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Al desnudo, de Caroline Vout

Al desnudo, de Caroline Vout

Caroline Vout ha escrito un libro en el que desvela el modo en que los griegos y los romanos transformaban sus cuerpos: desde los aceites corporales, los cosméticos y los abonos al gimnasio, hasta la cirugía más sofisticada y la anticoncepción, entre otros métodos. Un libro galardonado con los mejores premios de su género.

En Zenda reproducimos el Prólogo de Al desnudo. El cuerpo griego y romano (Punto de vista), de Caroline Vout.

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Prólogo

Sin ropa, no desnudos

Nunca fue mi intención escribir un libro sobre el cuerpo. En todo caso, no sobre el cuerpo como entidad. Mi plan original era reflexionar sobre los rostros, sobre el aspecto que podría ofrecer la existencia de individuos que vivieron muchos siglos atrás cuando se reconstruyen no a partir de textos escritos en papel o en piedra, sino de los retratos de griegos y romanos. Otra opción era elaborar una especie de historia de la sexualidad en Grecia y en Roma. Pero cualquiera de estos proyectos supone una fragmentación del cuerpo: niegan su función como animal social. ¿Por qué ceñirse a la cabeza o a los genitales?

El aliciente fue la confluencia de dos factores. El doctor y escritor Gavin Francis me invitó a hablar en el lanzamiento de Shapeshifters: A Doctor’s Notes on Medicine and Human Change y me pidió que dedicase mi breve intervención al poeta latino Ovidio. Estábamos en la Wellcome Collection de Londres: una institución bien conocida por sus estudios sobre salud y ciencia. Crucé los dedos y expliqué cómo en la obra más famosa de Ovidio, Metamorfosis, el cuerpo es la fuente de todo el conocimiento; sus relatos sobre la transformación de un cuerpo (en animales, árboles, flores, piedras, ríos, estrellas, dioses, niñas en niños, niños en niñas, hombres y mujeres en hermafroditas…) ya hablaban entonces de las actuales preocupaciones relativas a la naturaleza, la cultura, el sexo, el género o la dismorfia corporal. Los oyentes asentían con la cabeza, y las preguntas que planteaban —sobre la dieta, la discapacidad física, el suicidio o la individualidad— eran la prueba de que el cuerpo que defendieron griegos y romanos apenas ha envejecido. Ovidio sigue tan acertado como entonces al preguntarse qué significa ser un ser humano.

El segundo factor fue un suceso del que se hizo eco el periódico local: «Se cierra Bridge Street, en Cambridge, al resultar atropellado un ciclista por un scooter para minusválidos». Recuerdo volar muy alto, como el Faetón de Ovidio cuando pierde el control del fogoso carro de su padre, y esperar después cincuenta y cinco minutos a que llegara la ambulancia. Yo estaba consciente: el daño más perdurable fue la rotura del brazo con el que escribo. Ahora tengo muchas más dudas en común con Ovidio: sobre la relación entre el hombre y la máquina, sobre la mente y el cuerpo, sobre la integridad física. Después me contaron que once de los esqueletos encontrados en los cementerios romanos de Poundbury, en Dorset, y Kankhills, en Winchester, muestran fracturas ya soldadas del mismo hueso que yo me rompí —el radio—, aunque, debo admitir complacida, con consecuencias no deseadas como una alineación deficiente del brazo o su excesivo acortamiento. ¿Recibieron un tratamiento similar al mío? ¿Se parecía aquello a lo que se leía en los tratados de medicina griegos y romanos? Si hubiera estado yo por allí en aquellos tiempos es muy posible que me hubiera pasado por encima un carro de caballos: soy miope desde la adolescencia y, aunque los romanos hicieron algún intento de practicar la cirugía ocular, yo hubiera tenido que esperar un milenio o más para conseguir unas gafas. El cuerpo es lo único en lo que pienso. Y pregunto a mi colega: «¿De verdad crees que puedo empezar a escribir algo en este estado?».

Ella responde: «Es el momento perfecto».

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Perfección. El cuerpo de los griegos y romanos es el cuerpo perfecto: sin defectos, esbelto, precioso, colocado sobre un pedestal. Pero también es una hermosa mentira. Hasta los más grandes pintores de otras épocas tuvieron dificultades para encontrar la inspiración en un único ser humano, y tomaron «las mejores porciones» de cada uno de los distintos modelos que posaban para ellos y así poder ejecutar una composición sin defecto alguno. Los escultores creaban cuerpos de bronce y mármol que eran demasiado perfectos para ser auténticos… o auténticamente mortales. El escultor griego Policleto es un buen ejemplo: desde el principio se consideró su Doríforo (portador de lanza) como paradigma de la forma humana (figura 1). La estatua —que data del siglo v a. n. e.— se perdió, aunque no antes de que la admiración que suscitaba diera lugar a múltiples copias realizadas en Roma. Detengámonos un momento a observar su rostro juvenil, su torso maduro y su pene, de un tamaño tan reducido que nos parece incongruente. Resulta que los requisitos del arte difieren mucho de los requisitos de la vida, una cuestión que dio a los antiguos mucho material para el debate.

El Doríforo tiene un cuerpo irreprochable, lo que indica un carácter irreprochable. Belleza y bondad. Para el filósofo griego Platón, estas cualidades iban de la mano y eran fundamentales para su política. Pero su importancia aumentó cuando, superada la antigüedad, se encontraron estatuas griegas y romanas que solo conservaban trazas de la pintura original, de modo que se trasladaron sin perder un momento al taller de restauración, donde se despojaron de los pigmentos que aún quedaban para exponerse en una galería. Para cualquiera que no tuviera la posibilidad de adquirir una obra auténtica, las copias en escayola —aún más blancas que el mármol pulido— podrían ser un buen sustituto. Pálidas e interesantes, estas estatuas son fantasmas del pasado griego y romano, proveedores de lo puro como virtud.

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Autora: Caroline Vout. Título: Al desnudo. El cuerpo griego y romano. Traducción: Amelia Pérez de Villar. Editorial: Punto de Vista. Venta: Todos tus libros.

Caroline Vout (fotografía de Robin Osborne).

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