshall, igual o mejor que la fordiana Pasión de los fuertes, Filón de plata o El socio de Tennessee o noirs como la extraordinaria Ligeramente escarlata.
Dwan dirige Al borde del río con un limpio y elegante clasicismo, clasicismo que sorprende en su uso del cinemascope, poco acorde con cánones clásicos, y que el cineasta domina de manera extraordinaria, usando una no menos soberbia fotografía de Harold Lipstein que juega con los colores rojizos de las montañas y terrosos o grises del inhóspito desierto, así como en los decorados de interiores. Quizás, como lamentara Dwan, la imposición de la atractiva Debra Paget, que emana no obstante tanta fragilidad como sensualidad provocativa, disminuyera la tensión de alto voltaje entre los dos protagonistas, Ray Milland y Anthony Quinn, ambos excelentes en sus actuaciones, pero es la presencia de Paget la que incendia la trama y la propia película.
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The River’s Edge (Al borde del río, 1957). Producida por Benedict Bogeaus para 20th Century Fox. Dirigida por Allan Dwan. Guion de Harold Jacob Smith y James Leicester, adaptando la novela de Smith, The Highest Mountain. Fotografía de Harold Lipstein, en Cinemascope y Color Deluxe. Diseño de producción, Van Nest Polgase. Vestuario, Gwen Wakeling. Música, Louis Forbes, la canción The River’s Edge, escrita por Louis Forbes y Bobby Troup, cantada por Bobby Winn. Montaje, James Leicester. Interpretada por Ray Milland, Anthony Quinn, Debra Paget, Harry Carey Jr., Chubby Johnson, Byron K. Fulger, Tom McKee, Frank Gestle. Duración: 87 minutos.
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